domingo

ANATOMÍA DEL CIRCO ROMANO: LA DOLCE VITA, DE FEDERICO FELLINI

 

por Juan Carlos González A.

 

Un rostro absolutamente común

 

A veces una película gesta a un actor: Marcello Vincenzo Domenico Mastrojanni había nacido el 28 de septiembre de 1923 en Fontana Liri, pero nació para el cine mundial en la Roma de 1960 gracias a Federico Fellini y La dolce vita. Obviamente este no fue su primer papel en el celuloide, pues en los años cuarenta este agrimensor había participado como extra en varios roles, y en 1948 se uniría a la Compañía de Teatro Quirino, que dirigía un joven magnate de origen aristocrático llamado Luchino Visconti, Conde de Modrone. Combinando su trabajo en cine y teatro –donde incluso fue compañero de labores de Giulieta Masina, esposa de Fellini– Mastroianni ganó una merecida fama local acrecentada por su papel en Noches blancas (Le notti bianche, 1957), pero la decisión de Fellini de incluirlo en La dolce vita lo puso para siempre en la mira de la comunidad fílmica universal.

Incluso con su propio nombre se bautizó al personaje protagónico de ese filme. Ya acá Fellini no prolongaría la saga del Moraldo de Los inútiles (I vitelloni, 1953), un joven recién llegado a Roma para buscarse la vida, sino que nos contaría la historia de un hombre de más edad, Marcello Rubini, periodista de profesión. Cuando el guion todavía estaba en proceso Fellini supo que no quería que ningún otro actor distinto a Mastroianni interpretara el papel. El recordado maestro de Rimini confesó que se decidió por él debido a su rostro absolutamente común, y ese rostro común encarnó a partir de ahí a una generación que, como la de los años sesenta, pretendía un rompimiento con todas las estructuras previas.

 

En su libro de memorias Sí, ya me acuerdo…, Mastroianni evoca con humor el primer encuentro entre ambos que tuvo lugar en la playa de Fregene, donde el director tenía una villa:

“Naturalmente, yo estaba muy excitado. Y Fellini, con aquel aire de encantador de serpientes, aquella vocecilla que sonaba como una flauta mágica, exclamó de inmediato:

—¡Ooooh, mi querido Marcellino! (Siempre utilizaba diminutivos, en mi opinión porqué le servían también para mantenerse “calmado”.) Querido Marcellino, me alegro mucho de verte. Tengo un proyecto para rodar una película; el productor es Dino De Laurentiis. De Laurentiis quisiera a Paul Newman para el papel de protagonista. Ahora bien, Paul Newman es un gran actor, una estrella, desde luego, pero es demasiado importante. A mí me sirve una cara cualquiera.

Yo no me sentí en absoluto vejado.

—Muy bien, arreglado. La cara cualquiera soy yo.

—Pues sí, porque el personaje es una especie de mariposón. No tiene que tener la personalidad de Paul Newman” (1).

Era el gracioso inicio de una amistad profesional que se extendería a otras tres películas dispersas a lo largo de más de veinticinco años: 8 ½ (1963), La ciudad de las mujeres (La città delle donne, 1980) y Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1986). 


Todos los caminos conducen hacia ella


La dolce vita responde a un momento concreto de la realidad europea que incluía la revolución sexual, el derrumbe de los mitos morales, sociales y políticos –al parecer imbatibles– mientras reflejaba a su vez un estilo de vida disoluto, banal, de poco compromiso, que Fellini captó con facilidad: Roma se estaba volviendo un polo de atracción de los cineastas mundiales (como “Hollywood en el Tiber” se conoció a esa época), y sus calles y cafés se vistieron entonces de moda, estrellas, glamour, chismes y escándalos. Marcello interpreta a Marcello Rubini, un periodista de farándula que quisiera escribir algo serio pero que termina siendo el catalizador, anfitrión y testigo de una serie de aventuras nocturnas por una Roma frívola, despreocupada y borracha. Rodeado de fotógrafos, la vida de este hombre –y por ende la de la ciudad– es la del cine, los escándalos, las starlets en vacaciones y los monarcas en decadente exilio que transitan por Roma para confluir todos en la famosa Via Veneto, que se extiende desde la Plaza Barberini hasta la muralla de Porta Pinciana. A lo largo de la calle se agolpan hoteles, restaurantes y numerosos cafés con sus mesas y sombrillas, y en ellos hierve la vida mundana dispuesta a observar y –sobre todo– a ser observada y fotografiada por nubes de reporteros gráficos ansiosos de una primicia rosa.

