por Rafael Narbona
Los inéditos de los
clásicos siempre poseen un extraordinario valor, pues nos enseñan los pasos que
condujeron a las grandes obras maestras. Los nueve relatos de Marcel Proust que ahora se recuperan en una edición crítica sumamente
escrupulosa nos muestran la progresión de una escritura que siempre discurrió
con una aguda exigencia artística. Salvo uno de los textos, ninguno se
había publicado hasta hoy. Todos proceden de los archivos de Bernard de Fallois,
que a principios de los cincuenta recuperó y editó Jean Santeuil y Contra
Sainte-Beuve, dos obras póstumas del autor de En busca del tiempo
perdido. Se trata de esbozos, narraciones interrumpidas o cuentos donde se
advierte que las formas y las ideas aún no han alcanzado la madurez, pero que
anticipan inequívocamente la trayectoria ascendente de Proust.
Se ha subrayado muchas veces el contraste entre el joven dandi que
deslumbraba con su ingenio en los salones elegantes de París y el hombre maduro
y enfermo que se retiró a una celda acolchada para escribir compulsivamente. De
la frivolidad inane a la vida consagrada del creador que abre nuevos
caminos. Ahora sabemos que no existió una fractura tan abrupta. Proust
comenzó a escribir mucho antes de que la enfermedad le recluyera en una especie
de celda, sustrayéndole de los círculos sociales.
Alan Pauls señala en el prólogo de El remitente misterioso y
otros relatos inéditos que En busca del tiempo perdido no
es “un agujero negro absoluto”, sino “una formidable fuerza centrífuga” que nos
depara de vez en cuando una preciosa “astilla”. Es una metáfora afortunada,
pues los nueve relatos aquí reunidos son fragmentos que nos muestran la
forma de trabajar de Proust, que escribió, seleccionó y descartó con un rigor
implacable. En estas obras primerizas nos encontramos con un Proust
desinhibido que habla abiertamente del “vicio nefando”. En “Recuerdo de un
capitán”, un oficial se conmueve con la belleza de un brigadier y habla
abiertamente de la dulzura desprendida por sus labios y sus ojos. Ambos personajes
cruzan una mirada y se saludan militarmente. Solo es un contacto fugaz, pero
ambos experimentan una “extraordinaria turbación”.
En “El remitente misterioso”, una mujer recibe cartas de un
amante anónimo que no oculta su ardiente deseo de poseerla. Habla de explorar
su cuerpo y beber el néctar de sus labios húmedos. La mujer se siente halagada
y deja volar su imaginación. Antes de casarse y enviudar, le atraían mucho los
militares, especialmente los dragones, con sus grandes espuelas y sus largos
sables. Los artilleros no le parecían menos interesantes, con esos cinturones
que “lleva mucho tiempo –¡ah, tanto tiempo!– desabrochar”. Después de una vida
de virtud, los sentidos se toman la revancha, corrompiendo su
imaginación. Proust disfraza el deseo de heterosexualidad, pero se
trata de un desplazamiento del deseo homosexual. Su artificio revela la
frustración de abrigar una sexualidad alejada de las convenciones morales de su
tiempo.
Es inevitable fantasear con las interpretaciones que habría desarrollado
Freud sobre este relato. Proust no habla de identidades sexuales cerradas, sino
de un deseo itinerante que sirve de puente entre los cuerpos, alterando vidas que
se creían a salvo de las pasiones prohibidas. El ser humano es una marioneta
que obedece a las fuerzas ocultas del deseo. Los relatos de Proust nos
hablan de una sociedad sumida en la neurosis, donde el amor, lejos de
proporcionar armonía y dicha, desquicia, hiere y, en no pocos casos, degrada.
Todo fluye de forma caótica. Proust llega a intercambiar los nombres de dos
personajes. Se puede interpretar esa confusión como una negligencia, pero
también como un signo de la vulnerabilidad del yo, que se desmorona y desfigura
ante la urgencia del deseo, cambiando su rostro por una máscara que circula de
mano en mano. El narrador también participa de esa ambigüedad, pues es a la vez
voz y ausencia, consistencia y liquidez.
