Hay una canción de Nacho Vegas donde una niña le pregunta a su madre qué es lo que comen las brujas. «Leche, galletas y a ti, corazón mío, a ti», le responde. Sergio de Molino (Madrid, 1979) describe con ‘La piel’ (Alfaguara) una historia que bien podría ser un ensayo, una novela o una sucesión de relatos en los que los monstruos y las brujas son los padres –que esto tampoco lo sepan los niños–, narrando en primera persona su relación con la enfermedad –psoriasis– y el momento en que empieza a ser consciente de su propia muerte, siendo todavía un infante de ocho abriles que se había clavado algo en el pie caminando por la playa.
Dices en el libro
que «no hay manera de que los muros de la ficción se desmoronen». ¿Por qué
desmoronarlos?
Estoy a favor de
que los niños vivan en sus historias y no crean en el mundo de adultos, sino en
su realidad y sus fantasías. Esto también viene de la experiencia de mi propio
hijo, que es un niño muy descreído al que hay que meterle la ficción. Nos iría
mucho mejor si aguantásemos muchos años viviendo dentro de las ficciones, sobre
todo de los cuentos infantiles, de los mitos y de las leyendas. Si
mantuviéramos la credulidad mucho más tiempo, nuestra vida sería mejor en
muchísimos aspectos. Lo que pasa es que, así como hay una obsesión en el mundo
moderno por destetar a los niños pronto y por que crezcan muy rápido, también
hay una voluntad por sacarlos enseguida de las ficciones y que se sumerjan en
la realidad del mundo. Sacamos demasiado pronto a los niños de su infancia, y
deberíamos hacer lo contrario: esforzarnos por prolongarla todo lo posible,
porque es muy breve y muy fugaz.
No queremos que los
niños crean en los monstruos, pero sí en los Reyes Magos.
Tenemos una
sobreprotección con lo monstruoso, con el mal, con la cosa satánica…
Sobreprotegemos en exceso a los niños creyendo que así los salvamos de algo,
pero en realidad les estamos dejando completamente indefensos, porque no les
estamos dando las armas para imaginar un mundo verdaderamente siniestro y
peligroso. Una de las funciones elementales y clásicas que tienen los cuentos
de terror y la tradición de los monstruos es tenerle un poco de miedo al mundo.
Pero esta sobreprotección tiene un efecto paradójico, porque al final hacemos
más vulnerables a los niños intentando protegerlos: no entendemos que la
función de estos cuentos es precisamente forjar y crear esa desconfianza.
En el libro
mencionas a Roal Dahl, pero yo me acuerdo de Edgar Allan Poe, que decía que el
niño es quien conoce el corazón del hombre…
Los niños tienen
esa capacidad, pero porque no tienen rodeos ni hipocresía social, ni entienden
nada de la liturgia de las relaciones humanas. Pueden penetrar –de una forma a
menudo muy incómoda y a veces desasosegante– en cuestiones y enunciar miedos y
sentimientos que a los adultos nos han enseñado a reprimir y a presentar de una
forma mucho más edulcorada. Los niños entienden a la primera cosas que a los
adultos nos cuesta mucho, porque nos han enseñado a no decirlas, a no mirarlas,
a no pronunciarlas… Es un tópico, pero hacerse mayor, en buena medida, es un
desaprendizaje, una forma de ir perdiendo ese acceso a la verdad intuitiva que
teníamos de niños.
¿Cuándo empezaste a
ser consciente de que te estabas haciendo mayor?
En el momento de
la escena que describo en el libro, cuando me pincho con una espinita que había
playa y que yo confundo con una aguja hipodérmica impregnada de SIDA, en los
años ochenta. Creo que es un momento que ha pasado inadvertido en muchos
lectores y en las reseñas que voy leyendo. Apenas se menciona o se considera
que es algo marginal, y a mí me parece que es un momento revelador del libro,
porque lo es también en mi vida: es el momento en el que adquiero la conciencia
de la muerte. Creo que todo niño despierta y abandona su infancia cuando es
consciente de su propia mortalidad. Los niños no son capaces de concebirlo,
incluso aunque vean morir a otro, pero la propia conciencia de la mortalidad es
un momento epifánico de revelación que nos sucede a todos en algún momento y
que marca una barrera enorme entre la infancia y, poco a poco, su abandono. En
mi caso, es ese instante en el que sin explicármelo y sin ningún tipo de
justificación o de razón –porque no la había– asumí que me iba a morir, y lo
hice con naturalidad, como lo asumen los niños. Igual también protejo mucho la
infancia de mi hijo porque tengo la sensación de que yo no fui muy niño. Viví
con la idea de hacerme mayor muy pronto y realmente fue así. Creo que hice mal,
me pesa mucho y no quiero que mi hijo pase por lo mismo.