 

Habiendo sido testigos de todo esto y tomando elementos de sus guiones no filmados (como Viaje con Anita y Moraldo en la ciudad), Fellini y sus colaboradores,Tullio Pinelli y Ennio Flaiano, fueron dando cuerpo lentamente –a mediados de 1958– a La dolce vita, inicialmente como una prolongación de la mencionada historia de Moraldo, protagonista de Los inútiles, quien llega a la ciudad desde la provincia con intenciones de ser periodista. Dos de las principales fuentes de Fellini para intentar comprender la mecánica del ambiente del lugar fueron dos fotógrafos, Tazio Secchiaroli y Pierluigi Praturlon, quienes le revelaron varios secretos de su oficio y rememoraron para él algunos movidos escándalos. El director decidió por eso que su Moraldo trabajaría con un fotógrafo.

Pero a medida que avanzaba la escritura el personaje empezó a hacerse mayor, con más mundo, menos ingenuo. Los aspectos provincianos de la historia original de Moraldo ya no parecían encajar en esta nueva Roma. En la cabeza de Fellini se instaló la imagen de Mastroianni como actor del filme y con esa idea el personaje no sólo cambió de nombre sino además de actitud. Su idealismo fue reemplazado por una actitud descreída y ausente. A él le acompaña un fotógrafo que decidieron llamar Paparazzo –nombre que o bien aparece en el libreto de una ignota ópera o fue sacado de un personaje de una novela de George Gissing– sin saber que con ese apelativo harían historia y bautizarían a todo un estilo de fotorreportería. Se pensó ubicar la historia en un festival fílmico, pero se decidieron por la Via Veneto, una pasarela casi de iguales características antropológicas y que para la ocasión sería visitada por una gran estrella de cine, interpretada por la voluptuosa sueca Anita Ekberg, cuya imagen casi inverosímil Fellini había descubierto en una revista norteamericana y que había saltado a los titulares cuando en el verano de 1957 se zambulló en la Fuente de Trevi en compañía del fotógrafo Praturlon, quien realizó un completo fotorreportaje del suceso. Contando también con la ayuda del escritor Brunello Rondi se irían sumando al guion situaciones y anécdotas, algunas ficticias, otras correspondiendo a sonoros y trágicos escándalos, para ir conformando un fresco entre vital y pesimista de la vida moderna.

La filmación se inició el 16 de marzo de 1959 en el Estudio 14 de Cinecittà, luego de un largo y difícil proceso que incluyó cambiar de productor: tras una fuerte discusión con Dino De Laurentiis, que había adelantado cien mil dólares para la preproducción, pero que insistía en Paul Newman para el rol principal e hizo que tres críticos (incluido Luigi Chiarini) evaluaran el guión, para concluir que el relato era débil, Fellini –envalentonado por el éxito que había obtenido con Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957)– escuchó ofertas y firmó un contrato con el acaudalado Angelo Rizzoli y su representante, Guiseppe Amato, en octubre de 1958. A De Laurentiis se le reembolsaría su dinero, mientras Fellini recibiría cincuenta mil dólares y un porcentaje de las ganancias del filme. Se concretó la participación de Anita Ekberg, a quién Fellini contactó en Londres, Anouk Aimée, Yvonne Furneaux y Lex Barker, mientras se desechaba la participación de Luise Rainer, Silvana Mangano, Maurice Chevalier y Henry Fonda.

