lunes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (118)

 Los tres viejos (3)

  

El “superior” mantenía el medio cuerpo de distancia. Consciente de su responsabilidad se agazapaba en sus ojos. Siempre al trote, la mirada como alerta mano minuciosa, él registraba el terreno que de golpe se amplificó por producir un gran ensanche del ámbito el abrirse de dos nubarrones más que cerros y el aparecer de tamaña luna. Coincidió esta salida con la detención del malacara, el cual giró y dio el frente al rosillo y al bayito. Frenados con tanta dureza, los dos caballos últimamente mencionados fijaron como miradas de fiscal en su delantero. Pero ya clavaba la lanza en tierra el Carancho para empeñarse en desprender el “chifle” de los tientos. Luego de un buen trago, pasó el desaforado cuerno al Chimango. Todavía gratamente descendiéndole por el gaznate como una caricia con las uñas, el Chimango hizo entrega de la pesada asta al que no había estado lerdo en apareársele, y que aguardaba con gravedad. Como ternero abajo de la madre fue el Lechuzón, de inmediato. Hasta que el malacara del jefe le dio con el encuentro. Después de nuevo trago, el Carancho aseguró su alivianado recipiente a los tientos y manoteó la lanza. Se reinició el trote. El horizonte también se puso en marcha. Y, otra vez, entonces, piedras, árboles, chilcas, pequeños vados o zanjones, juncales, cañadas tomaban paulatina consistencia, se acercaban a los trotantes con la intención de dárseles a conocer en lo que realmente eran, y se quedaban atrás de los imperturbables y sumergíanse en la vaguedad que de un prolongado soplo les iba apagando sin remedio los contornos.

 

¡Ah, qué luna tan potente, ya! Las ecuestres sombras del Carancho, del Chimango y del Lechuzón, ¡era de verse!, hasta de lanza marchaban ahora, al costado de ellos mismos, refregándose en el suelo. Y, arriba, por el aire ya más diáfano, no dos de las moharras -porque estas venían muy herrumbrientas- más la tercia, sí, la del Carancho. Se adelantaba, espejeando, hecha cuarto creciente; aunque con impostura muy, muy sin suerte. Porque en todo lo que el horizonte, también al trote, iba abarcando, no habría podido conseguirse a aquellas horas siquiera un ojo, un solo ojo que advirtiera esta segunda luna a campo traviesa, rehilando a tan poca altura de los pastos. De existir una pupila allí, su mirar tomaría por ilusión la consistencia de lo terrestre, aquella noche. Y, así, para la distante visión asombrada que pudiera haber habido, el jefe y sus emponchados subalternos serían otros tantos nubarrones, a lo sumo. Tal vez aquella mirada, en ese otro cielo bajo, creería asimismo distinguir a ratos una estrella acompañante, y luego otra y otra, hasta tres, ¡y no más!, cuando, pasada de trotante a trotante la tabaquera bien repleta del Carancho, muy tiesos, y siempre mudos, se entregaban a su vicio los compadres. Y, ¿por qué no con dicha?, en fija que dejaría subir y bajar y subir… la vista de una luna a otra luna, aquel mirón. Hasta que, embelesado en ese juego, lo sorprendería de golpe el gran desconsuelo de sentirse solitario ante el prodigio; de advertir que no podría contar ya con quién atestiguase, y tendría, por eso, que callar toda la vida. Porque habrá de saberse que, tristemente, sin precisarse cómo, en la altura y abajo obraron a la vez cúmulos de ceniza, o densos humos, o tintas más que negras. Y como sopladas se apagaron las dos lunas en lo mejor de su lucir. Entonces, una desconfianza desquiciante cayó de tal manera sobre todo, que las cabalgaduras abatieron sus testas casi hasta meterlas entre los cascos para acercar al suelo su mirada; el trotar se hizo receloso, y cualquier cauce de morondanga ya provocaba sentadas en los garrones y hasta obligó al cauteloso incitar de la espuela.

 

Fue casi a tientas entre las raíces del ombú de la tapera de las Garzas Rosadas (aquellas que habían sido ocho, ¡y lindas!, y que cuando el asalto alevoso salvaron sus vidas todas, peo a poco comprobaron al mismo tiempo que estaban gruesas las ocho); fue a lo ciego que el Lechuzón se empeñó en hacerse de su trabuco.

 

El Chimango y el Carancho también habían echado pie a tierra, pensando con lógica que el hallazgo no sería tan así como así. El sitio les acentuó a los tres la gravedad. El silencio se les hizo necesario…

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