por Vivian Martínez Tabárez
Hace poco recibí la invitación de la publicación teatral argentina Teatro
situado para grabar en quince segundos unas palabras con motivo del
aniversario del natalicio de Bertolt Brecht, que aparecerán en un audiovisual
que prepara la revista. Una vez más me instaron a pensar en la impronta del
genial teatrista alemán, cuya obra nunca deja de fascinarme.
El 10 de febrero se cumplieron 123 años del nacimiento de un hombre de teatro y de un intelectual que se propuso interpretar la realidad a través del arte. Brecht marcó la escena con su visión materialista y dialéctica, y con su sabiduría para ponerla artísticamente al servicio de la transformación social. Desde muy joven mostró inclinación hacia las artes y notable rebeldía. Jugaba ajedrez y tocaba el laúd. Escribía poemas pornográficos y canciones que él mismo interpretaba acompañado con una guitarra. Fue también narrador y sintetizó sus múltiples intereses artísticos en el teatro, donde fue dramaturgo —o escriba de piezas, como él mismo solía llamarse—, actor y director. Nos dejó varios tomos de su Diario de trabajo y múltiples reflexiones en los valiosísimos Escritos sobre teatro.
A Bertolt Brecht se deben obras imprescindibles del teatro universal.
Con ellas construyó fábulas ubicadas en latitudes y tiempos diversos a modo de
parábolas con las que se empeñaba en mostrar al público las problemáticas
sociales que le aquejaban, e inducirlo a desentrañar sus causas. Su concepción
del mundo estuvo marcada por la influencia de marxistas ortodoxos y de otros
sin partido —él mismo, con ideas y convicciones comunistas, nunca se afilió a
partido alguno—, y su creación de la concepción del teatro épico, en
contraposición al teatro aristotélico, se conformó de manera paralela al
desarrollo de su pensamiento político a lo largo de los años.
Con solo 20 años escribió Baal, una pieza en la cual el
protagonista es un joven poeta amoral y antisocial que llega al asesinato, en
el contexto de una sociedad burguesa hipócrita e inmoral. Poco después
creó La boda de los pequeños burgueses —sobre la cual volvería
en numerosas oportunidades—, Tambores en la noche, Lux in
tenebris, El mendigo o el perro muerto, En la jungla de las ciudades, Un hombre
es un hombre, y Grandeza y decadencia de la ciudad de
Mahagonny, entre otras.
Heredero del expresionismo alemán, pronto le resultaría estrecho. Lo
supera a través de la perspectiva épica y distanciadora que nunca dejó de
replantearse hasta el fin de sus días.
A fines de la década del 20 empieza a escribir las que uno de sus más
agudos estudiosos, el crítico teatral Eric Bentley, calificara de “piezas didácticas”: Los
fusiles de la madre Carrar, Terror y miseria del Tercer Reich, La
ópera de los tres centavos y La excepción y la regla. De
su creación dramatúrgica también resaltan los grandes textos de madurez Galileo
Galilei (escrito entre 1938 y 1939, con versión definitiva en
1955), Madre Coraje y sus hijos (1938-1939), El alma
buena de Se-Chuan (1934‑1940), El señor Puntila y su criado
Matti (1940 o 1941) y El círculo de tiza caucasiano (1945).
Con su dramaturgia, probada por él en la escena, Bertolt Brecht propuso
una estructura en cuadros independientes para romper la continuidad entre las
escenas; una nueva manera de enfrentar los conflictos dramáticos y el trazado
de los personajes, y una forma también novedosa de integrar los diferentes componentes
audiovisuales del lenguaje escénico. Su objetivo era crear un nuevo público
para el teatro, a partir de establecer una relación diferente y mucho más
activa entre actores y espectadores. Para ello propuso el efecto de
distanciamiento que, sin renunciar a la emoción, la transformaba en productiva
al permitirle al espectador analizar las contradicciones sociales en juego y
entender sus causas. En función de lograrlo, introdujo en el lenguaje escénico
recursos diversos como la inserción de canciones que interrumpían un momento
climático de la trama para comentar la acción; carteles que resumían un estado
de cosas; grabaciones que alternaban con la acción en vivo; comentarios de los
actores en proscenio dirigidos al público y en los cuales, momentáneamente, los
personajes adoptaban una posición dual (por un lado, asumían el rol ficcional,
y por otro, eran hombres y mujeres contemporáneos con los espectadores. Todo lo
cual inducía a una postura crítica a partir de movilizar las ideas del público
y sacarlo de su habitual comodidad desde el punto de vista de la recepción.
