Dice Carlos Bousoño que
“todos los géneros son poéticos”.[1] Añadiré dos obviedades. Una: la poesía no
es un género; está convencionalmente dividida en géneros y éstos cambian de
nombre, de contenido y de límites en el devenir. Dos: ahora mismo, cuando,
también convencionalmente, decimos, “poesía” para significar que una
composición no es una novela, un cuento, un ensayo o un diálogo escenificable,
estamos en un lenguaje meramente técnico cuya validez es transitoria; decimos
“poesía” para aludir a una manera de articular el discurso y decimos muy poco
de la naturaleza del discurso.
La nomenclatura relativa
a las obras de arte fundamentadas en el lenguaje es ambigua y provisional. Esta
ambigüedad y esta provisionalidad se derivan de una real imposibilidad en la
sustancia que se hace sensible en tales obras, porque esta riqueza y esta
energía tienen consigo una inagotable variabilidad, de tal manera que lo que se
escribía hace dos mil años y ahora tenemos por “épica” nada tiene que ver con
lo que, temerosamente, clasificamos como “épico” al día de hoy.
Sabemos que la sustancia
no es otra cosa que la palabra, pero la palabra, en un “estado químico”
informulable, aunque sensible, obtenido en tratamientos que confieren
propiedades estéticas.
No debo demorar más una
cita que es la madre de todas las citas: atiéndase a la luminosa negatividad de
Aristóteles: “Pero el arte que imita sólo con el lenguaje, en prosa o en verso
[…] carece de nombre.[2] Todos los nombres que, históricamente, se afanen en
denotar aspectos o generalidades de ese arte aparecerán marcados por esa
anonimia fundamental.
Carecer del nombre
profundo no quiere decir exactamente que estemos ante lo indefinible: sí
podemos de-finir, de-limitar. Algo he dicho yo que podía usarse como
definición: “obras de arte cuya materia es el lenguaje”. Pero no sabemos decir
con una palabra lo que hay dentro de esos límites. Sabemos decir con una
palabra lo que hay dentro de esos límites. Sabemos que la obra de arte
proporciona placer con independencia de que sus representaciones o sus
significaciones puedan estar ligadas al sufrimiento, y sabemos que este placer
es una forma positiva de intensificación de nuestra vida, es decir, de nuestra
sensibilidad y nuestra actividad intelectual, pero, sabiendo todo esto, la
anonimia fundamental permanece.
De esta orfandad
semántica de las palabras que sucesivamente se utilizan para designar variantes
del fenómeno sin nombre (tragedia, novela, etcétera) hay que deducir otro
síntoma de caducidad: cuando una modalidad del discurso poético empieza a
perder sus rasgos tipificantes o a modificar la peculiaridad de sus contornos,
lo sensato, opino, es admitir que está disolviéndose su género y que será
inútil fetichizar el nombre de éste, porque el nombre no confiere existencia.
Aquí mismo, están claros
mis esfuerzos para aludir al tal fenómeno sin nombre. Decir “el lenguaje en
función estética” sería manera prolija y más académica de lo que en mi caso
conviene; séame permitido decir, provisionalmente, “literatura” a secas, aunque
esté claro que este nombre es una simplificación. Con esta licencia, me urge
afirmar que alguna forma de poesía es parte siempre de la obra literaria, y que
poesía no es sólo lo que en lenguaje técnico y actual llamamos poesía.
Yo pienso de mí mismo que
probablemente soy un poeta según la clasificación tradicional, y así
prácticamente admito que mi producto consiste en piezas literarias en las que
una corporeidad musical y unos imprevisibles sobreentendidos, todo ello
perceptible en primer término, dan lugar a una manera diferenciada de hacer.
