por Virginia Moratiel
Dijo el siempre sabio Schopenhauer que el valor concedido a la opinión ajena y nuestra permanente preocupación por ella constituyen una especie de manía universal innata, pues superan cualquier límite de lo razonable. En efecto, nuestra mente se encuentra impedida de salir de las dualidades que la fundan, como, por ejemplo, la de interioridad y exterioridad, de modo que la imagen que nos hacemos de nosotros mismos siempre surge en relación al parecer de los otros. Lo lamentable es que al reconocimiento de la situación casi siempre se añade una euforia exagerada, una constante obsesión y un estado anormal de sospecha o de delirio, con lo cual, precisamente, evoluciona hasta transformarse en enfermedad. Este desarrollo sucede de manera generalizada porque, si bien nuestro más íntimo ser queda resguardado ante las creencias extrañas, el lugar en la sociedad y, por tanto, las relaciones políticas que establecemos con el entorno están necesariamente mediados por ellas. Sólo podríamos prescindir de las mismas si entendiésemos –igual que Schopenhauer– la vacuidad del proceso desde el principio y asumiéramos que:
… somos de la materia de la que están
hechos los sueños y nuestra corta vida culmina en un dormir.
Probablemente, esta frase es la más
conocida de la última obra de teatro de William Shakespeare, La Tempestad, una tragicomedia con aires de cuento
de hadas, estrenada en Londres en 1611. El drama reflexiona con agudeza
sobre las actitudes mágicas que sostienen el poder,
admitiendo su carácter fútil, engañoso, y la necesidad de una reconciliación
entre los que disputan por él. Se inicia con el hundimiento del barco en el que
navegan Antonio, actual duque de Milán, el rey de Nápoles y el príncipe
Fernando, con unos cuantos acompañantes y sirvientes. Poco a poco los náufragos
arriban a las costas de una isla solitaria, donde vive el legítimo duque de
Milán en compañía de su hija Miranda, una joven de gran belleza. Se trata de
Próspero, quien llegó allí desterrado por su hermano Antonio y lleva años
urdiendo la venganza contra el usurpador de su feudo y de su título. Para ello,
se ha dedicado al estudio de las ciencias ocultas, las
cuales le permiten gobernar sus dominios con mano de hierro gracias al control
de las fuerzas naturales y los espíritus oriundos que las
representan, al extremo de provocar la tempestad que causó el naufragio y todos
los prodigiosos sucesos que jalonan el drama. No obstante, éste termina en un
final feliz con la disculpa de los culpables ante Próspero. Al ver su
arrepentimiento, el autoritario e iracundo nigromante perdona a sus enemigos,
permite la boda de su hija con el príncipe, abandona las artes mágicas y
finalmente vuelven todos juntos a Italia.
De este texto, lo que en verdad ha
despertado más interés e intriga entre los lectores y la crítica son los dos
personajes sobrenaturales esclavizados por el mago.
Ariel, un genio del bosque, bondadoso
y obediente, encerrado en un árbol por la bruja Sícorax y rescatado por
Próspero, quien consigue coaccionarlo ofreciéndole una libertad siempre postergada. Capaz de adoptar la
forma de una ninfa y permanecer invisible ante los mortales, que sólo perciben
sus encantadoras melodías y los efectos de sus hechizos, el espíritu vigila a
los recién llegados e informa puntualmente de sus movimientos a su señor.
