Los tres viejos (9)
La Chancha Negra, que en
el umbral observaba estupefacta, acudió dejando al pequeño sin el resguardo de
sus faldas. Y al regresar cargada con los tres pares de espuelas y los ponchos,
y trabándose en el nieto, ya el Carancho adoptaba urgentes disposiciones.
Diligentes, sus
subordinados se evaporaron. El Lechuzón muy agachado, abatiendo la lanza,
consiguió meter los caballos en el galponcito y ganó las chilcas. El Chimango
buscó hacia su derecha, hacia la manguera. Observó la maniobra, el jefe. Luego,
tomó posición tras el brocal del pozo, pegado al pecho el trabuco.
Una calma sobrecogedora
se impuso en el patio. Le sintió el efecto, sin duda, el chingolo que iba a
posarse sobre el jazminero. Porque, ya estiradas sus patitas, las plegó otra
vez y salió hecho pedrada hacia la llanura.
Se había cerrado la
puerta de la cocina. Por detrás se le deslizó en seguida muy gruesa aldaba.
Pero la trancadora, luego de dar vuelta en un santiamén el asado, se acercó con
sigilo al ventanillo opuesto, el que daba al campo, y lo entreabrió justo el
ancho del ojo…
El punto aquel, factor de
la confusión, se había convertido ya en un jinete que avanzaba a tranquilo
galope.
-Poncho no trae… ¡ni
sombrero! Aunque algo en la cabeza tiene… -se decía la vieja Chancha.
Sin despegarse de la
dorada rendija, con un sopapo contuvo el empuje del bastardito trepado en un
banco y empeñado en mirar también él, sin saber qué.
En el patio, el Carancho
se mantenía en cuclillas, media cara asomada a un lado del brocal que le servía
de resguardo. A su vista -más avezada que la mirada de la cocina- no escapó el
fulgor, en delgada línea, encendido de cuando en cuando al costado izquierdo
del caballero.
-¡Militar! -exclamó-.
Viene de espada y de quepis. Bombero, en fija. Ya nos han salido en persecución…
¿Pero asunto de qué viene en pelo?
Esta comprobación sumió
al observador en un mar de conjeturas. Mas como al que, a tumbos entre las
olas, lo agarran y lo suben chorreando al bote, así, perdiendo suposiciones de
todo calibre, quedó sostenido en una certeza medio a los balanceos, no muy
rotunda.
-¡Ahá! ¡De espada y en
pelos! ¡El Gobierno debe de haber hecho una leva! Y se le concertó tal mundo de
gente, que no le alcanzaron los recados, salta a la vista.
El viejo Carancho
aguardó. Y en el preciso momento en que el jinete desaparecía hasta la cabeza
tras la inmediata colina, se adelantó muy agachado, corriendo, hacia el camino,
y se apostó entre un matorral de chilcas amartillando el trabuco. La mirada de
la Chancha quedó pendiente de aquella inmovilidad.
Ahora, sobre la cuchilla,
apareció un quepis. En seguida, una chaquetilla militar, equina cabeza, muy
rojas bombachas. Luego, la ecuestre figura ya completa tomó cuesta abajo.
-¡Pah! ¡No hay cómo
errarle! -exclamaba la dueña de la casa-. ¡Me lo fulmina! ¡Porque le va a pasar
frente con el caballo! ¡Hecho regadera va a quedar el pobrecito!
Entreabrió más la
ventanilla. Y a influjos de una súbita claridad que se le hizo en la mente:
-¡No hay nada que
hacerle! ¡Estos tres son de Don Juan, no más! -se dijo tapándose los oídos.
No oyó, pues, el ¡Alto!
que chasqueó junto al camino. Vio, sí, la brusca frenada. Y el meneo de gallina
clueca que hubo entre las chilcas para dar trabajoso paso al Carancho,
avanzante atrás del trabuco, hacia el jinete.
-¡El Soldado Macá! ¡El
Asistente del Sargento Cimarrón! ¡El Asistente!
Ante este descubrimiento,
la Chancha abrió, no más, de par en par, el ventanillo y se asomó, ansiosa, no sólo
de ver más sino de no perder palabra, también.
A pesar del aire con que
se venía el del trabuco, el miliciano, reconociéndolo, cambió su súbita zozobra
por una sonrisa indulgente. Adrede, en ostensibles reojos, lanzaba
significativas miradas sobre sus bombachas rojas y sobre su espada, para que el
otro las advirtiera de una vez. Para que también reparara en su quepis, le hizo
una solemne venia.
-¡Buen día, don Carancho!
¿No me conoce?
-No, señor. Yo, ahora, no
conozco a nadie.
-¡Pero don Carancho…!
-¡Usté está preso! ¡Eche
pie a tierra y dígame de dónde viene y cuál es su destino!
-¡Pero, hágame el favor!
¿Cómo voy a estar preso yo, don, si soy policía? -exclamaba con ojazos de
estupor el Macá.
-¡No le hace! ¡Yo de
estos casos he visto muchos! ¿No ve que nosotros andamos sublevados?
-¿Pero cómo? ¿Hay guerra
desde cuándp?
Cual si sintiese que le
estuvieran empujando el quepis desde adentro, ahora se lo sujetaba a cada
instante, el Macacito.
-No es guerra, señor. Es un desacato de los que desde que el mundo es mundo hay en los pagos… ¡Pero usté se me baja en seguida, que no me va a sacar más explicaciones!
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