Pero ocurre que yo percibo una progresiva hibridación de estos rasgos, y leo a
otros autores —incluidos los grandes— coetáneos y predecesores cercanos, y
advierto, también en ellos, la ya dicha progresiva hibridación, y entonces doy
en pensar que no se trata sólo de veleidades experimentalistas, y que una
alteración seria y natural de los géneros, todavía canónicos en la didáctica y
en la crítica, es la gran peculiaridad del siglo que anda terminándose, y que
podemos empezar ya a pensar la literatura “más allá de los géneros”.
Con cierto temor de usar
mal de su magisterio, dado que voy a hacerlo en modo abreviado, quiero traer
aquí en mi ayuda a Fernando Lázaro Carreter, quien opina que:
Poca fecundidad podemos
tribuir a intentos recientes para salirse de la secular tríada
Épica-Lírica-Dramática […] Una red más tupida de géneros no va a facilitarnos
la empresa de aprehender con mayor facilidad la obra concreta […] ¿No será
mejor renunciar a aquel evanescente concepto, y asumir la perspectiva idealista
de la unidad irreductible de la obra concreta?[3]
Y tres páginas más
adelante, después de advertir que son articulaciones estructurales las que
pueden revelar al crítico la vinculación —positiva o negativa— de una obra con
un género establecido, concluye: “allá donde esa estructura subyacente carece
de actividad y no aparece otra como soporte de la obra, podrá hablarse de su
originalidad o de su soledad. Con ello afirmo que es plausible la hipótesis de
una obra no adscribible a género alguno”.[4]
“El arte que imita sólo
con el lenguaje […] carece de nombre”. “Todos los géneros son poéticos”. “Es
plausible la hipótesis de una obra no adscribible a género alguno”.
Toda mi teoría sobre el
asunto no consiste en otra cosa que en escarceos en torno a estas tres
propuestas magistrales.
La división clásica
(Épica, Lírica, Dramática), que ya era imprecisa en sus días de la Antigüedad,
resulta muy poco convincente en relación con las obras en latín medieval o las
primeras romanceadas. Cuando, hacia el siglo XIII, hace su aparición la prosa
con voluntad artística, ya las tres modalidades son en la práctica seis, y como
la crítica y la teoría literaria no existen en modo operativo, se debilita
notablemente la conciencia de género. Damos un salto hasta el ahora mismo y
vemos que la épica no consta, a no ser transustanciada en novela o cuento; que
la lírica no es más que un sinónimo dudoso de poesía, y que la poesía no es un
género sino un indicador de que el discurso tiene una disposición versal y de
que no es novela, ensayo o texto representable, ocurriendo además que poesía,
novela, cuento, ensayo y teatro andan en promiscuidad o con las fronteras
desamparadas, y que, al tiempo, aparecen esforzadas clasificaciones como pueden
ser las de poema en prosa o novela lírica, aparte de numerosas piezas que se
dan inclasificables y se sitúan más allá, incluso, del mestizaje.
Declarándonos ignorantes
en relación con los géneros no sólo ahorraremos interrogaciones bizantinas,
sino la vivencia perniciosa de esos dudosos géneros como límites, dentro de una
preceptiva que sólo parece convenir al mercado.
Cuando leí la Odisea,
en mi edad de catorce a veinte años, no me planteé si aquello era narración,
monstruoso diálogo o poema épico. Cierto que yo era entonces un lector en
estado puro, pero cierto también que sigo sin sentir las fuerzas distintivas
del modo poético, que, si las tuvo como nosotros las entendemos, no resisten el
paso a otra lengua y a otro tiempo.
¿Quién podrá concretar
sin reservas el género del Libro de Job, por ejemplo, que a algún género
habrá de ser adscribible dado que se trata de expresión enérgicamente
literaria? La verificación no nos hará salir del campo de la duda;
personalmente, cualquier opción me parece cuestionable.