El momento del
pinchazo sucede cuando tienes ocho años. Pero resulta interesante que te lo
callaras, que no se lo dijeras a tus padres. ¿Por qué?
Porque si lo
revelas te van a quitar la idea de la cabeza. Las convicciones más íntimas nos
las guardamos, no las compartimos por miedo a que nos las echen para atrás. Hay
varias formas de religiosidad: muy banales, muy populares… Pero la religiosidad
más intensa y más auténtica es la que no se revela, la que se vive en la
intimidad del silencio, en el interior.
¿El entorno en el
que te criaste era más hostil que el que vive ahora tu hijo?
No, pero creo que
es distinto. Todos los padres, desde que somos homo
sapiens –y también los mamíferos–, nos desvivimos por instinto
por nuestras crías. No creo que haya habido una evolución ni que haya
generaciones de padres más despreocupados. Sí hay condicionantes culturales y
cosas que van variando, y que unas generaciones dan más importancia a unas
cosas, pero no quiere decir en absoluto que haya unos padres más atentos que
otros. Todos ellos están programados biológicamente para dar la vida por sus
crías en cualquier momento. Mis padres también la daban, como la doy yo con el mío,
lo que pasa es que la sociedad en ese momento todavía no estaba tan atomizada
como ahora. Pervivían todavía unas formas de socialización muy del antiguo
régimen, casi propias de la vida anterior e industrial, con unas familias más
extensas, con más hermanos… Y eran unos niños a los que no se les hacía tanto
caso no porque se les quisiera menos, sino porque las circunstancias eran
otras: un niño tenía que correr y jugar y ocuparse de él mismo. Ahora vivimos
en unas ciudades que los han desterrado. Yo jugaba mucho en la calle y sin
supervisión paterna, pero hoy eso se ha acabado. Es un caso cultural que tendrá
consecuencias sobre los niños y sobre sus personalidades, pero no creo tampoco
que seamos peores. Mi infancia tuvo cosas buenas que mi hijo no va a disfrutar,
como es esa libertad de explorar el mundo, de apropiarte de tu barrio sin que
esté tu padre detrás, pero hay que mirar la balanza: aunque hemos perdido
cosas, hemos ganado otras. En ningún caso habría que poner en cuestión la
dedicación y la entrega de los padres por sus hijos. Cada uno lo hace lo mejor
que puede.
Si las ciudades han
desterrado a los niños, ¿qué sentido tiene traer un hijo a este mundo?
Tener un niño no
es una decisión racional, como no lo son casi ninguna de las cosas que hacemos.
Es algo que surge. Yo no me planteé ser padre o no, simplemente lo fui. Llegó
un momento en la vida en que eso se impuso. Lo puedes racionalizar, más o
menos, pero es una posibilidad biológica que tenemos, aunque cada vez lo
hacemos menos. En occidente la natalidad está a la baja, y cuanto más podemos
elegir –porque es durante la mayor parte de la historia de la humanidad la
gente no ha podido–, cada vez es mayor el porcentaje de la población que decide
no tenerlos. Es lógico y normal, pero la decisión de tenerlo no se debe a un
cálculo. No lo piensas. La mayoría de las cosas que hacemos en la vida, si las
pensamos haciendo un estudio de pros y contras, valorándolo todo bien, no las
haríamos nunca, porque todo sale mal y todas las previsiones de futuro siempre
son catastróficas y desastrosas. La gente ahora no quiere tener hijos porque
prefiere dedicar su vida a otras cosas y es perfectamente legítimo. Los que los
hemos tenido no sabemos por qué, no nos arrepentimos. Al menos yo no me
arrepiento.
¿Las ciudades y las sociedades también
han desterrado a los ancianos?
