sábado

CRESCENCIANO GRAVE “ARTE Y FILOSOFÍA PROVIENEN DE UNA LIBERTAD QUE LUCHA CONTRA LA DOMESTICACIÓN”

 

por Julieta Lomeli

 

Podríamos haber titulado esta entrevista así: Crescenciano Grave y la filosofía de la tragedia, un romántico contemporáneo. Doctor en Filosofía y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, su línea de investigación es la ontología y la estética en la filosofía moderna. Su trabajo se ha especializado en el vínculo entre el modo como se piensa el principio o ser de la totalidad y la manifestación de este ser en el arte en general, sobre todo en la tragedia. Hablamos con él.

Crescenciano Grave es un filósofo mexicano formado al estilo clásico, seducido por los grandes sistemas y contagiado, al modo del idealismo alemán, no solo de una pluma romántica, sino también, literaria y estética que lo vuelve al mismo tiempo un buen escritor. En este tono, me permito una anécdota.

Cuando era muy joven leí de él Verdad y belleza. Un ensayo sobre ontología y estética, un libro que guió y cambió mi forma de ver la filosofía cuando apenas comenzaba la universidad. De tal obra, me pareció maravillosa la caracterización platónica que Grave enfatizaba sobre el filósofo enamorado de la belleza, de ese hombre o mujer que, con un profundo amor al conocimiento, logra despegarse de los estímulos inmediatos, de las relaciones utilitarias con los objetos y personas del mundo cotidiano, y de la aprobación que ello le traiga, para contemplar lo más bello que un individuo pudiese contemplar: la sabiduría. Así, desde la sugerencia del filósofo mexicano, es necesario deslindarnos del automatismo y la aceleración que la vida contemporánea consigna, para dejar de ver a los demás, a las cosas e incluso a nosotros mismos, como medios para lograr fines, como relaciones y objetos meramente útiles. Desde tal arista, una persona, una situación, una obra de arte puede ser bellísima no por su apariencia física, ni por lo que ello nos traiga a cambio, sino por ser virtuosa, compasiva, o por consignar un montón de información abstracta, de sabiduría y conocimiento. Curiosa tesis para estos tiempos frívolos. Esta es la sapiente y estética conversación que tuve con Grave.

La caracterización que usted hace del filósofo en Verdad y belleza me fascinó desde el primer momento en que la leí. En esta época en la cual pareciera que todo debe tener una función inmediata, que las relaciones son desechables y que la belleza no parece ser más que —como usted escribe— «una catalizadora para la reflexión filosófica que presencia la verdad», ¿qué le quedaría entonces por hacer a la filosofía? Más al haber perdido ese terruño sugerido por Platón en el cual podría converger la belleza —como la unificación de virtudes que iban más allá de la apariencia—, la verdad ética y la reflexión filosófica.


La idea que me ha interesado explorar es la de la belleza que, en su misma esencia sensible, expresa —ya sea velada o simbólicamente— acontecimientos que, pareciera, solo en y desde la obra de arte se pueden detonar. Eso que se detona en un instante es la experiencia del tiempo unida a un anhelo de eternidad. En esa paradoja, encuentro un estímulo para porfiar en la creación. O, si se prefiere, una ilusión para soportar esta vida nuestra que, a veces, puede ser deplorable. Manifestar lo fugaz es también un esfuerzo para retenerlo. En este sentido, más allá de las respuestas platónicas, el problema sigue vigente. ¿Cómo la confrontación con lo que nos patentiza nuestra irremediable condición finita nos provee de estímulos para seguir afirmando nuestra existencia? La filosofía, libremente creadora de sus propias reflexiones, es crítica —y demoledora— de los cotos de dominio que promueven el mantenimiento de una existencia domesticada. Y, más allá de la imprescindible lucha política, el arte y la filosofía se distinguen por ser ámbitos provenientes de una forma de libertad que, en sí misma, es una lucha contra la domesticación y, a pesar de las derrotas que inexorablemente padecen, provocadores de esa experiencia irreductible.


