por Carlos Javier González Serrano
Germaine Necker (1766-1817) fue
una niña precoz que deslumbró desde muy pronto a familiares y amigos por sus
atrevidas intervenciones en tertulias en las que participaba el más alto copete
de las luces francesas: Diderot, Helvétius, Mably o
D’Alambert. Años más tarde, cuando una de sus obras más celebradas por el
incipiente movimiento romántico francés era prohibida por el mismísimo Napoleón, sería considerada
como la intelectual que llevó a cabo la unión entre la razón
ilustrada y la atronadora fuerza que comenzaba a cobrar el sentimiento. Una
fusión en la que las ideas de Voltaire y D’Alambert quedaban fusionadas con el
núcleo de los escritos de Rousseau.
Germaine Necker, más conocida
como Madame de Staël por su matrimonio con el embajador
de Suecia en Francia, fue mujer de carácter difícil e imponente. Sabedora
de que el barón de Staël suponía un impedimento para la consecución de su
felicidad, y si tenemos en cuenta que el marido doblaba en edad a la joven
Germain –además de que el matrimonio fue casi una imposición de los padres de esta–
nuestra protagonista no tuvo reparos en mantener numerosas relaciones
extraconyugales en las que el propio barón nunca se inmiscuyó. Con estas
palabras se refería Madame de Staël al que fuera su primer marido:
“perfectamente honesto, incapaz de decir o hacer tonterías, mas estéril y sin
nervio: si no me hace infeliz, es porque no osa inmiscuirse en mi felicidad”.
Su pasión (en un sentido amplio), la fortaleza de ánimo y una gran honestidad y
altura intelectual fueron notas que siempre acompañaron a Germaine.
Hoy, quien aspire a destacar tendrá que enfrentarse
al amor propio de los demás, y le amenazarán con pasarle el rasero cada vez que
suba un peldaño por encima de los demás. […] Los acontecimientos son sólo la
superficie de la vida: su verdadera fuente se encuentra por entero en los
sentimientos (De la influencia de las pasiones).
Muy cercana a los ecos prerrománticos
alemanes que se dejaban apenas escuchar en Francia (Novalis, los hermanos
Schlegel, Schiller, Tieck o Wackenroder), Germaine fue al principio una
declarada admiradora de los ideales revolucionarios franceses –a pesar de su
noble origen–. Sin embargo, tras los acontecimientos provocados por la
imposición del Terror en París, y como partidaria de la monarquía
constitucional, se vio obligada a optar por el exilio en 1792. A este
desencanto se sumó otro aún si cabe mayor. Su lucha en defensa de los
derechos de la mujer, por cuya promoción velaba en apariencia la
Revolución, no hizo sino invertir finalmente el proceso: a excepción de la
reina (a quien incluso Germaine intentó librar de la guillotina mediante la
publicación de un breve escrito), los hombres continuaban ocupando los puestos
de importancia en el poder y la mujer seguía quedando relegada a cumplir con
las tareas propias del hogar. De ahí que esta decidida autora decidiera llamar
a la revolución, si bien femenina, presidida por un entusiasmo muy particular:
El verdadero entusiasmo debe formar parte de la
razón, pues él le insufla el calor que la engrandece. […] Cuando se dice que la
razón y el entusiasmo son incompatibles, es porque se confunde la razón con el
cálculo, y el entusiasmo con la locura. Hay razón en el entusiasmo, y
entusiasmo en la razón, siempre y cuando tanto la una como el otro surjan de
forma natural (Reflexiones sobre el suicidio).
Madame de Staël ocupa una posición
singular en el contexto en que vive: lejos de quedar rendida ante la
desesperanza que emanaba de aquellas circunstancias, y al contrario que otras
personalidades impregnadas del espíritu romántico, Germaine siempre luchó por
defender una actitud emprendedora y entusiasta,
heredada muy seguramente de la educación que le proporcionaron sus
progenitores. Jacques Necker, su padre, llegó a ejercer como ministro de
finanzas de Luis XVI, puesto del que fue destituido en una primera ocasión por haberse
atrevido a denunciar el despilfarro de la Corte; más tarde volverá a ser
llamado por el monarca para intentar recuperar el enfermizo estado de la
economía francesa, pero ya era demasiado tarde. Una relación, la que mantuvo
Germaine con su padre, atravesada por la idolatría. La joven Necker llegó a
asegurar que la “gran tragedia” de su vida fue no haber encontrado un hombre
como su padre y no haber podido casarse con él. En los años finales de su vida
confesaba a Chateaubriand: “Siempre he sido la misma:
alegre y triste; he amado a Dios, a mi padre y la libertad”.
