por Óscar Carrera
A principios de junio de 1997, el estadio Downing de Nueva York se preparaba para albergar, en un festival de dos días, a U2, Radiohead, Sonic Youth, Björk, Blur, Patti Smith, Noel Gallagher, Foo Fighters, Beastie Boys, Alanis Morissette y otras luminarias del pop. Media hora antes de empezar, un grupo de monjes de origen tibetano recitaba una plegaria para bendecir el recinto. Se trataba del segundo Tibetan Freedom Concert, destinado a recaudar fondos para apoyar la causa de la independencia tibetana. En las dos jornadas siguientes se oirán en el bendecido escenario exclamaciones como: «¡Si queréis ver democracia en el Tíbet, haced algo de ruido!», «¡Si hay alguien aquí que quiera estar en la onda, involucrarse y liberar el Tíbet, quiero que me peguéis!» o «¡El Dalai Lama es un nigger!». Como sentenciaba en su crónica del concierto la revista Rolling Stone: «La paradoja cultural de la violencia sónica de los Blues Explosion coexistiendo con las antiguas tradiciones pacifistas de los monjes —por no mencionar a un ironista súper hipster como Spencer predicando la responsabilidad social— demostró ser la norma del fin de semana».
Unos señalaron que, por bienintencionado que fuese, aquel macroconcierto
solo demostraba, a pesar suyo, cuán lejos se encuentran actualmente las
culturas del Tíbet y de Estados Unidos. Otros fruncirían el ceño ante unos
monjes que se privan estrictamente de la música y las sustancias intoxicantes,
pero bendicen el tipo de evento donde ambas suelen correr libremente (alcohol
excluido en este caso). Sin embargo, este juicio pasaría por alto una tradición
importante del país que inspiraba eventos como este.
Pues, aunque el pop-rock no consiguió liberar el Tíbet, otras músicas
populares han conseguido «liberar» a muchos de sus habitantes. Hablamos de las
llamadas «canciones de realización», conocidas como dohā en el subcontinente índico, y adoptadas con
entusiasmo por los tibetanos, e incluso, por colectivos no budistas como los
sants de la India medieval o los bauls de hoy. Según valora Ronald M. Davidson
en su Indian Esoteric Buddhism, sería «difícil encontrar un
lenguaje y forma de verso similar de inspiración budista que se haya vuelto tan
popular y tan ampliamente imitado».
Si en el entorno cultural del Buda se cuestionaba el valor de las artes
musicales [La música en el budismo temprano], la India medieval las revalorizó
por completo: del siglo VII en adelante, maestros budistas podían ser
descubiertos tocando instrumentos, cantando canciones e incluso expresando en
ellas su experiencia de la Iluminación… o eso afirmaban. Algunos, como Tilopa,
hasta participaron en concursos para demostrar sus dotes compositivas. La
música no se reducía ya a ofrendas de «sonido» (sánscrito: śabda), rituales meritorios acompañados de campanas,
trompetas o tambores, sino que se cultivaba su cara más creativa e incluso,
ácida.
¿Qué había cambiado en el budismo durante este período de más de mil
años? ¿Cuándo dejaron los sabios budistas de retirar sus «facultades
sensoriales» al toparse con un espectáculo musical, como hacía el arahant
Anuruddha en un discurso pali, y comenzaron no
solo a disfrutar de la música, sino a unirse a los músicos en su oficio?
Tales transformaciones son difíciles de esquematizar, pero pudo influir
la noción de un Śilpinnirmāṇakāya o «cuerpo
artesanal» de los budas. Se trata de manifestaciones búdicas en forma de
artesanos u obras de arte, creadas para beneficio de los seres sintientes.
Ejemplos aluden al mítico maestro de los artesanos, Viśvakarman, o a Rabga, un
bardo celestial arrogante que recibió una lección de humildad cuando un buda
demostró ser capaz de tocar todas las cuerdas de su instrumento presionando una
sola, que inundó el espacio con voces de Dharma.
Otro posible factor es el uso creciente del sonido como objeto de
meditación. El shivaísmo de Cachemira emplea para este fin los instrumentos de
cuerda, y textos budistas mahāyana como el Śūraṅgama Sūtra contemplan
la existencia de estadios meditativos «por medio de la escucha». El episodio
más célebre en la tradición indotibetana es, en este sentido, el de Vīṇāpa, uno
de los 84 legendarios mahāsiddhas. En su
juventud, Vīṇāpa era un joven príncipe indio que pasaba todo su tiempo tocando
la vīṇā, un instrumento de cuerda similar al laúd. En su
obsesión, apenas comía, ni por supuesto mostraba el menor interés en aprender
el arte de la regencia. Sus consternados padres mandan llamar al yogui Buddhapa
para que lo aparte de la música… Como el joven rechaza cualquier práctica
espiritual que no incluya su querido laúd, Buddhapa le solicita que contemple
el sonido de las cuerdas sin conceptualizar sobre él: sin distinguir entre el
sonido en bruto y la impresión mental que produce. Nueve años después —se
cuenta— el príncipe comprendió el sonido que yace en el origen de todos los
sonidos. Oyó la melodía de la que surgen todas las melodías. Este fue su canto:
Con perseverancia y devoción
dominé los acordes errantes de la vīṇā;
pero entonces, practicando el sonido no-nacido,
no-tañido,
yo, Vīṇāpa, me perdí
(basado en la tr. de Keith Dowman, Masters of Mahāmudrā).