Menos célebre es el
llamado Macer Floridus, discurso sobre las plantas y sus virtudes curativas,
metrificando en latín hace unos novecientos años, cuyo artejo es indudablemente
poemático. Dudo mucho que sea correcto vincular la obra con género alguno. No
será inútil una verificación.[5]
Si, previa avisada, damos
en leer un fragmento de La Celestina, la que yo entiendo como positiva
confusión puede aumentar sus grados. Personalmente, un poco de lectura ya me
impide asentir a opiniones de mucha autoridad según las cuales La Celestina
es un texto dramático. Localizo aquí una completa voluntad narrativa y aun he
de añadir que esta lectura intensifica mi vida de manera análoga a como pueda
hacerlo el más declarado poema. Se trata de la sensibilidad a una virtud del
lenguaje —del lenguaje de La Celestina, en este caso— que es
perfectamente intrínseca y que la ciencia que corresponda, pienso, no ha
subrayado suficientemente. Consiste en una particular enjundia de la palabra,
que se hace sensible precisamente por la corporeidad musical del discurso. Es,
por tanto, algo sutilmente físico. En casos como éste, no sólo comprendemos
intelectualmente la significación, sino que la sentimos: la comprensión es
sensible, la significación es placer.[6]
Ésta es una casualidad
“más allá de los géneros”. Recuperemos el acuerdo con Aristóteles: el arte que
posee esta cualidad “carece de nombre” sustantivo. Adjudicarle con valor
general el de “Poesía” es equívoco y notable picaresca. Pero podemos pactarlo a
efectos de un mínimo entendimiento. Así, sustantivando la cualidad, será como
si nombrásemos la sustancia y, de paso, le robamos peso a la teoría afirmativa
de los géneros. Llamaremos Poesía a la Literatura sin géneros.
Pero la sabiduría rea y
militante, apoyada por el mercado —inventor reciente del género “culebrón”— no
admitirá estas componendas teóricas. Regreso rápidamente a mi “legitimidad” en
la experiencia y en la confusión declarada.
Después de leer los
llamados “pequeños” poemas en prosa de Baudelaire, no dejé, en su día, de
preguntarme por el género de estas piezas, dado que ni en el idioma original ni
en la traducción advertía yo el contorno poemático, a no ser muy
fragmentariamente.[7] Ahora sé que eran poemas sólo temáticamente, lo cual es
como no serlo. Allí los poemas no estaban realmente, sino que eran descritos,
narrados y hasta dialogados. Baudelaire no imitaba el asunto sino el poema.
“Fingía” genialmente el poema.
Leí a Valle Inclán y,
sobre La corte de los milagros, por ejemplo, advertí que, muy en primer
término, la prosa se manifestaba musical; había un discurso rítmico implicado
en el discurso narrativo o dialogístico; la significación léxica es también
significación musical; la prosa no tiene contorno poemático pero comunica
potencias próximas a las que distinguen al poema.[8]
Platero y yo
me proporcionó otra noción: la de la narración lírica. Fue una experiencia
mucho más intelectual: las virtudes “físicas” de los llamados “poemas en prosa”
(los capitulillos de la “Elejía andaluza”) se manifestaban musicales en grado
inferior al de la prosa de Valle Inclán, aunque resultase evidente el lirismo
de las significaciones.[9]
Vi ya, en modo elemental,
que todo era impreciso e intercambiable, y, de la misma manera que de la mezcla
perfecta de todos los colores se obtiene el blanco puro, entendí que podía
avanzar hacia cierta claridad perfeccionando la confusión. Los géneros
literarios, como en la Antigüedad, habría que deducirlos ahora de resultados
más bien imprevisibles, de un interminable arte combinatoria: diferentes grados
de rítmica, multiplicados por las familias argumentales existentes,
multiplicado a su vez el resultado por las distintas posiciones del autor
respecto del texto, nos colocan ante una variabilidad casi inagotable, ante la
“tupida red de géneros” imaginada por Lázaro Carreter.