En su libro La luz de la tristeza. Ensayos sobre Walter Benjamin me queda más claro el lugar que usted le da a la creación, no solo artística, sino también filosófica. Me llama mucho la atención esa analogía que hace de manera constante en tus libros entre el arte, la creatividad y el ejercicio del pensamiento. En este sentido, y como escribe del filósofo Benjamin, pareciera que el filósofo también —aunque trabaje con argumentos y palabras—, puede mirar «al mundo como si este hubiera sido pintado en sus detalles por Van Gogh o Cézanne: con la luz emanando de las cosas mismas; con el aura habitando en sus ornamentos (…) Y, para un escritor, ¿qué mejor ornamento de las cosas que las letras de su nombre?», que las palabras que utiliza para pensar la vida. Pensando en Benjamin y en varios de los filósofos de quienes gusta escribir en sus libros, pareciera que tienen en común un tipo —como usted mismo la llama— de «intuición de la belleza en su formulación de verdad filosófica», lo cual los convierte no solo en filósofos, sino también en escritores, y al mismo tiempo, en artistas del pensamiento. ¿Qué pasa entonces hoy en día con esa acepción —diría incluso romántica, y a la cual me adhiero sin temor— del filósofo como alguien que, aparte de detallar de forma rigurosa sus reflexiones, no por eso olvida la belleza en sus palabras, y por lo mismo es también un buen escritor? ¿Será que el talento para escribir, y esa «intuición de la belleza», diferencia al filósofo de —como escribiría Schopenhauer— los «profesionales y comentadores de la filosofía»?


Creo que la escritura filosófica puede ser tejida —por apelar a la vieja pero fructífera metáfora— bajo una tensión peculiar; una tensión que puede llegar al extremo de intentar decir lo que no se puede decir clara y distintamente. Esta tensión puede recogerse bajo la forma de un ensayo, un comentario, e incluso en una reseña. La exégesis de los textos es también una experiencia de concentración en la que se ha pensado del mundo. La filosofía es un género literario, y las «especies menores» de este género no lo son porque dejen de afrontar los problemas, sino porque dejan que los problemas —las preguntas, las vacilaciones, la incertidumbre— se apoderen de la escritura y, hasta donde sea posible, se despejen en ella. En este sentido, el ensayo filosófico —al menos el que a mí me interesa— mantiene al «yo» en una posición de retirada frente al despliegue de las ideas, pero al exponerse en el comentario de esas mismas ideas, el autor del ensayo hace de este una creación propia. El ensayo filosófico es una experiencia, un poner a prueba la propia capacidad para confrontarse con las ideas.


Muchas veces ha hecho alusión en sus obras a esa concepción que la filosofía en un sentido moderno, y quizá también clásico, ha buscado descifrar: «la Unidad», que, despegada durante los siglos modernos, dio paso al nacimiento de la ontología. Así se comenzó a hablar de dicha Unidad desde la experiencia, desde los medios terrenales que tenemos para hacerlo, y por ello, a veces, los filósofos concluyeron que aun así siempre existiría algo que se les escapaba. Que no podían conocer ni unir en un solo sentido ni en un solo sistema dicha Unidad. A ese inacabamiento e inhaprensibilidad de la verdad usted le ha llamado «el sentido de lo trágico». ¿Nos puedes hablar más de esto?