Los versos citados tienen el estilo de las canciones de realización,
conocidas en el Tíbet como mgur o nyams mgur. Su introductor en el Tíbet es el yogui
Marpa, que las habría aprendido en uno de sus tres viajes a la India. Su
discípulo Milarepa es recordado como el yogui cantante por excelencia, a quien
la leyenda atribuye cien mil canciones. La escuela Kagyü, que remonta su linaje
a ambos maestros, ha alentado la composición musical en sus renunciantes,
incluidos monjes completamente ordenados, que encontraron en la música un medio
para expresar sus emociones religiosas en un tono autobiográfico e íntimo,
bastante raro en la literatura tibetana tradicional. Como los Sahajiya
bengalíes, los autores de estas canciones se inspiraban en la música y la
lírica del folclore autóctono, especialmente el del área de Amdo. Formatos
musicales más elaborados son igualmente atribuidos a ascetas Kagyü, como la
llamada «ópera tibetana» (lhamo),
supuestamente inventada por un ingeniero místico de la escuela en el siglo XIV.
Si bien muchos tibetanos todavía se aprenden de memoria las sencillas
composiciones mgur de Milarepa y de algunos
otros, su forma se ha visto alterada con el paso de las generaciones. La
mayoría de ellas han perdido la melodía y hoy son recitadas o, como mucho,
salmodiadas; no cantadas. Pocos y excepcionales son los maestros cuyas
composiciones reciban todavía el honor de ser interpretadas como canciones, aun
a costa de cambios melódicos y estructurales que hacen irrecuperables las
originales.
Las canciones de Milarepa disfrutan de este privilegio, aunque no
parecen tener asignado un formato musical específico. Un maestro que sí inspira
interpretaciones fijas es Kelden Gyatso (1606-1677), cuya música sigue siendo
popular en las aldeas de su tierra natal, la región Rebgong de Amdo. Sus
composiciones, analizadas por Victoria Sujata en su Tibetan Songs of Realization (2004), destacan por
dos razones adicionales. Primero, no provienen de los márgenes de las
instituciones religiosas, ya que Kelden Gyatso fue entrenado como monje
académico Gelug antes de considerar convertirse en un yogui solitario. En
segundo lugar, mientras que sus letras se asemejan a las del santo «loco»
Drukpa Kunley y otros yoguis cantores en sus temáticas, que incluyen episodios
fantásticos, animales hablantes, consejos morales, crítica a las instituciones
y simples divertimentos, también permiten profundas expresiones de piedad y
aluden a tantras secretos y a nociones de la metafísica budista.
De hecho, la lírica de Kelden Gyatso alcanza su punto álgido cuando los
temas más esotéricos se combinan con la actitud más desenfadada, sobrevolando
melodías tomadas de la música popular del Tíbet oriental. Es entonces cuando
este erudito Gelugpa y adepto tántrico, uno de los lamas más venerados en la
región de Rebgong y fuente de su propio linaje de reencarnación, muestra que
las cosas no son tan blancas y negras como en un principio se pudiera pensar…
particularmente en el mundo no dual del misticismo tibetano:
¡Oh, sí! El resultado de lo que ha sido purificado
¡Ey, tú! del nacimiento ordinario, la muerte y
el bardo es los tres kāyas [cuerpos de buda]
¡Ey!
¡Ey! Medita sobre los estadios de Generación y
Terminación [del yoga de deidades], que son los agentes purificadores.
¡Ja, ja! La mente es feliz y gloriosa, ¿lo pillas?
¡Ya yi ya yi!
(basado en la tr. de Victoria Sujata)
Salvando un abismo de sutileza, los versos de Kelden Gyatso compiten en
iconoclastia con los gritos que se oyeron aquellas dos jornadas de 1997 en
Nueva York: «¡El Dalai Lama es un nigger!» Como
corresponde a su condición de monje Gelug y simpatizante Kagyü, Kelden Gyatso
era practicante del Mahāmudrā, tradición iniciática que comparten ambas
escuelas. Y uno se pregunta si hay mejor manera de transmitir la esencia del
Mahāmudrā, descrito por Janice D. Willis como la «naturalidad de la mente
innata, liberada de todas las superposiciones sobre lo real originadas en el
yo, donde las distinciones de sujeto y objeto se disuelven por completo», que
saltar sobre algunos de los sistemas rituales e iconográficos más ornamentados
que la humanidad haya conocido en pos de la simplicidad de una canción
campesina. Tal vez no sea casualidad que uno de los introductores del Mahāmudrā
en el Tíbet fuera el mismo hombre que introdujo las «canciones de realización»:
Marpa, el maestro de Milarepa. Como guiado por uno de los futuros versos de
Kelden Gyatso: «Si cantas una canción como esta, vente a las montañas».
Óscar Carrera es graduado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y máster en Estudios del Sur de Asia por la Universidad de Leiden, donde escribió una tesis sobre la música y la danza en la literatura pali. Conoce en profundidad las regiones budistas del sur y del sudeste asiático y ha publicado varios títulos sobre música y sobre religiones, que se pueden consultar en: http://leidenuniv.academia.edu/OscarCarrera
(Buddishtdoor en Español)
No hay comentarios:
Publicar un comentario