Los tres viejos (13)
Comprendiendo que su
bienhechor Sargento lo había dejado en libertad de criterio pues, de golpe,
apenas si ahora se le hacía presente, el Macá se incorporó. Admitía las posibilidades
de llegar a un entendimiento, aunque, por las dudas, no abandonaba la esperanza
de poder llegar al patio y acercarse de a poco, de a poquito, a su cabalgadura
para el caso de que no convenciera a su opresor.
-Mire, don, y disculpen
los presentes; a usté, si salimos al patio, lo voy a enterar de todo… porque ya
no desconfío.
En el magín del
Asistente, su superior acentuó su presencia para asentir con la cabeza,
evidentemente ufano de su Macá.
En la mano un palillo,
parecía empeñada en remover las brasas, la Negra. Mas en realidad, no perdía
palabra. Y le estaban llegando en rachas a su mente unos como recargos de
conciencia. Había dudado, al principio, de los tres insurrectos. Luego, del
joven Soldado. Ahora, estaba por creerles a pie juntillas a los cuatro.
Por su parte más
desconfiado que nunca, el Carancho ya se hallaba de pie, la mente hecha
hormiguero. Sacó su pistola ajena, y:
-Bueno, vamos a ver -le dijo-
salí para afuera y te me recostás a la paré. Y no me hagás además de romper el
chiquero porque te voy a dejar el cuero como camoatí descascarado. Y si allí te
parece muy cerca para hablar sin que te oigan estos señores, nos vamos lo lejos
que vos quieras. Porque te prevengo que si te has hecho la ilusión de hablarme
a la oreja, sacátela de la cabeza. A mí no se me acerca nadie. Y venga usté a
buena distancia, compadre Chimango. Cualquier movimiento que vea, con su
trabuco usté me lo barre al señor.
Desahogando su desazón,
la vieja Chancha alejó las brasas para dejar el ya a punto asado apenas al
rescoldo. Y apartando al bastardito que, ahora más animoso, y mordido por la
curiosidad llegaba antes a la puerta, se asomó.
En el patio, el Macá,
siempre con el Sargento Cimarrón en su magín, observaba silencioso cómo el
Carancho, por señas, tomaba nuevas precauciones. El Lechuzón fue destacado
junto al caballo del detenido.
-Y ahora, amiguito, elija
sitio y desembuche su historia.
Con aire inocente, pero
aviesa la intención, el Macacito tomó por derecho hacia la enramada. “Como
te había dicho, m’hijo, abrochada tan flojita como la dejé, la manea se
desabotonaría en cuanto le diera con el filo de la bota…”, le reinició desde
adentro su Sargento Primero.
-¡Para ahí, no, m’hijito!
-exclamó con irónica afectuosidad el Carancho. -¡Para los caballos, no… que te
podés ligar una patada!
El Chimango y el Lechuzón,
trabucos en mano, vieron desviar hacia el pozo al prisionero y al jefe de ellos.
Desde la puerta de la cocina, los ojos de la Chancha daban idea que se hubiese
dejado al fogón sin dos de sus brasas grandes. Ahora, a la vieja perturbábanle la
atención sus propios manoteos para impedir la salida del bastardito. Intuía la
posibilidad de una treta del policiano y de la consiguiente rociada de
metralla.
-¡No me diga! -le llegó (y
llegó hasta los pacientes caballos) que exclamaba el Carancho. -¡No me diga!
En la nueva situación, bruscamente,
el Macá se sintió solo de toda soledad. Su admirado Sargento parecía habérsele hecho
humo. Al esfuerzo desesperado de evocación nada acudió desde su memoria. Con
premura, muy por lo bajo, seguía hablando al Carancho, ya sin guía y en forma
tal que, de no estar de pie, su relato podría a distancia confundirse con rezo.
También palabras del Sargento Cimarrón eran las suyas… ¡Pero recientes. estas de
ahora (las que la noche anterior, horas apenas, su jefe le ordenó decir a Don
Juan) y abridoras de una dilatada incertidumbre en el futuro! Por no perder
detalles, el Carancho, olvidando sus previsiones, se le había aproximado,
inclinada la cabeza como durmiendo en el aire, y le presentaba la oreja.
Asomado a esta, en puntas de pie y mirando para abajo igual que desde el brocal
del pozo, el Macacito le hacía llegar hasta el fondo cosas tales, que el
auditor se llevaba las manos a la cabeza, daba unos pasos… y debía acercarse
con premura, otra vez, y poner el oído porque el joven Asistente ni interrumpía
su historia ni siquiera se dignaba desplazarse, advertido de que ya era dueño
de la situación.
No mentía el Macá. Mas cargaba las tintas -si cabe- tapaba alguna rendija y, sin proponérselo, provocaba en el Carancho imágenes de entreveros en que, al lado de Don Juan, y seguido siempre por sus dos lanceros, a los que se incorporaba, decidido, su para él distante, aunque ya veremos muy pronto que no, compadre Zorrino, hacía estragos su media luna, en un afán cada vez más ciego.
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