Completamente.
Vivimos en una sociedad que hace dos días vivía un síndrome de Peter Pan en la
que, para empezar, nadie quiere ser anciano. Venimos además de la cultura
juvenil, y esto sí que es una cosa coyuntural: venimos del mayo del 68, de la
exaltación de la juventud y de unos jóvenes que se hicieron muy viejos sin
asumir que iban a serlo. Para ellos, la vejez era la mayor putada que les podía
pasar en la vida, entonces se dedicaron a negarla. Son los que nos gobiernan
todavía, la generación dominante que está ahí y que no acepta su propia vejez
ni su propia muerte. A partir de mayo del 68, empezamos a negar que hubiera
viejos y una forma de hacerlo fue retirarlos. Lo que hemos vivido en los
últimos meses con la pandemia es el resultado de esa negación durante décadas:
de repente descubrimos que teníamos a todos los viejos en pudrideros porque no
queríamos verlos, porque no sabíamos qué hacer con ellos. Envejecer es condenarte a la soledad,
y somos una sociedad que excluye a los niños y a los viejos y los esconde
debajo de la alfombra. Y en cuanto llega una crisis como esta, de repente
tenemos a los niños en casa y a los viejos que se nos mueren. Esa es la virtud que tienen las grandes crisis, que ponen en
evidencia toda la mierda que veníamos arrastrando y que la bonanza nos impedía
ver.
A Stalin, según
cuentas, no le gustaba que le hablaran en georgiano porque le recordaba a la
anciana madre que nunca visitaba en Tiflis…
Eso me llamó
muchísimo la atención. No le gustaba nada. Lo dicen muchos testimonios
históricos. Yo creo que tenía ese sentimiento de culpa por cómo había
abandonado y dejado morir a su madre, que debía ser una pieza –de tal palo, tal
astilla– que le había hecho la vida imposible en muchos aspectos.
Hablas de la gente
mayor que se baña por la mañana en la Playa de la Concha, porque en el agua
está su fuente de la eterna juventud. Esto es algo que me ha recordado a la
escena de la piscina en Cocoon. No obstante, me pregunto si estos
abuelos se desencantarían después de recuperar su ansiada juventud.
Siempre. Y, si
no, es que son idiotas. Quien no se desencanta por algo que consigue, en el
momento que lo consigue, es que es profundamente idiota. Solo los imbéciles
están satisfechos cuando consiguen algo, y dicen: «¡Qué bien! Ya soy lo que yo
quiero ser». ¡Nadie es lo que quiere ser! Entonces, en el momento que tengan la
sensibilidad suficiente, descubrirán que esa aspiración a la juventud es
también absolutamente banal y estúpida. A mí me gustan los viejos prematuros, me
caen muy bien, porque no intentan ser jóvenes. Me gusta la gente a la que
llaman «señor» en el parque –cuando a unos niños se les sale la pelota y te
dicen: «¡Señor! ¿Nos echa la pelota?»– y no se enfada. Desde la perspectiva de
un niño todos somos viejos y eso es maravilloso. La gente que en general asume
con alegría lo que la vida le ha llevado a ser, trasmite una sabiduría casi
druídica en muchos aspectos. Los que no son capaces, siempre están intentado
buscar algo. Es una figura que nos gusta mucho, porque como no soportamos la
vejez, nos gustan mucho los viejos que se niegan a ser viejos, y enseguida
sacamos el reportaje de alguien de noventa años que ha subido el Everest. Esa
negación profunda, esa gente que no asume que la insatisfacción es el estado natural,
me acaba dando mucha tristeza: se van a morir sin haber asumido nunca el estado
de insatisfacción y sin haber disfrutado un solo segundo en su propio cuerpo.
Es paradójico, pero uno disfruta cuando sabe que somos unas máquinas cansadas y
que eso es lo que hay.
Somos células que
venimos del agua, y en ella buscamos nuestra juventud. Sin embargo, terminamos
nuestros días bajo tierra o incinerados, aunque luego tiren nuestras cenizas al
mar…
Sería bonito
morir en un barco y que te arrojen por la borda con unas gaitas escocesas
sonando. Es curioso, porque es verdad que nuestra relación con el agua es muy
intensa y muy estrecha, porque seguimos siendo animales acuáticos. Los
mamíferos salimos del agua en algún momento y dejamos de ser peces para ser
animales terrestres, pero no nos hemos adaptado todavía. Por eso nos llevamos
el agua con nosotros mismos, porque por dentro estamos llenos de agua.
