domingo

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (121)

 Capítulo XI 

 

Los tres viejos (6)

  

A la cabeza un pañuelo negro, de negra bata, de pollerón negro, la negra reconoció a los aparecidos. Pero su zozobra no se atenuó sino a medias, a pesar de quedar enterada en seguida de que solito se trataba de alzados a “la autoridad”. Serenidad le renació, apenas, para mejorarse el pañolón y dar algún palmoteo a las abollonadas faldas de luto.

 

-¿Cómo le va, doña?

 

-Bienyusté.

 

-¿Cómo le va, doña?

 

-Bienyusté.

 

-¿Cómo le va, doña?

 

-Bienyusté.

 

Sin conseguir rehacerse por completo, la morena se había puesto que ni tamango al sol, de seca, antes los que, de la rienda la jadeante cabalgadura, se le iban acercando por turno. Cuando invitó a pasar, ya los tres le habían dado la espalda y, recostadas las lanzas a sus propias monturas, en cuclillas, maneaban. Al incorporarse (el más entumecido, el Lechuzón) ella desvió con sobresalto la vista. Había aprovechado el momento de la agachada maniobra de los forasteros para hincar la mirada en el sauzal tendido a quince o veinte cuadras, en un bajo.

 

Apagósele entonces a la anciana el áspero rencor encendido por el chasquear de un “¡Putísima que los parió!” que junto a los jazmines se le produjo al aparecérsele el terceto. Apenas si el rescoldo de aquella brasa le perduró un momento. Es que, en compensación, recibiendo estaba ahora, a modo de ráfagas insistentes, la verde calma del distante sauzal. Entonces, sí, se sosegó. Y sintiéndose con rapidez la de siempre, fue que la dueña de casa -paradójicamente para alguien que pudiera haber observado como llevada al matadero por funesto efecto del cortejo de lanzas- reatravesó su patio hacia la cocina.

 

-¡Pasen, pasen, señores! ¡En la casa de ustedes están!

 

Al darles el frente para la oferta, lanzó ella por entre los astiles una última mirada al siempre tranquilo sauzal lejano.

 

La cocina era grande, renegrida por cada año, y bien barrida. Buena pared de piedra. Techumbre firme, de teja. En el medio, el fogón: un redondel de caracúes vacunos que asomaban sus calvas a unas pulgadas del suelo. Colgada de un tirante del techo, la cadena con sus ganchos de un lado y de otro para disponer los recipientes de modo que todos iguales pendiesen en el centro mismo del fuego.

 

Ella ensartó un trozo de carne, situó con adecuación la parrilla, arrimó tizones. De inmediato agregó astillas para ir preparando más brasas. En seguida se puso a aprontar el mate.

 

Del breve interrogatorio, muy pero muy contrariado quedó nuestro compadre Carancho. No había noticias ni de Don Juan ni de los suyos. La vieja escuchó cierta noche un tropel de caballos hacia el Paso. Después, hasta el momento, ni en un sentido ni en otro había cruzado nadie, que ella supiera. Presumía la señora que los que sintió serían Don Juan y sus amigos, porque dos días atrás ella se había apersonado a la Comisaría y, allí, oyó que aquellos andaban a monte. Ignoraba si fueron destacadas partidas en su persecución. Tampoco sabía cómo andaban las cosas para la Mulita. Sólo sabía, en su oportunidad a la legua se dio cuenta, que el Comisario Tigre estaba con la sangre en el ojo. Y les reveló que fue dominándose mucho cómo él cumplió en algún algo con su deber, y le dio cuenta del asunto en cuya dilucidación la anciana acudía.

 

Pronto, a una orden del carancho, el Lechuzón reapareció en el patio. Se oyó en tres ocasiones el chirriar de la cadena del pozo. Andaba baldeando agua a las cabalgaduras, por no bajar al paso del arroyo. Viendo y oyendo beber a su rosillo, el primero en ser atendido, se le acentuaron las ganas de mate. Pero una vez satisfecha la caballada, retomó su lanza con resignada disciplina y comenzó a pasearse y a avizorar la llanura. Le pesaban los años al de guardia. Parecía como que estos se le corrían con el poncho para el lado que afirmaba la bota de potro y le hacían aflojar la pierna.

 

Adentro, entre cimarrón y cimarrón, el viejo Carancho sentíase con dureza defraudado. Llegó en la fija de que Don Juan se había detenido allí en su paso para el monte, y hasta pensó que estuviera utilizando a la vieja como espía. Sábese que quien se halla mal con “la autoridad” cuenta en seguida al vecindario como aliado de firme; pero es que, además, la Chancha Negra era muy de la relación de Don Juan y de su primo. Hasta no hubiera causado extrañeza al Carancho hallar allí a alguno de los matreros apostado de avanzada.

 

-Pues entonces… -y tenía fruncido el ceño- pues entonces nos hemos quedado ¡Buenas noches!

 

-Sí, señor. Lo que le dije es la purita verdá. Los que pasaron aquella madrugada, parece que se los hubiera tragado el monte. ¡Y los demás, les aseguro… no pasaron!

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