jueves

ALBERT HOFMANN - LSD: CÓMO DESCUBRÍ EL ÁCIDO Y QUÉ PASÓ DESPUÉS EN EL MUNDO (36)

 

 Viaje al cosmos del alma (4)

 

El baile de las garzas (1)

 

Erwin Jaeckle publicó un significativo autoensayo con LSD en una edición particular cuidadosamente presentada: “Schicksalsrune in Orakel, Traum und Trance” (“Runa del destino en el oráculo, el sueño y el trance”), Arben-Press, Arbon, 1969. Este ensayo se realizó el 2 de diciembre de 1966; fue supervisado por Rudolf Gelpke, quien levantó un protocolo textual. Luego, Jaeckle lo describió y comentó a partir de lo que recordaba.

 

“Como creía vivir dentro del círculo mágico, inicié el experimento con desenfadada naturalidad. No lo temía. Pero desconfiaba de mi propia persona, conocía mis imprevisibles estallidos y catástrofes y temía, pro tanto, a ese otro dentro de mí; tenía recelos a encontrarme con él. Por eso le di las llaves de mi coche a mi mentor y estaba dispuesto a echarle el cerrojo a mi colección de espadas japonesas.

 

Dos horas después del ingreso en el dominio común, una hora después del comienzo del ensayo, se incrementó mi cansancio a medida que iba distendiéndome. Sólo cambiaba la voz. Me parecía ronca, sin resonancia, como las voces en un paisaje nevado. Esto pasó. El pulso estaba ligeramente acelerado. Dos horas después del inicio del experimento se redujo a 64 pulsaciones. Ahora me sentía más liviano, casi sin peso, y podría haber escalado sin problemas la escarpada cuesta del castillo de la ciudad. También entre las paredes se caminaba verdaderamente ingrávido. Las sombras en los rincones y debajo de la lámpara se volvieron de color azul humo. La carne estaba flotando, ingrávida, el cuerpo lleno de poros era ubicuo, ya no era cuerpo, ni aquí ni allí. El salón de fiestas del señor de pendón y caldera (3) comienza a respira aquí y acullá. Las cosas respiran. Hacia donde miraba con voluntad, el objeto se tornaba cotidiano y sin participación, pero contra los contornos del campo visual las cosas respiraban cada una como movidas en ondas el aliento único que las abrazaba a todas ellas. Los colores florecieron, se volvieron más íntimos, elevados, y el gran cuadro mural del arca adquirió tridimensionalidad. Podría haberme deshecho dentro de él. Pero no tenía necesidades. Acostado boca arriba, no veía ningún motivo para moverme. Se desmintieron todos los temores. Estaba conforme conmigo, quería simplemente estar sin intención alguna. Muy abiertos como estaban mis sentidos, me revelaban que cada cosa contiene una letra de acróstico de la única buena sabiduría universal, y que lo que, por tanto, debía hacerse era encontrarlo y erigirlo en muchas, en todas las cosas de la unidad del poema universal. Esto experimenté como un sentimiento de amor unitivo. No era pensado. De esta índole debe de haber sido también el sentido de la divisa que había formulado poco tiempo ha en latín y en forma de acróstico, relativa a un aforismo alemán de la ‘Pequeña Escuela del Hablar y el Callar’: amor maximus amor rei est. Le llamé la atención al respecto a mi acompañante, se lo hice apuntar, porque quería incluirlo. Así él participaba del acróstico universal. Busqué su letra. Tenía que hacerlo efectivo. Eso excluye el odio. El odio limita. Mi experiencia era ilimitada. En esta etapa del ensayo busqué la palabra correcta; pero la palabra exacta no incluía, excluía, la inexacta se volvía banal. Las vivencias del ensayo sólo podía formularlas en alto alemán. Por eso me movía a todas horas dentro del ámbito de la lengua escrita. Examiné mis hallazgos. Estaba desilusionado cuando las definiciones fracasaban, lo intentaba de nuevo, apasionadamente, recomenzando una y otra vez, saltando con gritos socarrones al rincón, girando, riendo, porque lo sabía pero no hallaba la palabra. La risa testimoniaba el acuerdo con la inteligencia. Este acuerdo era completamente modesto. Sabía que no vale la pena levantar la mano. Al contrario: el ocio estaba más cerca de la sabiduría. Pues la voluntad ensombrece la inteligencia. Se le ilumina a quien no tiene voluntad. Me sorprendí en el hecho de que la pasión por las palabras parecía contradecir la anterior. Pero la palabra buscada carecía de toda intención. Debía estar allí, no actuar. No había embriaguez, sino lúcido automatismo de las fuerzas mentales. Las fuerzas mentales estaban en los poros, no en el cerebro. Luego supe que el acróstico universal se constituirá sólo en muchos, en todos los poemas. Prometí realizar también en el futuro la excursión infinita hacia la palabra. Se trata del Eros del egocentrismo. Estaba seguro de mis fuerzas en el futuro, aunque me doliera el plexo solar. Me dolía. No estaba costado, me sentía el lecho, me aseguraba con las manos del basto cielorraso, gozaba con su superficie, comprendía la cosa con los dedos, la construía con los sentidos aguzados”.

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