Figura clave en este momento fue Piero Gherardi en el diseño de vestuario y en la escenografía del filme, compuesta por dieciocho platós, incluyendo un club nocturno en las Termas de Caracalla, una escalinata en espiral que sube hasta la cúpula de la basílica de San Pedro y una reconstrucción en estudio de la Via Veneto, requerida cuando las multitudes curiosas hicieron imposible filmar en la locación, lo que aumentó tanto los costos de producción, que Fellini se vio obligado a ceder parte de las futuras ganancias. Es de anotar que a partir de esta película es cada vez mayor la dependencia de Fellini por las escenografías en estudio, lo que le permite construir a su amaño lugares a la medida de sus fantasías. Nino Rota en la musicalización y Otello Martelli en la cinematografía completaron su habitual y confiable equipo de trabajo.

Sobre la filmación recordaba Mastroianni: “[Fue] quizá el período más hermoso no sólo de mi vida de actor sino también de mi vida de hombre. Sobre aquella gran balsa, dando bandazos de un lado a otro, siempre inmersos en un clima tan festivo; porque con Fellini no había momentos de dramatismo, aparte de alguno que otro problema por falta de dinero o de algo que no llegaba a tiempo para rodar una escena. Para él, hacer cine siempre fue un juego, una fiesta, una fiesta continua” (2).

El rodaje concluyó a finales de agosto de 1959, tras un arduo trabajo de exteriores –incluyendo filmar en el castillo de Bassano di Sutri y en una gélida Fuente de Trevi– y, claro, en estudio.


Las trampas existenciales


Originalísima, episódica y laberíntica, La dolce vita es una representación alucinatoria de la vida moderna en la que se juega con la idea de Roma como un lugar de sexo y decadencia. El filme funciona como una bisagra entre su obra previa y la que vendrá: la bondad y pureza de los personajes de las películas anteriores de Fellini ya no existen aquí, han sido reemplazadas por una visión irónica, de algún modo autobiográfica, de un estado de ebriedad social que echó por tierra la imagen del ser y el obrar italianos que el neorrealismo había exaltado, y que implicará para Fellini jugar y experimentar con la narrativa y empezar a encerrarse en un universo introspectivo que va a terminar por invadir su cine posterior. Empezaban a cobrar más fuerzas las imágenes y lo que estas simbolizaban en términos de representación, alegoría y ritmo, antes que depender de una estructura argumental convencional donde la continuidad y las relaciones de causa-efecto fuesen centrales. En palabras de su autor: “Así que dije, inventemos episodios, no nos preocupemos por ahora por la lógica o la narrativa. Tenemos que hacer una estatua, romperla y recomponer las piezas. O mejor aún, ensayar una descomposición a la manera de Picasso. El cine es narrativo en un sentido del siglo XIX: ahora tratemos de hacer algo diferente” (3).

Pero este proceso aún está anunciándose. Es por eso que Fellini, conmovido todavía aquí por sus personajes, les aporta una vitalidad, una calidez y una humanidad que le impide ser tan crítico y ejemplarizante como cierta parte de la sociedad hubiera querido, y a la vez no ser tan distante y caprichoso como veremos en el cine que saldrá de sus manos a partir de ahora. Lo que hace a La dolce vita especial es el genio del director, que aunque no ahorró esfuerzos para caricaturizar una realidad que le preocupaba y le dolía –véase a la nube patética de fotógrafos sedientos de exclusivas, el desborde mediático desencadenado por una supuesta aparición mariana a dos niños, o el espectáculo decadente de la fiesta de los aristócratas– también fue lo suficientemente justo como para dotar de humanidad a los protagonistas de este filme complejo y alucinante, donde los personajes aparecen, son utilizados y desaparecen. Marcello, Steiner, Sylvia, Maddalena, Emma o Paola son prototipos de seres humanos reales y concretos que Fellini había visto y tocado. Por eso los sentimos cercanos, creíbles y palpables. Nos duele su situación, nos preocupa su manera escapista y vana de afrontar el mundo. Pero los dejamos ser y caer, no podemos hacer nada por ellos.