Asimismo, ideó y ejercitó el gesto social como un ademán capaz de cargar con
posturas y actitudes reveladoras de un clima social.
Brecht defendió como idea esencial que el teatro tenía que generar
pensamiento crítico, sin perder nunca de vista el entretenimiento y la
diversión. Es decir, entendía la manifestación como una experiencia productiva
y gozosa.
Luego de trabajar en varios teatros de Berlín, en 1933, amenazado por
Hitler ya en el poder, debió tomar el camino del exilio. Se abrió así una etapa
muy dura de su vida, en la cual, sin dejar de crear, recorrió Dinamarca,
Suecia, Finlandia, la Unión Soviética y llegó a los Estados Unidos, donde probó
suerte en Hollywood, pero sus guiones no fueron aprobados, y tuvo que salir
huyendo a Suiza perseguido por el Comité de Actividades Antinorteamericanas.
Luego de 15 años de exilio pudo finalmente regresar a Alemania, y se estableció
en la República Democrática Alemana, donde al frente del Berliner Ensemble,
creado por él en 1949 con su mujer, la actriz Helen Weigel, pudo sistematizar y
probar sus teorías y crear un amplio repertorio. Víctima de un ataque cardíaco,
la muerte lo sorprendió en agosto de 1956. Cincuenta y ocho años de vida le
bastaron para marcar un parteaguas en el pensamiento y la práctica teatrales,
con tal alcance que sus ideas permanecen latentes, incorporadas en las
teatralidades contemporáneas y en la proyección de muchos creadores, como un
instrumento imprescindible para el análisis y la creación escénicos.
En Cuba, a lo largo de la Revolución, el público ha podido disfrutar de
las puestas en escena de las obras de Brecht y del contacto con su estética y
su filosofía. Los artistas han incorporado la riqueza conceptual de sus
búsquedas, gracias en primer lugar al maestro Vicente Revuelta, que en fecha
tan temprana como junio de 1959 estrenara El alma buena de Se-Chuan.
Adentrándose en las ideas del alemán, un poco intuitivamente y otro poco a
través del estudio del potencial aporte al proceso social que vivíamos,
Revuelta impuso una perspectiva conscientemente ligada al presente cubano. A
propósito de aquel montaje de El alma buena de Se-Chuan, en una
entrevista a la que vale la pena volver, el maestro Revuelta revelaba veinte
años después la complejidad del proceso, al expresar: “En ese tiempo yo no
tenía la menor noción de lo que era el distanciamiento. No poseíamos un teatro
tan realista ni tan verista. Entonces, ¿cómo pretender un teatro que
reaccionara contra eso?”.[1]
El más activo renovador de nuestra escena —antes, él mismo había contribuido a introducir las teorías stanislavskianas para el trabajo del actor, y más tarde se ocuparía de experimentar con las de Grotowski— asumió los riesgos del debate vivo entre alienación o distancia y entre “enfriamiento” o empleo productivo de la emoción. Esto marcaba las primeras aproximaciones a la obra del escritor y teórico alemán, temas cruciales en el proceso de aprendizaje de una propuesta conceptual profundamente dialéctica, a menudo malentendida como fría y negadora del componente emotivo que había desarrollado Stanislavski.
A la aportación pionera de Vicente se sumaron otros montajes de obras de
Brecht, a cargo de diversos directores latinoamericanos que llegaron a Cuba
atraídos por el nuevo proceso político y social, quienes emprendieron
escenificaciones como la de El círculo de tiza —en la que
Revuelta interpretó magistralmente al juez Azdak, dirigido por el
uruguayo-venezolano Ugo Ulive. Muchas nacieron marcadas por la fidelidad al
libro modelo recogido de la práctica creadora por el Berliner Ensemble,
traspolada mecánicamente al Caribe y desconociendo características de nuestra
idiosincrasia, lo que motivó también desconcierto.
