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Encontré una pieza en la
calle Temple, en el distrito Filipino. Costaba 3.50 dólares a la semana y
estaba en el segundo piso. Le pagué a la patrona -una rubia de edad mediana- la
semana entera. El water y la bañera estaban en el piso de abajo, pero tenía una
pelela para mear.
La primera noche fui al
bar que había al lado de la entrada del edificio y me gustó muchísimo. Me
alcanzaba con subir una escalera para volver a casa. El bar estaba lleno de
hombrecitos oscuros, pero no me molestaban. Había escuchado toda clase de
historia sobre los filipinos: que les gustaban mucho las muchachas blancas y
sobre todo las rubias, que usaban navajas y que ahorraban entre siete para
comprarse un buen traje y se turnaban para usarlo una noche por semana porque
todos medían lo mismo… Y George Raft anduvo diciendo por ahí que ellos
inventaron la moda de pararse en las esquinas haciendo girar cadenas de oro de
entre quince y diecinueve centímetros, para que se supiera cuándo les medía el
pene.
El mozo era filipino.
-Vos sos nuevo aquí, ¿no?
-me preguntó.
-Vivo acá arriba. Soy
estudiante.
-Te aviso que no vendemos
de fiado.
Tiré unas monedas arriba
del mostrador.
-Traeme una Eastside.
-Volvió con la botella.
-¿Dónde puedo conseguir
una muchacha? -le pregunté.
Él agarró las monedas.
-De eso no sé nada
-contestó mientras caminaba hasta la caja registradora.
La primera noche me quedé
hasta que cerró el bar. Nadie me molestó. Vi a pocas rubias saliendo con los
filipinos. Los tipos eran bebedores tranquilos. Se sentaban en pequeños grupos
y juntaban las cabezas para charlar y reírse suavemente. Me caían bien. Cuando
el bar cerró, me levanté y el mozo me dijo: “Gracias”. Eso no pasaba nunca en
los bares americanos. O por lo menos no me pasaba a mí.
Me gustaba haberme mudado allí. Ahora lo que precisaba era plata.
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