Desde el momento de su estreno en Roma, el 3 de febrero de 1960, y en Milán, dos días más tarde, La dolce vita desencadenó una enorme polémica social y religiosa, y hasta fue prohibida por el Centro Cinematográfico Católico, considerándola vedada para todos los públicos (4). El milagro económico italiano de la posguerra se retrataba –según los detractores de Fellini– como algo vacuo, superficial y materialista, lo que le hacía daño a una imagen que Italia se preocupaba por cultivar. La crítica empezó además a buscarle símbolos absurdos o coincidencias esotéricas por todos los flancos, vinculando las siete secuencias en que se divide (artificialmente) la película con el libro del “Apocalipsis”, los siete pecados capitales y con La divina comedia. Fellini afirmaba que si la película tenía un significado éste había surgido por sí mismo y que él no lo había buscado. Lo que los detractores no vieron fue que la película era en realidad un gran cuadro social –duro y atemorizador por momentos– pero así mismo revelador y aleccionador en la mayoría de sus pasajes. A pesar de la tormenta de opiniones –o debido a ella– la película fue un enorme éxito en las taquillas italianas y se trajo a casa la Palma de Oro del Festival de Cannes, otorgada por un jurado presidido en esa ocasión por Georges Simenon. También obtuvo, en manos de Piero Gherardi, el premio Óscar al mejor vestuario para una película en blanco y negro.

Ahora podemos ver el filme como un documento de una época lejana, pero en el momento de su estreno La dolce vita causó gran revuelo, tal como ocurre cuando alguien se atreve a hablar de frente y sin metáforas. La orden expresa emanada de Roma, que impedía que los católicos vieran este filme, es un buen reflejo de la sociedad en la que está película se gestó y a la que así mismo pretendía criticar. La actitud miope de los cardenales, la aristocracia y la derecha italiana no pudo leer entre líneas que, en La dolce vita, Fellini subraya ante todo una búsqueda espiritual del sentido de la existencia, de la gracia y el perdón. Marcello Mastroianni construye un personaje que es básicamente un observador cansado y aturdido, incapaz incluso ya de ver a la mujer que lo ama: su actitud a lo largo del filme es la de un hombre desasosegado que aún no logra encontrar lo que está buscando y que es, ante todo, sentido a su vida, enfrentado a un enorme vacío moral que lo ha dejado sin paz y sin horizontes. A pesar de sentirse tan atraído por el oropel de las mujeres, el sexo y la fama, nada de lo que hay a su alrededor lo llena, lo complace o lo satisface. La religión no le ofrece tampoco respuesta alguna. Marcello daría lo que fuera por poder comunicarse y relacionarse mejor con su padre, haría lo que fuera por tener una familia como la de su amigo Steiner, dejaría lo que fuera por poder realizarse como escritor.

En esa búsqueda existencial Marcello cae una y otra vez en una serie de trampas que no son otra cosa que golpes vitales que van poco a poco alejándolo de una improbable redención social y personal. El suicidio de Steiner, que él ve como una traición a unos ideales personales e intelectuales ejemplarizantes que hubiera querido imitar, lo acaba de lanzar a una espiral de decadencia y de disolución que Fellini no se atreve a decirnos si tendrá fin. Al final de una larga juerga termina en la playa, junto al mar. A lo lejos Paola –ese ángel adolescente– le habla y lo invita a huir de ese mundo vacuo. Pero él –ebrio, cansado, decepcionado– no la escucha, no se detiene, no se salva. Marcello –el actor– se muestra impasible, concentrado en un personaje que le atrae y le atormenta. Marcello –el personaje– no alcanza a reconocer en ese candor el bálsamo que requiere para aliviar aunque sea en parte su alma hastiada y herida. Se despide de ella y de nosotros en esa playa y alcanzamos a sentir que todavía esta muy lejos de encontrar respuestas y que primero tiene que reconciliarse con él mismo. Fellini, cansado de tanta vida seca y estéril, nos dice adiós con un primer plano del rostro fresco de Paola. Se lo agradecemos.


