por Viviana Negredo
Nacido en Rocha pero establecido en
Maldonado, Gonzalo Fonseca es un creador inquieto y audaz, que se enfrenta a la
poesía con una variedad de recursos, a veces contradictorios, que se concretan
en unos artefactos poéticos muy singulares.
‘Música para
desarmaderos’ es el flamante libro de Fonseca, que ha salido al ruedo de la
mano de la editorial civiles iletrados, una incansable factoría de obras y de
autores que con arrojo y entereza dirige el también poeta Luis Pereira Severo.
Sobre ‘Música…’ pero también sobre el oficio (y la necesidad) de escribir
poesía, los materiales de que dispone el poeta y otros asuntos afines, dialogó
HOY CANELONES con Gonzalo Fonseca.
¿Por qué la insistencia en escribir
poesía?
Debo conjeturar, como
indica (Alfredo) Fressia, que uno escribe poesía para no enloquecer. El mundo
no es un lecho de pétalos de rosas, precisamente, y uno desarrolla anticuerpos
contra muchos infortunios: utiliza algunas herramientas que lo ayudan a paliar
los temporales mentales, las pérdidas, pero, a la misma vez, es una monomanía
propia seguir insistiendo en esa calaña poética con irrigaciones lúdicas y
sondeos en la lengua. Las palabras que vas tramando tanto en un papel
cualquiera como en un archivo digital son el artilugio cinético de la memoria
personal. Antes de que todo caiga en el más profundo de los olvidos –tanto para
mí como sujeto, como para un reducido colectivo contemporáneo–, insisto en
susurrar con Artaud que la fantasía es la realidad y que la imaginación es la
verdad. A medida que pasan los años vas desertando de algunas cosas: por
desencanto, por convencimiento o por estricta imposibilidad. A la misma vez, te
aferras a algún aparejo que te permita tantear la chaura y transferir la pesca,
la precedente a tu existencia y lo que observaste en la tuya. El lenguaje
poético no es casto: en su manufactura se sufre. Yo no busco un sumario de
sofisticación angelical; escribo desde ese punto de vista definitivamente
personal para que prorrumpa lo que pobremente puedo remediar de manera
tautológica: se escribe poesía porque no se puede no hacerlo.
¿Es cierto que a los poetas solo los
leen otros poetas?
Así presumo. Dicen que eso les ocurre a todos quienes pastan en ese ejido. El
verdadero decano y menos leído de los géneros siempre pelea puestos de
descenso. Es como un juego de unos cuantos pocos devotos: los mismos poetas y
pequeños círculos concéntricos de incondicionales; barras intrépidas muchas
veces congruentes. La poesía con valor de mercado no existe. Leí alguna vez por
ahí, que de manera casi absoluta, la única poesía que ha triunfado es aquella
de expresión mimética y pautas retóricas convencionales. Horacio Oliveira,
desde el ‘Rayuela’, de (Julio) Cortázar, nos dice que luego de la Segunda
Guerra Mundial “quedan poetas, nadie lo niega, pero no los lee nadie”.
Hábleme del vínculo entre su lugar de
origen (Rocha) y su lugar de radicación (Maldonado), con el asunto de su
poesía…
Vuelvo a Fressia, que
atestigua que uno no escribe poesía en una ciudad geográfica sino mental y dice
también que aunque uno la evite, la biografía entra insidiosamente en la obra
que uno va creando. Tengo un fuerte arraigo con esas dos patrias que antes
fueron una sola; la ciudad (San Fernando de Maldonado) como cabeza de
jurisdicción de un departamento que contenía las villas y partidos de Minas,
San Carlos, Rocha y Santa Teresa, un fenomenal espacio que se saldó con la ley
de segregación del siglo XIX. Mi niñez transcurrió en el departamento de Rocha
(casi exclusivamente en La Paloma, con viajes ocasionales a la capital y al
norte, a Lascano, donde vivían mis tíos y mis abuelos paternos). Esa
inabarcable geografía y una entrañable fauna humana en las circunstancias más que
difíciles de los años setenta, subsisten en mi memoria como retratos muchas
veces escarchados y otras muchas veces como movimientos parsimoniosos en un
tiempo que alternaba despreocupación infantil, escuela, aprendizaje,
crecimiento, con la horripilación de una dictadura que encarcelaba y torturaba
a mi padre y nos dejaba al abrigo de mi madre, tenaz y sacrificada, en ese
preciso entorno, a cargo de tres hijos chicos. Placidez con intervalos de
desasosiego. Nos trasladamos con mis padres y mis hermanas a Maldonado a fines
de 1977. El desarraigo del mundo conocido, los cambios que implicaban salir de
un pequeño puerto balneario a una ciudad que crecía al ritmo del boom de la
construcción, de forma desaforada, sumado al conflicto adolescente; todo ese
crecimiento aportó justificaciones para las primeras líneas escritas. Del país
de Rocha traía una mochila llena de melodías ensambladas por compositores y
poetas conocidos, cercanos. En este país de Maldonado fui descubriendo,
despaciosamente, otro hablar, nuevas cartografías, nuevos músicos, escritores,
pintores, artesanos, intérpretes y ejecutantes de artes populares varios. Los
años trajeron amistades, afectos, pasiones, responsabilidades, hijos,
raigambre. Tímidamente he tratado de apiñar esas dos patrias en capítulos
garabateados, saltando de una a la otra sin diferenciar entre la visión
imaginaria y lo efectivamente real. No tengo idea si se nota. Pero persisto.
