Los tres viejos (12)
Este, con el empaque del
toro cuando va a dar la embestida, estaba, sin embargo, que no sabía cómo
comenzar. A sus dificultades naturales de expresión se agregaba, en el caso, la
circunstancia de no poder aborrecer al alfeñique de soldadote sentado allí,
delante, con aquellas bombachas coloradas, la chaquetilla azul y el quepis inclinado,
que le sentaba casi con gracia. Tal como cuando se va trotando lo más bien y,
al cruzar un paso, el caballo se echa atrás; y uno incita, roza con las
espuelas, pero es peor… así, de semejante modo, la dureza le llegaba hasta los
ojos al Carancho y, allí, se le sentaba como en los garrones.
Y había que hablar, sin
embargo.
-¡Cansadazo, en fija! -le
salió.
-¡No crea! Regular,
regular no más,
El bastardito, embobado,
siempre hecho abrojo en las faldas de la abuela, no sacaba los ojos de las rojas
bombachas y de los botones de la chaquetilla militar.
En cuanto pudo -¡Venga, m’hijito,
para acá!- le dijo hecho una miel al Macá, siguiendo meticuloso por el surco de
la antigua narración de su jefe, que con tanta nitidez ahora reescuchaba desde
bien lejanos meses.
El chanchito sufrió un
estremecimiento paralizador.
-¡Pero valiente! ¡No sea
cerril! -reconvenía la abuela-. ¡Vaya, vaya con el señor!
-¡Venga con el señor!
-suplicaba el Macá alargándose todo, al mismo tiempo que, en lo más recóndito
de su ser se le iluminaba un cabeceo de aprobación otorgado a su maniobra por
su Sargento querido.
Mas una nueva zambullida
se produjo entre las polleras.
El Carancho comprendía,
sensibilizado por los carraspeos del Chimango, que aquella situación no tenía
fundamento. Nunca había interrogado a nadie, y, sin embargo, no había más
remedio que decidirse y cortar semejantes arrumacos. Se compuso el pecho, pues,
y soltó a boca de jarro:
-Bueno, empiece de una
vez por confesar dónde ha quedado su gente. Porque usté… usté andaba de
bombero, ¿no?
Respiró hondo el
chimango. Y el Macá saltó:
-¡No, señor! ¡Qué
esperanza! ¡Al contrario!
-¿Cómo al contrario? ¡A
ver si tiene mejores modos! ¡Desembuche ligerito dónde anda su partida!
Igual que si hubiera
abierto una puerta, el Macá vio la posibilidad de descubrir si el Carancho
había mentido cuando habló de su relación con Don Juan y los demás fugitivos.
Entonces se lanzó por esa picada.
-Mire, don, usté me dijo
muy clarito que era de la gente de Don Juan. Pues llevemé a su presencia. Yo…
¡yo tengo un parte para él!
Quedó a la espera del efecto.
El Carancho se había echado hacia atrás entre las astas de su asiento, como
quien trata de sobreponerse a un golpe sorpresivo.
Un poco retrasada, la
misma emoción cayó sobre el Chimango. La Negra, que no perdía palabra, quedó
instantáneamente ciega.
-¿Un parte? -preguntó,
recuperándose, el Carancho, .¿Un parte, dice?
-Como lo oye, ¡Y, y
urgente!
-¿Y de quién?
-¡Ah! ¡Eso sí es
reservado! Porque, ¡y disculpe!, como usté desconfía de mí, yo desconfío de
ustedes tres. Y ustedes verán que no tengo más remedio.
Al mismo tiempo que
observaba el resultado de sus palabras, el Macá, allá en el fondo de su mente,
percibió al Sargento Primero Cimarrón haciéndole señas insistentes en dirección
del negrito. Entonces, se resolvió a intentarle otra entrada al chiquilín.
-¡Venga, pues! ¡Venga con
el señor!
Alelado permanecía el
Carancho, centrando una gran confusión que parecía ajena a él,de tan bruta.
-¡Sí, claro! -aprobó al
fin-. Lo que usté dice es una verdá como una luz. Aquí tenemos que
desconfiarnos todos. Pero… ¡qué quiere!... entre tantas desconfianzas, usté ve
que yo, a eso que usté dice que es por desconfianza que no habla claro, también
le tengo que desconfiar.
-¡Es razón! ¡Es razón!
¡Tiene que desconfiar! Y la cosa no se arregla hasta que yo no esté en
presencia de Don Juan,
Sacándole la palabra al
Carancho,
-Pero no ha de pensar que
usté va a ir así -previno el Chimango, presa de otra desconfianza. Irá atado,
de pies y manos, para más seguridá…
-¡Claro que sí!
-Usté monta… y nosotros
lo amarramos de firme…
-¡Claro que sí!
Hubo una pausa. El Macá,
inclinando el quepis sobre la frente, se rascaba otra vez la nuca; y el viejo
Carancho también se rascaba la suya, empinando el sombrero. Luego, este dijo:
-Sí, está bien… ¡pero qué
quiere! ¡Asimismo, desconfío!
-¡Y claro que sí! ¡Le doy
toda la razón! ¡Es para desconfiar! Pero usté ve que no hay otro remedio que
hacer lo que digo. ¡Porque le garanto que Don Juan tiene que saber, y pronto,
lo que yo le traigo comprometiéndome tanto con todo el mundo… que calculo que
me he hundido para toda la zafra!
El Carancho alumbró una
taimada sonrisa. Y tal como el gurí, advirtiendo la perdiz, se detiene haciéndose
el inocente, elige un sitio en la estrecha senda, cruza los palitos de su
trampa, se esconde y espera, así, él dijo con fingida seguridad:
-¡Sí, yo sé! Es una
cuestión de indulto lo que proponen a Don Juan.
-¡Qué indulto! La cosa es
para armar más zafarrancho del que se ha armado. Mire, ¡yo no sé en que va a
parar esto, le garanto!
El pájaro no caía.
Entonces, así como el niño al que un revolido le desacomodaba al armadijo va y
lo arregla de nuevo, sigiloso, el Carancho exclamó, forzando una sonrisa
distraída y mirando para el techo:
-¡Ahá! ¡Conque el
Comisario Tigre…!
-¡Qué esperanza! ¡Ni me
nombre al Comisario Tigre! ¡Hágame el favor! ¡Ese está como en un sueño, de
inocente! Se trata… ¡de un subordinado de él!
-Yo quería decir que el
Sargento Cimarrón…
-¡Pah! -se le escapó al
Macá. Había quedado estupefacto ante la sagacidad de su interlocutor. El mismo
efecto debió causar a la imagen del Cimarrón que el Macá tenía dentro. Porque
el Sargento Primero se volvió mudo y, como el Asistente, se puso también a la
expectativa en la mente de su Asistente.
El Carancho, sintiendo
las palpitaciones y calculando que ya la presa era suya, repitió a tientas, tan
a oscuras como quien, de cabeza en un pozo, araña y hace fuerzas por darse
vuelta y hallar el modo de volver arriba.
-¡Sí, ya sé, te digo! El Sargento Cimarrón… quiere… hacer un parlamento… ¡Pero eso en nombre del Comisario! ¿no te das cuenta, muchacho?
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