The End


Con la venia de los lectores voy a rematar este texto con unas palabras del crítico norteamericano Roger Ebert sobre este filme, que sirven como preciso y oportuno colofón para una película que es ante todo una experiencia humana, tan subjetiva que el propio tiempo se encarga de modificarla ante nuestros ojos:

“Las películas no cambian, pero sus espectadores sí. Cuando vi La dolce vita en 1960 yo era un adolescente para el cual la película representaba todo lo que soñaba: pecado, glamour europeo exótico, el gastado romance de un periodista cínico. Cuando la vi otra vez, alrededor de 1970, yo estaba viviendo en una versión del mundo de Marcello: la Avenida Norte de Chicago no era la Via Veneto, pero sus habitantes eran tan coloridos y yo tenía más o menos la edad de Marcello. Cuando vi la película alrededor de 1980 Marcello tenía la misma edad, pero yo era diez años mayor, había dejado de beber y lo vi no como un rol modelo sino como una víctima, condenado a una búsqueda eterna de felicidad que nunca podría encontrar, por lo menos no de esa forma. En 1991, cuando analicé el filme cuadro a cuadro en la Universidad de Colorado, Marcello me pareció aún más joven y yo que una vez lo admiré y luego lo critiqué, ahora me compadecía de él y llegaba a quererlo. Y cuando vi la película inmediatamente después de la muerte de Marcello, pensé que Fellini y Marcello habían tenido un momento de revelación y lo hicieron inmortal. Puede que no haya tal “dulce vida”, pero es necesario descubrirlo por ti mismo” (5).

 

Referencias


1. Marcello Mastroianni, Sí, ya me acuerdo…, Barcelona, Ediciones B, 1998, p. 158.


2. Ibíd., p. 159.


3. Peter E. Bondanella, The Cinema of Federico Fellini, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1992, p. 133.

4. Léase, por ejemplo, la siguiente advertencia del obispo de Padua: AVISO SACRO: entre las señales, que no dudamos en definir trágicas, de la posesión materialista que cada vez más, en estos años, oscurece las conciencias de gran parte del pueblo de la Iglesia, nos es penoso constatar la aparición en los cines de esta ciudad de una película que exalta los peores instintos y las más descontroladas emociones de la Humana Naturaleza. Avisamos a nuestra grey que comete PECADO MORTAL cualquiera que asista a funciones públicas o privadas del filme La dolce vita, e invitamos a la comunidad de fieles a unirse a Nosotros en el ruego por la salvación del alma de Federico Fellini, público pecador.

Que el Señor ilumine los corazones de todos aquellos que inconscientemente se desvían del camino por Él señalado, y lleve luz a la mente de quien confunde libertad con libertinaje, ansia de conocer con turbia indiscreción, emancipación de los tiempos nuevos con decadencia e indecente licencia. Padua, enero 27 de 1960, el obispo, Monseñor Girolamo Bartolomeo Bortignon NB. Aquellos que sólo por motivos de estudio quieran ver el filme, deben obtener dispensa especial de su confesor.

5. Roger Ebert, The Great Movies, Nueva York, Broadway Books, 2003, p. 243

Publicado originalmente en la Revista Universidad de Antioquia, Medellín, núm. 299, enero-marzo de 2010, pp. 132-138.
©Editorial Universidad de Antioquia, 2010

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

(TIEMPO DE CINE / 5-2-2016)

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