La unidad que me interesa comentar es la que nunca es meramente unidad: es la que, desgarrándose siempre por sus propias fuerzas, se manifiesta en la pluralidad conflictiva. En este sentido, he intentado reconstruir una cierta trayectoria excéntrica de la filosofía moderna; la que, iniciada con Schelling —y ya sabemos que, en filosofía, los inicios tienen precedentes—, se traba con Schopenhauer, y se destruye a sí misma con Nietzsche. Esa unidad desgarrada es la que se transparenta en sus propias objetivaciones de modo que son éstas las que se constituyen en vehículos para pensar lo que en sí no existe propiamente; lo que se enrosca en su propia oscuridad para posibilitar su impulso existencial, como en Schelling, o la que se abisma en su propio vacío de nada, como en Schopenhauer. Esa oscuridad impenetrable por la razón es el desafío último de la filosofía moderna que, con Schelling y con Schopenhauer, expira. Nietzsche es el pensador que no reniega de la profundidad, sino que encuentra en esta la ciénaga que fertiliza toda su aparición excesiva: tanto la que la afirma en la fugaz creación anhelante de deparar un placer eterno como la que la petrifica como dominio sofocador de la existencia. Rastros de esta excentricidad no dejan de asomarse en las meditaciones fragmentarias de Benjamin. Así, la filosofía trágica es una tarea pendiente; tarea que hemos esbozado en ensayos y comentarios. Y, quizá, sea todo lo que podamos hacer.

 

En su libro sobre Schelling Naturaleza y existencia. Schelling y el naufragio de la metafísica escribe que, en la modernidad, «la filosofía, considerada como la máxima actividad del espíritu subjetivo frente a la naturaleza meramente objetiva, se asumía como un ejercicio libre opuesto al mecanicismo imperante fuera de ella». Era esa época en la cual el desarrollo de las ciencias empíricas, y del espíritu positivista y riguroso, se empezaba a contraponer cada vez más frente a la labor del filósofo. ¿Cuál es la diferencia que usted encuentra entre su concepción de filosofía y la forma de trabajar de las ciencias?


El modo de trabajar de las ciencias, que difícilmente puedo presumir de conocer a cabalidad, no me merece sino respeto. Otra cosa es que desde la filosofía se pueda hablar —y muchos lo han hecho con perspicacia crítica— del modo en que la ciencia ha sido engullida por sistemas de dominio. Esta reflexión me parece imprescindible para conocer la situación de la ciencia en la modernidad —que tal vez nos muestre a una ciencia distante de ser tan desinteresada y objetiva como algunos de sus cultivadores presumen— y, a la vez, para promover una mayor libertad en la investigación científica. Ahora mismo estamos en una situación en la que, por una parte, se libra una batalla científico-económica por las vacunas contra la Covid-19 y, por otra, esas vacunas serán efectivamente un gran alivio o la solución a la pandemia.

 

En un mundo cada vez más dominado por la tecnocracia, en el cual las visiones científicas son las más válidas, pareciera que el proceder de la filosofía contemporánea sigue muy atenta —y en ocasiones sumisa— el ejercicio cientificista de otras disciplinas. Se podría creer incluso que a veces la filosofía quisiera confundirse con la ciencia, sin lograrlo del todo y desconociendo por completo la tradición filosófica que le antecede de más de dos milenios. En este sentido, ¿cómo podrían la historia de la filosofía y la filosofía moderna —que es en la que usted se especializa— enseñarnos un poco de humildad epistémica? ¿Por qué deberíamos virar y revalorizar esa época de la tradición filosófica moderna?


La filosofía trágica que se puede reconstruir desde cierta tradición moderna —tradición excéntrica respecto de los puntales de la modernidad dominante— es la que, asumiendo los límites de la razón humana, alza a esta razón como filosófica en la confrontación con aquello que, en tanto tal, no puede ser identificado con las determinaciones de la misma razón. Desde aquí, nuestra existencia se descubre arrojada a la precariedad —en el sentido de no poder dominar a su propio fundamento— y, a la vez, impulsada y dispuesta a cultivar sus fuerzas corporales, anímicas y espirituales. Esta disposición es la que se potencia creadoramente en la ciencia, el arte y la filosofía. Y, al menos desde las dos últimas, podemos aprender el valor de no renunciar a escudriñar la realidad que, precediéndonos y excediéndonos, es renuente a nuestro dominio y, sin embargo, no deja de interpelarnos.


(Filosofía&Co / 28-12-2020)

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