Fruto de este colosal pero
siempre razonable –y razonado– amor por la libertad nació una de sus obras
fundamentales, editada excelentemente por Arpa y traducida
por vez primera al español de manera intachable y laudable por Xavier
Roca-Ferrer: las Consideraciones sobre la
Revolución francesa. Y es que, salvando la indudable
calidad de las novelas más célebres de Madame de Staël, quizás sean
estas Consideraciones su obra cumbre. En ella puso su
espíritu, su alma, su entusiasmo por ver, vivir y forjar un mundo más justo.
Como apunta atinadamente Roca-Ferrer en su muy completo estudio introductorio,
“Las Considérations fueron un libro a la vez teórico y
práctico, concebido para hacer reflexionar a los franceses sobre su propio
futuro. Fiel a la idea de que la historia es una magistra vitae, sus mejores páginas no deben hacernos
olvidar que la elocuencia […] tiene por objeto principal hacer triunfar un
pensamiento político coherente”.
A lo largo de todo el volumen, de tan
agradable como enriquecedora lectura, Madame de Staël abogó por la defensa
de una premisa irrevocable: la libertad era la única vía
posible para obtener la felicidad –tanto en el ámbito político
como en el personal–. Sin embargo, y como cabía esperar, no faltaron tampoco
los comentarios en su contra: el mismísimo Heinrich Heine,
poeta y ensayista de fama inmortal, aseguraba que las convicciones liberales de
Germaine se debían a un rechazo amoroso por parte de Napoleón; desde esta
perspectiva, sus escritos contra el emperador no serían más que el producto de
una mujer despechada, y así lo explica Heine en sus Confesiones: “cuando la buena señora se dio cuenta de
que no conseguía nada con toda su persistencia, hizo lo que las mujeres suelen
hacer en tales casos: se declaró en contra del Emperador. Expuso toda clase de
razones contra su gobierno brutal y poco galante, y lo hizo durante tanto
tiempo que la policía le dio la despedida”. Aunque, debemos decir, puede que
Heine sólo muestre a través de tales comentarios una desleal envidia por
el éxito cosechado por una mujer de tan sobresalientes facultades y tan
eminentes sentimientos, como se muestra en este texto en De la influencia de las pasiones:
Un solo sentimiento puede servirnos
de guía en cualquier situación; uno sólo basta para todas las circunstancias:
la piedad. ¿Existe acaso otra disposición más eficaz para soportar a los demás
o a nosotros mismos? El espíritu observador que posee la suficiente fuerza como
para juzgarse descubre en sí mismo la fuente de todos sus errores. Todo el
hombre está en cada hombre. […] Es tal identidad que alcanzamos con quien sufre
que quienes logran destruirla adquieren a menudo una suerte de dureza para con
ellos mismos que, en cierta manera, les priva de todo cuanto podrían esperar de
la piedad de los demás.
Si eludimos este tipo de historias
más o menos íntimas y del todo truculentas, podemos aún acudir a otra también
interesante si bien, esta vez, es de conocimiento público: la joven Germaine había situado grandes esperanzas en el
imponente Napoleón, que al principio, como es sabido, fue erigido
como la cabeza visible de los ideales revolucionarios. Con el paso del tiempo
este general corso que a todos ilusionaba con sus aires renovadores comenzó a
causar una notable desazón: no se trataba más que de una sombra del que en otro
tiempo fue, alguien que ocultaba intenciones absolutistas y ambiciones
desmedidas de poder, que dieron como resultado la imposición de un nuevo
imperio. Es en este contexto en el que damos con una Madame de
Staël decepcionada por la despótica actitud de Napoleón.