¿Cómo fue el proceso de ‘Música para
desarmaderos’? ¿Latía un libro al escribir los poemas, fue un rejunte o qué?
Latía un libro primario que estuvo a punto, pronto y editado y que comprendía
exclusivamente ‘Endechas del volante creativo y otros relatos implacables’, con
muchas ilustraciones de Álvaro Ardao, de cartas que intercambiábamos con él. Una
lindísima edición que por distintas circunstancias no se terminaba de
concretar. Como la cosa se dilataba fui pensando, entonces, un libro más
extenso que incluyera otros contenidos, con diferentes lenguajes y otras formas
específicas pero sin perder la conexión. Como Gabriel Di Leone –que es el viejo
sabio de la tribu, el pastor director técnico en estas tenidas– dio su visto
bueno, a esas ‘Endechas’ le agregamos tres partes más: ‘Tango’, ‘Talante Dadá’
y ‘Desarmadero’ y un poema perdido (por sugerencia del amigo y prologuista
Fernández de Palleja). Si a esto le sumamos que el libro cuenta con una
plaqueta verbovisiva, intervención artística de ‘Talante Dadá’, del gran Juan
Ángel Italiano, ese latido primario fue mucho más allá de aquel proyecto inicial.
El libro tiene todo un elemento gráfico
que lo integra, no como un anexo: hablo de las fotografías. Son imágenes que le
dan un elemento de bienvenido extrañamiento a los poemas, sin referirlos
directamente. ¿Cómo llegó a eso?
Bueno, algo de los simbolistas, una pizca de los estridentistas, un grano de
idea sinfónica, la unión inesperada de imágenes y palabras: el texto dialoga
con otras formas de expresión. En este caso es la fotografía que se lía con la
palabra en relación con las determinaciones de la realidad y con las funciones
simbólicas del lenguaje. Siempre me plantee jugar no solamente con el texto
pelado. En el anterior libro también había fotografías. La idea de que el
artista fotógrafo –en este caso Servando Valero, que ya había sido el autor de
la tapa de mi primer minilibro hace años– desentrañara el concepto general para
luego afirmar la autonomía del imaginario de lo que recibe el lector-veedor
como sujeto, siempre estuvo dentro de mi imaginario. Ese “bienvenido
extrañamiento” existe como una picardía; el canje de imágenes aleatorias
presentes por una descarga de otras imágenes personales ausentes. Esa unión
inopinada de iconografías y letras debería dar paso al ejercicio imaginante, a
la percepción, a la remembranza, a la estampa familiar, a la querencia, a la
resonancia, a la música de los colores y las formas. Digo yo, no sé.
Un poema
La chica de la calle
Ituzaingó aja una hebra.
Por la quinta avenida
bienoliente
alguien no muy
sensato
pregunta por Rusia.
Un auto le tira un finito.
Por la avenida
Artigas dos puntos charlan sobre un concurso.
Un camión los llena
de tizne.
La ración de decencia
no tapa las malas noticias.
Comienza Subrayado.
Gonzalo Fonseca
(HOY CANELONES / 11-2-2021)
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