Proust es rabiosamente moderno, casi nuestro contemporáneo, pues sabe
que el progresivo desencantamiento del mundo conduce a la impotencia y el
hastío. No ofrece como alternativa nuevas certezas. No es un moralista,
sino un fenomenólogo que se conforma con describir el mundo y sus objetos.
No cree en las intuiciones perfectas, pues entiende que el conocimiento humano
siempre estará deformado por una irrenunciable subjetividad. Se conforma con
acercarse al milagro estético, que consiste en crear la ilusión de que es
posible neutralizar el olvido, desenterrando los recuerdos reprimidos por el
inconsciente.
La muerte acecha sin descanso. En “Pauline de S.”, la protagonista
espera su inminente fin. Lejos de descender hasta el estrato más íntimo de su
ser, buscando la paz, el perdón, la piedad o la redención, solo se preocupa de
mantener hasta el final su agenda social. Parece una insensatez, pero
el narrador señala con fatalismo que todos caminamos hacia la muerte y se
pregunta si merece la pena reflexionar sobre algo tan lúgubre. En el caso
del escritor, la meditación de la muerte resulta inevitable, pues el
sufrimiento es el vínculo que comunica la vida con el arte. El verdadero
artista es un vidente que ha adquirido su lucidez mediante las heridas del
cuerpo y el alma.
En “El don de las hadas”, Proust señala que el arte es hijo de la
penuria y el sufrimiento. Se advierte en esa concepción la huella de los
grandes románticos, que interpretan el arte como una tarea colosal reservada a
las grandes almas. Detrás de ese Proust con aspecto de petimetre que posa con
una raqueta de tenis hay un artista que sube hasta la cima de una montaña para
contemplar un mar de nubes. Ese componente heroico se aprecia en “Después de la
Octava Sinfonía de Beethoven”, un relato que prefigura la ficticia sonata de
Vinteuil, pero aquí la música no evoca un romance turbulento e infructuoso,
sino ese infinito que late detrás de cada nota. Influido por Schopenhauer, Proust convierte
la “pequeña sinfonía en fa” de Beethoven en la expresión de la esencia oculta
del mundo. No esconde su pesimismo. El universo le parece una absurda
conjunción de ruido y furia. El amor no es más que una variante de esa
tragedia. Frente a esa desolación, solo queda el consuelo que proporciona el
arte. En “La conciencia de amarla”, el desengaño amoroso solo se mitiga gracias
a la reelaboración estética.
¿Silenció y ocultó deliberadamente Proust estos relatos que salen a la
luz en vísperas del primer centenario de su muerte? ¿Son ese
diario íntimo que nos permite acceder a la cámara oscura donde se gestó su
vasto universo narrativo? Algo hay de eso. Proust se mostró más elusivo y
pudoroso en sus textos posteriores. Estos relatos rozan la confesión y no
ocultan la insatisfacción vital. Podemos hablar de una biografía interior que
refiere los conflictos y paradojas de una sensibilidad hiperestésica. Proust no
es André Gide. No logra desprenderse del estigma moral asociado a la
homosexualidad. Nunca olvida que pertenece a un linaje maldito. Ese
dolor le enseña a apreciar con más intensidad el espesor de la vida y la
belleza del arte. Como dirá Camus más adelante, sabe que el hombre muere y es infeliz, pero se
consuela con la riqueza de su mundo interior. Puede recobrar el tiempo perdido,
evocarlo y reconstruirlo, vivificarlo y celebrarlo, pero siempre consciente de
que nada puede derrotar a la Muerte, reina cruel del cosmos. El ser humano
segrega ideas porque aplacan su angustia, pero en realidad solo son un disfraz
de su tristeza.
Proust habla de “un reino místico donde quedan abolidas las imposibilidades”, pero no se refiere a un más allá espiritual, sino al fugaz encuentro de los cuerpos en el frenesí del placer. No deplora la finitud, pero tampoco la exalta. Se conforma con desempeñar el papel reservado a los artistas: transmutar el dolor en belleza para revelarnos “las fuerzas ignoradas de nuestra alma”. El remitente misterioso y otros relatos inéditos es una de esas rarezas exquisitas que convierten la literatura en un festín. Las grandes obras nos deslumbran; las pequeñas, humildes e imperfectas, nos seducen, reconciliándonos con nuestra fragilidad.
(EL CULTURAL / 15-2-2021)
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