Cuando este tuvo noticia de que nuestra heroína celebraba reuniones y tertulias
políticas en las que participaban los mayores detractores del corso, no tuvo
más remedio que eliminar aquel foco de potencial insurrección, enviando a
Germaine al exilio.
De esta huida forzosa surgieron
viajes extremadamente útiles para formar definitivamente la personalidad y la
obra de nuestra protagonista. De tales experiencias por Europa
nació la especial vinculación que observamos en sus escritos entre el
Romanticismo y el cosmopolitismo europeo, más propio de movimientos ilustrados.
De singular importancia fue su estancia en Alemania, donde descubrió la
verdadera “región del alma”; frente al materialismo de la corte imperial
francesa, el espíritu alemán simbolizaba para Germaine “el ideal de toda
magnificencia” –en contra de lo que por entonces ocurría en Francia, inundada
de guerras intestinas por alcanzar el poder–. De tal germanofilia nació
uno de sus escritos más celebrados, De l’Allemagne… pero
Napoleón vigilaba de cerca: el emperador ordenó quemar la totalidad de la
edición (más de diez mil ejemplares), aunque fue publicada tres años más tarde
en Londres gracias a que el manuscrito fue sorprendentemente salvado. El
propio Goethe escribió sobre De l’Allemagne que “debe considerarse como un arma
poderosa que inmediatamente abrió amplia brecha en la muralla de China de
anticuados perjuicios que nos separaba de Francia, haciendo que, por fin,
allende el Rin y luego allende el canal, estuviesen más al tanto de nosotros,
con lo que salimos ganando nada menos que en poder ejercer un vivo influjo
sobre nuestro entorno del occidente europeo”.
Germaine se convirtió en todo un
símbolo del antibonapartismo, de la brutalidad y ferocidad emanada de la
última etapa de gobierno de Napoleón, y, como sugiere Roca-Ferrer, en la
“exiliada por antonomasia, la prueba viviente de la crueldad de su imperial
verdugo”. En estas Consideraciones leemos palabras inmortales en defensa de la
libertad y del libre desarrollo de las propias capacidades,
además de un pormenorizado pero muy ameno análisis histórico, político y social
de uno de los períodos más turbulentos e intensos de la historia de los hechos
humanos, la Revolución francesa. El objetivo de esta excepcional mujer no era
otro que el de aunar el derecho a la pasión con el de la mencionada libertad,
“un derecho que entiende constantemente torpedeado por hombres sin imaginación
y en exceso sometidos a las convenciones y a los prejuicios sociales” –suscribe
Roca-Ferrer–.
De una punta a otra del mundo, los
amigos de la libertad se comunican gracias a las luces, del mismo modo que los
hombres religiosos lo hacen a través de los sentimientos […]. Parece indudable
que las luces son imprescindibles para elevarse por encima de los prejuicios:
son ellas las que hacen palpitar el corazón como el amor o la amistad. Proceden
de la naturaleza y ennoblecen nuestro carácter. Se diría que un sinfín de
virtudes e ideas forman la cadena de oro descrita por Homero que, al vincular
el hombre al cielo, lo libera de los grilletes de la tiranía.
Una personalidad extraordinaria para su
tiempo, cuya obra ilustra como pocas el paso del siglo XVIII al XIX, del
enciclopedismo ilustrado y el racionalismo al romanticismo como actitud vital,
preparando el camino para poetas posteriores como Baudelaire o para el
surrealismo de Rimbaud. Sólo una fue su máxima, que cumplió a rajatabla hasta
el final de sus días: “hemos de aspirar a todo cuanto depende de nosotros”,
guiados por la pasión y la consciencia de nuestra libertad y la de nuestros
semejantes.
Nada hay más penoso que el instante que sucede a la emoción: el vacío que deja tras sí nos causa una mayor infelicidad que la privación misma del objeto cuyo deseo nos excitaba. Lo más difícil de soportar para un jugador no es haber perdido, sino dejar de jugar (De la influencia de las pasiones).
(El vuelo de la lechuza / 4-3-2017)
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