Personifica al niño salvaje sometido por agradecimiento y temor ante un poder
más grande al cual reverencia, una criatura “revestida de pureza”, una
conciencia ingenua que busca la aprobación y el afecto de su dueño y, sin
embargo, conspira a fin de derrocarlo. Por su intermedio, Miranda y Fernando se
enamoran para terminar casándose y, como resultado, al final Próspero decide
liberarlo,
Calibán, un monstruo feo y contrahecho, un engendro del demonio con Sícorax, hechicera “tan poderosa que controlaba la luna, produciendo el flujo y el reflujo” de las aguas, desterrada de Argel a causa de sus fechorías y convertida en la primera habitante de la isla, donde dio a luz a su vástago. Ella es la gran ausente siempre presente en la obra, el origen oscuro de todo estrago. A Calibán le sirve para reclamar su herencia, o sea, la soberanía del lugar que Próspero le arrebató y, a su vez, éste la menta para justificar el triste destino de aquél como consecuencia de esas raíces corruptas:
Un diablo, un diablo nato, cuya
naturaleza no admite educación y en quien el esfuerzo que me tomé humanamente
fue inútil, estéril. Cual su cuerpo se afea con los años, también su alma se
envilece.
La nefasta criatura actúa como
contrapartida de Ariel, pues simboliza la parte instintiva, primaria y visceral
del ser humano, a la vez que encarna una esclavitud física, porque sirve a su
amo en las tareas cotidianas más duras trabajando para abastecerlo de leña o
alimentos. Acusado de ser un bicho infernal que camina a
cuatro patas, insulta y maldice a quien se le presente,
especialmente al amo, denunciándolo por tirano y confabulándose contra él para
planificar su muerte con el bufón y el despensero borracho del rey recién
llegado. Sin embargo, su conducta parece ser el producto del maltrato que
recibe: improperios, amenazas, humillaciones y constantes torturas producidas
mediante conjuros que se materializan en calambres, mordeduras de víboras,
pellizcos de monos que a la vez chillan y le dan dentelladas, picaduras de
abejas o erizos que encuentra bajo sus pies. En realidad, Próspero consiguió
ganar su confianza mediante engaños para finalmente robarle y avasallarlo,
encadenándolo dentro de un agujero entre las rocas. Al principio, lo
acariciaba, le ofrecía agua y bayas e incluso le enseñó a nombrar las
estrellas, porque efectivamente el idioma, que ahora sólo usa para injuriar y
expresar sus querellas entre trompicones y balbuceos, lo aprendió de él. Así,
lo que desde la perspectiva del captor puede constituir un legado valioso es visto
desde el lado del capturado sólo como una señal de atropello:
Me enseñasteis el lenguaje, y el
provecho que saco de ello es que sé maldecir. ¡Que la peste bermeja os acabe,
por hacerme aprender vuestra lengua!
Próspero legitima estos abusos en el
hecho de que su intervención evitó que Miranda hubiese sido violada por el
monstruo, un deseo que él reitera gozoso ya que le hubiese permitido poblar la
isla de una “nueva raza” de Calibanes. Así, en ese contexto, sus
reivindicaciones quedan desarmadas, pues ya se sabe que “la justicia se disfraza de tiranía ante los ojos de los injustos”.
Después de todo, el mago queda exculpado por haber sido víctima de su propia
humanidad y confundir el papel de soberano con el de cruel mandatario, mientras
a los esclavos se los hace responsables de su condición porque parecen
necesitar una guía y ansiar el sojuzgamiento. Incluso Calibán, turbado por el
licor, se ofrece a lamerle los pies al despensero real y lo confunde con un
dios. Como conclusión, también él termina siendo liberado después de prometer
que será más sensato.
