Capítulo XI
Los tres viejos (6)
A la cabeza un pañuelo
negro, de negra bata, de pollerón negro, la negra reconoció a los aparecidos.
Pero su zozobra no se atenuó sino a medias, a pesar de quedar enterada en seguida
de que solito se trataba de alzados a “la autoridad”. Serenidad le renació, apenas,
para mejorarse el pañolón y dar algún palmoteo a las abollonadas faldas de
luto.
-¿Cómo le va, doña?
-Bienyusté.
-¿Cómo le va, doña?
-Bienyusté.
-¿Cómo le va, doña?
-Bienyusté.
Sin conseguir rehacerse
por completo, la morena se había puesto que ni tamango al sol, de seca, antes
los que, de la rienda la jadeante cabalgadura, se le iban acercando por turno.
Cuando invitó a pasar, ya los tres le habían dado la espalda y, recostadas las
lanzas a sus propias monturas, en cuclillas, maneaban. Al incorporarse (el más
entumecido, el Lechuzón) ella desvió con sobresalto la vista. Había aprovechado
el momento de la agachada maniobra de los forasteros para hincar la mirada en
el sauzal tendido a quince o veinte cuadras, en un bajo.
Apagósele entonces a la anciana
el áspero rencor encendido por el chasquear de un “¡Putísima que los parió!” que
junto a los jazmines se le produjo al aparecérsele el terceto. Apenas si el
rescoldo de aquella brasa le perduró un momento. Es que, en compensación,
recibiendo estaba ahora, a modo de ráfagas insistentes, la verde calma del
distante sauzal. Entonces, sí, se sosegó. Y sintiéndose con rapidez la de
siempre, fue que la dueña de casa -paradójicamente para alguien que pudiera
haber observado como llevada al matadero por funesto efecto del cortejo de
lanzas- reatravesó su patio hacia la cocina.
-¡Pasen, pasen, señores!
¡En la casa de ustedes están!
Al darles el frente para
la oferta, lanzó ella por entre los astiles una última mirada al siempre
tranquilo sauzal lejano.
La cocina era grande,
renegrida por cada año, y bien barrida. Buena pared de piedra. Techumbre firme,
de teja. En el medio, el fogón: un redondel de caracúes vacunos que asomaban
sus calvas a unas pulgadas del suelo. Colgada de un tirante del techo, la
cadena con sus ganchos de un lado y de otro para disponer los recipientes de
modo que todos iguales pendiesen en el centro mismo del fuego.
Ella ensartó un trozo de
carne, situó con adecuación la parrilla, arrimó tizones. De inmediato agregó
astillas para ir preparando más brasas. En seguida se puso a aprontar el mate.
Del breve interrogatorio,
muy pero muy contrariado quedó nuestro compadre Carancho. No había noticias ni
de Don Juan ni de los suyos. La vieja escuchó cierta noche un tropel de
caballos hacia el Paso. Después, hasta el momento, ni en un sentido ni en otro
había cruzado nadie, que ella supiera. Presumía la señora que los que sintió
serían Don Juan y sus amigos, porque dos días atrás ella se había apersonado a
la Comisaría y, allí, oyó que aquellos andaban a monte. Ignoraba si fueron destacadas
partidas en su persecución. Tampoco sabía cómo andaban las cosas para la
Mulita. Sólo sabía, en su oportunidad a la legua se dio cuenta, que el
Comisario Tigre estaba con la sangre en el ojo. Y les reveló que fue
dominándose mucho cómo él cumplió en algún algo con su deber, y le dio cuenta
del asunto en cuya dilucidación la anciana acudía.
Pronto, a una orden del
carancho, el Lechuzón reapareció en el patio. Se oyó en tres ocasiones el
chirriar de la cadena del pozo. Andaba baldeando agua a las cabalgaduras, por
no bajar al paso del arroyo. Viendo y oyendo beber a su rosillo, el primero en
ser atendido, se le acentuaron las ganas de mate. Pero una vez satisfecha la
caballada, retomó su lanza con resignada disciplina y comenzó a pasearse y a
avizorar la llanura. Le pesaban los años al de guardia. Parecía como que estos se
le corrían con el poncho para el lado que afirmaba la bota de potro y le hacían
aflojar la pierna.
Adentro, entre cimarrón y
cimarrón, el viejo Carancho sentíase con dureza defraudado. Llegó en la fija de
que Don Juan se había detenido allí en su paso para el monte, y hasta pensó que
estuviera utilizando a la vieja como espía. Sábese que quien se halla mal con “la
autoridad” cuenta en seguida al vecindario como aliado de firme; pero es que,
además, la Chancha Negra era muy de la relación de Don Juan y de su primo.
Hasta no hubiera causado extrañeza al Carancho hallar allí a alguno de los
matreros apostado de avanzada.
-Pues entonces… -y tenía
fruncido el ceño- pues entonces nos hemos quedado ¡Buenas noches!
-Sí, señor. Lo que le dije es la purita verdá. Los que pasaron aquella madrugada, parece que se los hubiera tragado el monte. ¡Y los demás, les aseguro… no pasaron!
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