Capítulo XI
Los tres viejos (7)
Al decir estas
imprudentes palabras, la vieja lanzó una mirada inquisidora a su interlocutor,
echándose para sí unos ajos, asimismo. Pero el jefe parecía tener el marote
encerrado en un botijo. Ella, entonces, dejó quieta la lengua infidente y, como
el Chimango cebaba ahora el mate, se puso a deshacer tizones para aumentar el
braserío.
El Carancho no contaba
con aquella pared que se le había plantado delante de sus esperanzas. Más que
la noche oscura reinábale en la mente. Su imaginación estaba como con manea.
Sacó los avíos de fumar para recobrarse.
-¿Pita, doña?
-Se agradece, señor. No
pito.
El Carancho sufrió otro
desacomodo. Recordó que al entrar a la cocina lo había recibido con fuerte olor
a tabaco negro.
-¿Quién había fumado
allí, momentos antes, si no era la vieja? -se preguntaba liando su cigarro.
La Chancha Negra pescó en
el aire el gesto de contrariedad que siguió a su negativa. También inquieta,
expuso su mejor cara de candidez y aclaró:
-No es por despreciar.
Sabrá que, a veces, don, fumo. Pero por obligación. ¡Como reciencito! M’hijo,
que está de peón en lo del hermano del Coronel, me deja tabaco, siempre, ¿sabe?
Para cuando le duelen los oídos a mi nieto.
Y en la puerta, como
adrede, de chiripacito de luto, surgió un chanchito negro, con cara de recién
levantado, y descalzo.
Tamaña sentada dio el
aparecido al ver a los huéspedes. Después, haciendo una gambeta, corrió a
formar biombo con su abuela.
-¡Es bastardito,
señor!... ¡Y huérfano! -aprovechó la vieja para, por esa vía, desviar lo más
lejos posible los presumibles pensamientos sospechosos del Carancho. -Al pobrecito
se le han encimado los lutos. Es hijo de una finada hija mía y del finado dueño
de la quesería, que murió falto, la semana pasada. No sé si habrán oído decir…
Porque estoy teniendo el palpite de que, adrede, a esa muerte no se le ha dado
propalación.
-¡Ahá! ¡No me diga!
Sentados muy graves en
sus bancos de ceibo, el Carancho y el Chimango aguzaron el oído. Como bandadas
de cotorras pasáronles por la imaginación aquellas carcajadas de unos días
antes, en la pulpería. Y se les presentó a lo vivo el desaforado contento que
hiciera augurar un tristísimo fin.
-Sí, la finada era la
piona del finado -siguió ella al tiempo que trataba de atraer al nieto hacia su
frente, deseosa cada vez más, asimismo, de narrar su triste historia. Es que,
por el declive que tendiera con éxito para deslizar la mente del Carancho, sin
querer se le iba ahora la suya, también, inatajable. Y el finado -agregó- me lo
entregó, pero siempre con idea de llevarlo con él cuando estuviera criado.
Sorbiendo el mate, el
Chimango miraba al gurí, meditabundo.
-¡Y es la cara del padre,
mismo, salvo la color! -afirmó.
-Ayer lo presenté a la
Comisaría. ¡Calculen qué trotada con él en ancas! Él tiene derecho a las cosas
del finado porque estaba reconocido a la luz del día como hijo. El Comisario me
salió nada menos con que allí no había nada. Y que, además, yo no era quién
para presentarme sin citación a la autoridá. Que, en todo caso, había que abrir
la sucesión. Y que nos íbamos a pelar la frente porque el gurí no era legítimo.
Y que al gurí de poco valía que lo reconociera la inmensidad del mundo si
alguna ley no lo reconocía, y que leyes hay hasta de más. Pero que busque quién
sea una unita venida al caso. Que cuando el finado por recogido por la policía,
andaba en pelo. Y que para que yo no dijera que él no había tenido lástima de
la criatura, él iba a entregar, de recuerdo, el poncho del padre… ¡Era pororó
esa boca, señores! ¡y barbadirá! ¡Van a ver a ustedes en qué estado lo había
puesto!
Se levantó para
desaparecer en el otro cuarto con el nieto hecho un abrojo entre sus polleras.
Regresó y presentó la prenda cuidadosamente doblada.
-¡Miren ustedes! ¡Un
poncho de estos! ¡Al pueblo lo mandó a hacer expresamente!
-¡Sí, me parece que se lo estoy viendo puesto! ¡Era una cosa… soberbia!
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