Viaje al cosmos del alma (5)
El
baile de las garzas (2)
“Luego llegaron las
garzas al artesonado color oro de miel. Balanceándose como flores. Dos de
ellas. Una me miraba, me observaba. La miré detenidamente. Veía la huella de la
rama en la madera. Pero la mirada continuó. Las garzas tenían su florida conversación
danzante. Em silencio. Las comprendía. Todo era comprensión. También ellas
participaban del ritmo universal fluyente, estaban comprendidas en él fluctuando
a manera de algas. Les sonreí, le confirmé a mi mentor que sabía de su realidad
ficticia, pero les guiñaba un ojo. De todos modos. ¿Cuáles son las realidades?
Carente de necesidades como estaba, la pregunta quedó sin contestarse. Sólo
contaba la armonía. La armonía con las garzas, cuyos picos en alto se tocaban
sublimes, y la armonía con la voz tranquila e interesada de mi acompañante, en
la que yo también estaba encerrado cuando se me acercaba. Bajo la creciente
armonía el color dorado del techo de madera fulguraba íntimo, pero
supraterrenal como el sol. Cuando la luz se desplomaba, el cuarto volvía a
acercarse, casi hostil, frío, pero yo permanecía dispuesto a volar. Cuando el
cielorraso volvía a florecer, yo sabía la palabra que había estado buscando. No
la decía, porque la había comido. Estaba en el pulso, en el aliento de las
cosas en la periferia del campo visual, y no era más que un gran ritmo. Lo
definí en contradicción con cualquier metro. Una y otra vez salían brillantes
los colores del fresco del arca y se difundían en el cuarto, se extinguían, se
convertían en cuadro. Corpóreos eran de otra realidad. Los colores tenían
dimensiones. Los bordes eran transparentes. El descanso fue infinitamente
plano, retenido por breves subidas, descendía cayendo. Ascenso y caída eran
luminosamente verdaderos, relumbrantes, se extinguían. El artesonado comenzó a
combarse. Los cuadrados estaban ahora limitados por arcos, un maravilloso panal
referido uniformemente al centro de una esfera que estaba debajo de mí. Mi peso
era igual a la succión de la luz. Por lo tanto, yo era ingrávido.
Si al comienzo del ensayo miraba una hoja blanca, se volvía azul de niebla matinal, luego rojo de alborada. Al final y dominantemente color malva. Pero ahora todo el universo resplandecía íntimamente dorado de miel. Era el cielorraso. Pero el cielorraso no era. Este resplandor era de tipo supraterrenal, pero muy presente. Estaba.”
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