A pesar de las múltiples capas
semánticas que convergen en esta tragicomedia de
Shakespeare, inclusive a pesar de ese ambiente de duda permanente
que afecta a los personajes, quienes no saben si lo que viven es realidad, un
sueño o el fruto de un acto de magia, La tempestad se decanta como una obra política. A través de
Gonzalo, el honrado consejero que ayudó a Próspero en su huida de Italia, quien
da a conocer cómo actuaría si tuviese que colonizar el nuevo territorio, se
ofrece una crítica a la monarquía absoluta y se perfilan lineamientos parecidos
a los que Tomás Moro enuncia en su Utopía (1516), el libro sobre una isla
imaginaria, organizada según un sistema republicano, cuya base es la
desaparición de la propiedad y donde, curiosamente, se admiten dos esclavos por
familia. Sólo que, a diferencia de la obra de Moro, la isla de Shakespeare se
encuentra más apegada a la realidad, pues se ha situado, por ejemplo, en las
Bermudas, y la escena inicial de la tormenta pudo estar inspirada en diversos
relatos de naufragio ocurridos en esa época de viajes transoceánicos,
especialmente, en el hundimiento del Sea Venture ocurrido
en 1609 durante su travesía hacia Virginia. Sin embargo, el nombre de los
personajes y otros detalles, como la historia del intento de violación de la
hija de Próspero por Calibán, no se corresponden con el ambiente de la
colonización en Norteamérica. Es probable que Shakespeare conociera algunas de
las crónicas de los expedicionarios al Río de la Plata que narran el secuestro
por parte de un cacique timbú en 1526 de Lucía Miranda, esposa del capitán
Sebastián Hurtado, en el fuerte de Sancti Spiritu, primer asentamiento de lo
que llegaría a ser Argentina. Esto no significa que aquella historia fuese
verdadera porque entonces los primeros contactos de los europeos con los
aborígenes estaban cargados de miedos, prejuicios y fantasías. Lo interesante
es que tales narraciones sirvieron para forjar mitos que paulatinamente
sustituyeron los de las culturas originarias justificando la
persecución y el exterminio de los indios debido a su barbarie y bestialidad,
como, por ejemplo, la leyenda de la cautiva, plasmada en el poema homónimo del
argentino Esteban Echeverría (1837). Y de este modo, los criollos importaron y
asumieron como propia la visión de los colonizadores.
Lo mismo es aplicable a la figura de Calibán. Su nombre es un anagrama construido por Shakespeare a partir de la palabra “caníbal”, usada por él en otras obras, por ejemplo, en Otelo, donde tiene el significado de antropófago, que ya le había dado Montaigne en sus Ensayos, bien conocidos por Shakespeare. En verdad, el término es una deformación del nombre de ciertos indígenas encontrados por los españoles al llegar a América, los caribes, a los cuales les atribuyeron características terroríficas. Escribe Cristóbal Colón en una anotación de su diario del 4 de noviembre de 1492: “Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros que comían a los hombres”; en otra del 23 de noviembre: “Decían que la isla era muy grande y que había en ella gente que tenía un ojo en la frente y otros que se llamaban caníbales a quienes mostraban tener gran miedo”; y en la carta donde anuncia al mundo su descubrimiento del 15 de febrero de 1493: “Así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla [de Quarives], la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, los cuales comen carne humana”.
Los intelectuales latinoamericanos utilizaron de manera recurrente a los personajes de La tempestad como símbolos con los que se podían identificar y hasta denunciar los intereses de la colonización y el imperialismo. El primero en hacerlo fue Rubén Darío tras la guerra de Cuba con El triunfo de Calibán, donde, si bien denunciaba el colonialismo de España, reconocía que éste era cosa del pasado y recalcaba que el verdadero peligro para la América hispana de entonces eran los yankees. Por eso, advertía de la política invasora, de la voracidad “caníbal” de Estados Unidos, que, aprovechando la debilidad española, terminaría por hacerse con el dominio de la zona y anexar países latinos como Puerto Rico o Panamá. Así, la imagen de Calibán se asoció al materialismo, la vulgaridad, la simpleza mental y la barbarie del norte, mientras que en el sur se vio el reservorio del idealismo y las potencialidades espirituales, como ocurre en el Ariel de José Enrique Rodó. Claro que la riqueza de los símbolos del maestro del teatro inglés no se dejaba encasillar con tanta facilidad, porque el genio incondicionalmente obediente no era libre ni creativo y podía identificarse con los intelectuales “cipayos”, despreciadores de lo autóctono, así como con el ideal educativo de las clases pudientes. En todo caso, cualquiera fuese la interpretación de las figuras, lo que sorprende es que sistemáticamente se adoptara una identidad atribuida por otros desde fuera.
(El vuelo de la lechuza)
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