Viaje al cosmos del alma (9)
La experiencia de LSD de un pintor (3)
Por fin amaneció. Con
gran alivio comprobé que penetraba la luz a través de las persianas. Ahora
podía dejar a Eva librada a sí misma; se había tranquilizado. Agotada cerró los
ojos y se durmió. Conmocionado y con una profunda tristeza, yo seguía sentado
en el borde de la cama. Había perdido mi orgullo y mi altivez; de mí quedaba un
puñado de miseria. Me miré en el espejo y me asusté: había envejecido diez años
esa noche. Deprimido fijé mi vista en la luz del velador con su fea pantalla de
hilos de plástico. De pronto la luz pareció adquirir mayor intensidad, y en los
hilos de plástico todo comenzó a brillar y centellear; relumbraba como
diamantes y piedras preciosas en todos los colores, y dentro de mí surgió un
sentimiento avasallador de felicidad. Súbitamente desaparecieron la lámpara, la
habitación y Eva, y me encontraba en un paisaje maravilloso, fantástico. Se lo
podía comparar con el interior de una gigantesca nave de iglesia gótica, con
infinitas columnas y arcos ojivales. Pero estos no eran de piedra, sino de
cristal. Columnas de cristal azuladas, amarillentas, lechosas y transparentes
me rodeaban como árboles en un bosque ralo. Sus puntas y arcos se perdían en
las alturas. Una luz clara apareció delante de mi ojo interno y desde la luz me
habló una voz maravillosa y suave. No la oía con mi oído externo, sino que la
percibía como pensamientos claros que surgen dentro de uno mismo.
Reconocí que en los
horrores de la noche pasado había vivido mi propio estado: la egolatría. Mi
egoísmo me había separado de los hombres y llevado a la soledad interior. Me
había amado sólo a mí mismo, no al prójimo, sino al goce que podía proporcionarme.
El mundo había existido únicamente para satisfacer mis ambiciones. Me había
vuelto duro, frío y cínico. Eso, pues, había significado el infierno: egolatría
y falta de amor. Por eso todo me había parecido extraño y ajeno, tan burlón y
amenazador. Deshaciéndome en lágrimas me enseñaron que el verdadero amor
significa la renuncia al egocentrismo, y que no es el deseo, sino el amor desinteresado
el que construye el puente al corazón del prójimo. Ondas de un indecible
sentimiento de felicidad inundaron mi cuerpo. Había experimentado la gracia de
Dios. Pero ¿cómo era posible que resplandecía sobre mí justamente desde esta pantalla
barata? -La voz interior contestó: Dios está en todo.
La experiencia a orillas
del lago me ha dado la certeza de que fuera del perecedero mundo material
existe una realidad espiritual eterna, que es nuestra verdadera patria. Ahora
estoy en el camino del retorno.
Para Eva todo había sido una pesadilla. Nos separamos poco tiempo después.
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