Realmente en ella parece que nos reencontramos con algo, siempre. Esto tiene
que ver casi de una forma mística con reencontrarse con la memoria de la
especie. En el agua parece que todo se simplifica, y por eso ahí buscamos la
juventud y la anulación del pensamiento: buscamos unas emociones muy primigenias,
muy sensoriales, muy básicas que nos reconcilian con una animalidad anterior
que también tiene que ver simbólicamente con el líquido amniótico de la madre.
Somos tan acuáticos que nos gestamos en un entorno acuático. Ese simbolismo
eterno, esa búsqueda del baño, para mí era muy importante expresarla en el
libro y que estuviera pendiente, no sólo a través de la piel, sino en esa
reversión de toda la cultura y sofisticación que nos hemos ido añadiendo en la
tierra y que en el baño desaparece por completo.
¿Y el «monstruo con
psoriasis» que se disuelve en el agua como una aspirina, desaparece?
Todo monstruo
quiere desaparecer. Y la inmersión en el agua, aunque no te deshagas, ya es un
intento de camuflaje. Todo monstruo desea anularse y que desaparezca, primero,
la causa de su monstruosidad. Y si no puede hacer que desaparezca esa causa, lo
hará él mismo. El agua te lleva a eso, a disolverte, a esos peces que vienen a
morderte… Y esos cachitos que se van desprendiendo dentro del agua tienen esa
parte simbólica del monstruo que intenta conseguir deshacer su monstruosidad.
Afirmas en La
piel que los monstruos son misántropos, que tienden a huir, pero como
ahora somos más civilizados, contamos sus historias y los convertimos en
héroes, no en apestados.
¿Qué van a hacer,
si los persiguen y los quieren matar todo el rato? Con lo que juego es con esa
idea antropológica y con el mito cultural que intenta relacionar la
monstruosidad física con la monstruosidad moral. Ese juego dialéctico, muchas
veces, es también el reflejo de cómo ha ido cambiando la sensibilidad cultural
y nuestra visión de lo extraño y de la amenaza que no es humana, de cómo hemos
ido disociando cada vez más claramente una monstruosidad de otra y cómo podemos
todavía jugar a hilar ambas. ¿Hasta qué punto un monstruo que lo es por fuera
lo es también por dentro? Es lo que todos los monstruos nos preguntamos en
algún momento: hasta qué punto todas estas escamas y todas estas heridas nos
deforman y nos escaman también nuestra manera de ser y de relacionarnos con el
mundo.
Entonces, si los
monstruos quieren apartarse del mundo, ¿significa esto que serán ellos quienes
repueblen la «España
vacía»?
[Risas] Hombre, los mapas medievales ya sabes que estaban poblados por monstruos y dragones. Cuando no sabemos qué hay más allá, siempre imaginamos que está lleno de monstruos. En La España vacía, precisamente, hablo también de monstruos. En el capítulo de Las Hurdes (Tribus no contactadas), digo que los hurdanos eran percibidos como monstruos, y hago una analogía –los buñuelistas no me la han afeado todavía lo suficiente– en la cual digo que Las Hurdes (Tierra sin pan) no es un falso documental, sino una película de monstruos como King Kong y como las que se hacían entonces, que además sabemos que le gustaban mucho a Buñuel. O como Freaks (La parada de los monstruos), que es casi del mismo año que Las Hurdes (Tierra sin pan). El imaginario de los monstruos está muy ligado a la imagen de los paletos y al imaginario del mundo rural. Con lo cual, no es que los monstruos repoblarán la España vacía, es que desde una perspectiva urbanita, prejuiciosa y ligada a la tradición, la España vacía ya está poblada por monstruos, porque siempre han estado en el campo. Hay una relación entre la monstruosidad de los lobos y el bosque, por ejemplo. Y está también en Drácula, que es un monstruo que viene del campo –de su castillo– para destruir la sofisticación de la ciudad con sus modales bestiales y sus ritos medievales totalmente salvajes.
(ethic / 29-7-2020)
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