Vicente nunca se alejó de Brecht y de su estudio, y también lideró los
montajes de Los fusiles de la madre Carrar (1960), Madre
Coraje y sus hijos (1961), El alma buena de Se-Chuan (de
nuevo en 1966), una nueva puesta de Madre Coraje y sus hijos (1973), Galileo
Galilei (1974), y en 1985 regresó a esa gran obra desde una postura
muy transgresora, al probarla con actores profesionales y estudiantes de teatro
juntos en la escena con la divisa de “salir al toro” —cada día unos minutos
antes de la función el director asignaba los papeles— y salvar la función.
Uno de los últimos trabajos del gran renovador cubano fue el montaje
de Café Bertolt Brecht, en 1998, que emprendió para cerrar un
taller rodeado de sus discípulos, un amplio grupo de jóvenes estudiantes de teatro.
Creado en las ruinas del patio de la Casona de Línea —sede de un languideciente
Teatro Estudio—, y en estrecho diálogo con la dura realidad del “período
especial”, quienes lo acompañamos seguimos la acción ora estáticos, ora
escoltando personajes entre antorchas encendidas, al atardecer de otro 10 de
febrero, en la que sería una función única para celebrar, con extrema modestia
y enorme devoción, los cien años del natalicio de Brecht.
En sus primeros tiempos de exploración en el contexto campesino y aún
sin contar con una dramaturgia propia, el Teatro Escambray adaptó Los
fusiles de la madre Carrar, en una obra que se llamó Y si fuera así,
creada para debatir con el público —recién acosado por las bandas
contrarrevolucionarias y por el proselitismo de los Testigos de Jehová— la
necesidad ética y patriótica de tomar partido frente a una agresión foránea, y
Brecht les resultó sumamente útil. La mayor ganancia de su legado para el
trabajo de este grupo fue la incorporación de una ética para el acto, heredada
de la noción brechtiana del “actor de la era científica”, que disponía al
artista a no conformarse con ser un mero intérprete, sino que lo preparaba para
ejercer múltiples funciones dentro de la creación colectiva: investigaba la
realidad, proponía soluciones escénicas y defendía sus ideas en diálogo e
intercambio permanente con sus compañeros.
El Teatro Político Bertolt Brecht se fundó para seguir la impronta
brechtiana, y una de sus primeras puestas, en 1971, fue La panadería,
codirigida por el alemán Ulf Keyn y Mario Balmaseda, que había realizado
estudios en el Berliner Ensemble.
Otro director como José Milián se acercó al Brecht más musical para
explorar las posibilidades del cabaret alemán, agudo, satírico y político que
le proporcionaban obras como La ópera de los tres centavos y Grandeza
y decadencia de la ciudad de Mahagonny, y hasta probó fundirlas.
Aún desde el Teatro Buendía, el joven Carlos Celdrán llevó a
escena Baal, un Brecht inusual que le permitía abordar inquietudes
suyas y de las nuevas generaciones sin conceptos prestablecidos. En los
primeros tiempos de Argos Teatro escenificó El alma buena de Se-Chuan,
otro excelente montaje, también directamente conectado con la vida de afuera,
más allá de la ficción escénica. Hoy por hoy, un discípulo de Vicente Revuelta,
el también actor Alexis Díaz de Villegas, líder de Impulso Teatro, es el más
fiel director del repertorio brechtiano entre nosotros.
Partícipe de aquella experiencia única de celebración del centenario, en
la que interpretaba a Segismundo, entre otros roles, y de El alma buena
Se-Chuan, de Argos, Alexis ha liderado las puestas en escena de El
mendigo y el perro muerto, Balada del pobre Bertolt Brecht y
una muy cercana de La excepción y la regla, cuya temporada
interrumpió la pandemia el año pasado. Espero volverla a ver pronto, para que
Brecht renazca nuevamente y nos sacuda otra vez, para decirnos que no es
posible la justicia en un mundo lleno de desigualdades sociales.
Nota:
[1] Carlos Espinosa Domínguez: “Ha sido montando a Brecht donde mejor he aprendido el marxismo”, entrevista a Vicente Revuelta, El Caimán Barbudo, La Habana, enero de 1978.
(laJiribilla / Revista de cultura cubana / enero-febrero 2021)
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