Los tres viejos (11)
El Macá se rascó la nuca.
Y al internarse en el patio ya no levantó la cabeza, otra vez obediente a una
interior advertencia de que más bien podía aprovechar su inclinación para
escudriñar con disimulo entre malvones y hortensias, su esperanza de salvación
en franco renacer. Era que: “Mirá (estaba escuchando al mismo tiempo a
su admirado jefe) yo marchaba, ¿sabés?, delante de los tres malhechores con
la cabeza agachada y quietita para que ellos no pudieran ver la mirada. Así, yo
iba pesquisando con los ojos entre las plantas en procura de algún útil de los
que siempre quedan olvidados en el jardín… como ser, te voy a decir, pala,
rastrillo, azada… y allí, no más, dar media vuelta y acostarlos de un garrotazo…”
-¡Pucha! ¡Si yo pudiera…
si yo pudiera…! -pensaba el Macá, a su vez, al advertir que se le pronunciaba
el olor a asado de una cocina que no veía y no descubrir en el trayecto ningún
objeto contundente. ¡Si yo pudiera amontonarlos y echarles ceniza a los ojos!
Mientras estos enclenques montan a caballo, me les hago humo.
Cuando entró, vio a la
dueña de casa recostada a la pared, el corazón queriéndosele salir por la boca.
Aunque, por cierto, no podía considerarse visitante, el Macacito, por hábito,
se adelantó y, con una inclinación, le extendió la diestra. Al instante comprendió
que estaba haciendo un papel. Mas ya la anciana acudía a estrechársela con
efusión. Entonces el Macá distinguió detrás de las polleras al enlutado
chanchito y, ya que se hallaba en eso, se le acercó también tendiéndole la
mano. Pero debió contentarse con acariciarle de refilón la cabeza porque el
pequeño se hacía arco en torno a la abuela.
-¿Es nieto, misia?
-Para servirlo.
Sonreía ella, ahora, al
joven prisionero. La compasión que experimentó íbale haciendo nacer por él, a
toda prisa, una profunda simpatía. Fue tal vez empujada por este sentimiento
que se acordó del asado y que se adelantó a arreglarle las brasas.
Desde el patio se oyó
cómo el Carancho recomendaba al Lechuzón que condujera otra vez los caballos a
la enramada y que, después, vigilara la puerta.
-Nosotros dos, compadre
Chimango -concluyó- vamos a espulgar al prisionero.
Al entrar encontraron al
Macá muy sentado en la única silla y, además, de mucho mate. Había desdeñado
tanto las cabezas de vaca como un banquito de ceibo, porque, igual que si
tuviera al lado al Sargento Cimarrón, otra vez le oyó seguir desde lo profundo de
su caletre la aleccionante narración: “Yo elegí la silla de esterilla,
¿sabés? Por ser más alta, ella me dejaría parar con más facilidá, si la
situación se me presentaba…”
Encapotó el Carancho los
ojos, miró el mate, miró a la negra solícita; pero no dijo palabra. Lo que
consiguió fue carraspear, tomándose tiempo en la duda de hacer incorporar o de
dejar sentado, no más, a su preso, cuando el Macá, presa de la misma vacilación,
se resolvió a ponerse de pie. Entonces, dura siempre la mirada, el Carancho
cogió por los cuernos uno de los cráneos, lo plantó ante el joven miliciano y
ordenó, tomando asiento:
-¡Quédese sentado, no
más!
Desdeñando un banco, en
otra cabeza el Chimango se situó a un costado, entre las piernas el regatón de
su lanza.
El sol, ya altito,
provocaba que desde el patio una sombra cruzara a intervalos la cocina. Era la
del Lechuzón en su celosa guardia.
-¡Parece que ha trotiado
fuerte! -observó el Carancho sin saber qué decir.
-Es verdá, bastantito
-contestó el joven Soldado recobrando su alta silla. Y “…yo siempre
serenito, no más (seguía escuchando en su interior a su Sargento) me
hice dos planes ¿sabés? Calculé la altura de la ventana, para el salto… ¡Pero
el otro plan…! ¡Ese sí era plan de sacarle el sombrero! Vos te das cuenta que si
yo conseguía congraciarme con el gurí y me amañaba para traerlo al lado mío, en
un descuido ganaba, no más, con él, de un manotón, la puerta, echándomelo a la
espalda, que es fácil. Vos ves que así no se animarían a hacerme fuego. Y,
tapándome con él, podría montar a cubierto, sacarles distancia y soltar el
estorbo cuando estuviera fuera de la acción de los trabucos…”
Y de mi mismísima pistola, que esa sí, ¡la puta!, es de largo alcance -completó por su cuenta el Macacito, viéndola ahora ostentada como propia por el cinto del Carancho.
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