miércoles

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (128)

 Los tres viejos (13)

  

Comprendiendo que su bienhechor Sargento lo había dejado en libertad de criterio pues, de golpe, apenas si ahora se le hacía presente, el Macá se incorporó. Admitía las posibilidades de llegar a un entendimiento, aunque, por las dudas, no abandonaba la esperanza de poder llegar al patio y acercarse de a poco, de a poquito, a su cabalgadura para el caso de que no convenciera a su opresor.

 

-Mire, don, y disculpen los presentes; a usté, si salimos al patio, lo voy a enterar de todo… porque ya no desconfío.

 

En el magín del Asistente, su superior acentuó su presencia para asentir con la cabeza, evidentemente ufano de su Macá.

 

En la mano un palillo, parecía empeñada en remover las brasas, la Negra. Mas en realidad, no perdía palabra. Y le estaban llegando en rachas a su mente unos como recargos de conciencia. Había dudado, al principio, de los tres insurrectos. Luego, del joven Soldado. Ahora, estaba por creerles a pie juntillas a los cuatro.

 

Por su parte más desconfiado que nunca, el Carancho ya se hallaba de pie, la mente hecha hormiguero. Sacó su pistola ajena, y:

 

-Bueno, vamos a ver -le dijo- salí para afuera y te me recostás a la paré. Y no me hagás además de romper el chiquero porque te voy a dejar el cuero como camoatí descascarado. Y si allí te parece muy cerca para hablar sin que te oigan estos señores, nos vamos lo lejos que vos quieras. Porque te prevengo que si te has hecho la ilusión de hablarme a la oreja, sacátela de la cabeza. A mí no se me acerca nadie. Y venga usté a buena distancia, compadre Chimango. Cualquier movimiento que vea, con su trabuco usté me lo barre al señor.

 

Desahogando su desazón, la vieja Chancha alejó las brasas para dejar el ya a punto asado apenas al rescoldo. Y apartando al bastardito que, ahora más animoso, y mordido por la curiosidad llegaba antes a la puerta, se asomó.

 

En el patio, el Macá, siempre con el Sargento Cimarrón en su magín, observaba silencioso cómo el Carancho, por señas, tomaba nuevas precauciones. El Lechuzón fue destacado junto al caballo del detenido.

 

-Y ahora, amiguito, elija sitio y desembuche su historia.

 

Con aire inocente, pero aviesa la intención, el Macacito tomó por derecho hacia la enramada. “Como te había dicho, m’hijo, abrochada tan flojita como la dejé, la manea se desabotonaría en cuanto le diera con el filo de la bota…”, le reinició desde adentro su Sargento Primero.

 

-¡Para ahí, no, m’hijito! -exclamó con irónica afectuosidad el Carancho. -¡Para los caballos, no… que te podés ligar una patada!

 

El Chimango y el Lechuzón, trabucos en mano, vieron desviar hacia el pozo al prisionero y al jefe de ellos. Desde la puerta de la cocina, los ojos de la Chancha daban idea que se hubiese dejado al fogón sin dos de sus brasas grandes. Ahora, a la vieja perturbábanle la atención sus propios manoteos para impedir la salida del bastardito. Intuía la posibilidad de una treta del policiano y de la consiguiente rociada de metralla.

 

-¡No me diga! -le llegó (y llegó hasta los pacientes caballos) que exclamaba el Carancho. -¡No me diga!

 

En la nueva situación, bruscamente, el Macá se sintió solo de toda soledad. Su admirado Sargento parecía habérsele hecho humo. Al esfuerzo desesperado de evocación nada acudió desde su memoria. Con premura, muy por lo bajo, seguía hablando al Carancho, ya sin guía y en forma tal que, de no estar de pie, su relato podría a distancia confundirse con rezo. También palabras del Sargento Cimarrón eran las suyas… ¡Pero recientes. estas de ahora (las que la noche anterior, horas apenas, su jefe le ordenó decir a Don Juan) y abridoras de una dilatada incertidumbre en el futuro! Por no perder detalles, el Carancho, olvidando sus previsiones, se le había aproximado, inclinada la cabeza como durmiendo en el aire, y le presentaba la oreja. Asomado a esta, en puntas de pie y mirando para abajo igual que desde el brocal del pozo, el Macacito le hacía llegar hasta el fondo cosas tales, que el auditor se llevaba las manos a la cabeza, daba unos pasos… y debía acercarse con premura, otra vez, y poner el oído porque el joven Asistente ni interrumpía su historia ni siquiera se dignaba desplazarse, advertido de que ya era dueño de la situación.

 

No mentía el Macá. Mas cargaba las tintas -si cabe- tapaba alguna rendija y, sin proponérselo, provocaba en el Carancho imágenes de entreveros en que, al lado de Don Juan, y seguido siempre por sus dos lanceros, a los que se incorporaba, decidido, su para él distante, aunque ya veremos muy pronto que no, compadre Zorrino, hacía estragos su media luna, en un afán cada vez más ciego.

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