Si la terna rígida de los
géneros clásicos está desbordada; si la “tupida red”, con su menuda retícula,
carece de utilidad, lo que hay que hacer, opino, es perder de vista el
prejuicio clasificatorio. Los hipotéticos géneros incontables sugieren algo así
como la inminencia de “una obra no adscribible a ningún género”. O, lo que es
lo mismo; las obras literarias postulan la unidad de género, tienden al género
“que no tiene nombre”. De la contemporaneidad hablo.
Yo he leído, hace unas
semanas, El jinete polaco, de Muñoz Molina. La novela tiene tres partes
de duración prácticamente idéntica (empleo muy deliberadamente la palabra
“duración”). Leí la primera parte y sentí la rítmica inteligible, el cuerpo
musical. Esto comporta una temporalización que tiene que ver con la sucesión de
significaciones y también con la cadencia física del discurso y con las
fracciones alternantes del modo y la imaginería. Resultado: recuerdo la
narración de esta primera parte como integrada en una unidad cuasi poemática.
Es una lectura espléndida. Pero lo diré todo: el cuerpo poético se debilita
notablemente en las dos partes restantes. Manipulando honradamente a
Aristóteles, cabría decir que este excelente escritor avanzó sobre la primera
parte engendrado poesía con sus improvisaciones, pero en el resto de la obra,
que no está mal “redactado”, la poesía se corrompe.
Podrá notarse sobre este
texto que, insensiblemente, estoy dando en utilizar la palabra “poesía” en tal
manera que poesía va haciéndose sinónimo de calidad. No es un valor seguro pero
algo hay indicado en esta propensión.
Y yo mismo. Les propongo
considerar el siguiente bloque de escritura. Pertenece a mi Libro del frío:
Fingía un rostro en el
aire (hambre y marfil de los hospitales andaluces); en la extremidad del silencio,
él oía la campanilla de los agonizantes. Nos miraban y nosotros sentíamos la
desnudez de la existencia. Velozmente, abría todas las puertas y derramaba el
vino sobre el hielo del amanecer. Luego, sollozando, nos mostraba las botellas
vacías.
El libro a que pertenece
se supone que es un libro de poesía. Yo sé que hay un componente narrativo y sé
también que, en sus páginas, existen piezas que son técnicamente poemáticas,
pero de otras, de la aquí recogida, por ejemplo, no pienso lo mismo. En mi escritura
se dan momentos en que no tengo conciencia de estar dentro de un género.
Ya casi cerrando, voy a
permitirme otro breve tranco teórico. Hace medio siglo, yo sabía muy
rudimentariamente que existía una parte de la Gramática llamada Prosodia, y
aquí, sin demasiado detenimiento, he hablado de una “virtud intrínseca” del
lenguaje que la Ciencia Lingüística —aquí la imprudencia— no parece atender
bien. No puede ser; seguro que esta atención está desarrollada en el saber
especializado, que yo no poseo.
Mi supuesto es que la
vieja Prosodia, o su desarrollo posterior, entendiese, más allá de la
ortofonía, de las intensidades y frecuencias de la acentuación y de su relación
con los fonemas, así como de las relaciones de éstos entre sí. Si así fuese,
estaríamos en que algo por ser físico y, también temporal, es susceptible de
ser contemplado en su posibilidad estética profunda. Dicho de otra manera:
estaríamos en que el discurso artístico resulta de la implicación de un
discurso musical en un discurso significativo.[10] A esto quería llegar para
hacer razonable esta corporeidad, física en principio, que pretendo hacer valer
como distintiva y necesaria en la “obra de arte cuya materia es el lenguaje”.
Pero lo razonable no
siempre es sencillo. Aquí hay que contar también con la “otra rítmica” que
antes apunté, con la rítmica “ideal”, es decir, con la rítmica que concierne a
la manera de articularse las significaciones, la que comporta temporalización,
es decir, memoria de pensamiento. Y esta rítmica y la del cuerpo físico han de
integrarse, y por ello son dos estructuras musicales —la sensible y la de las
significaciones— las simultáneamente activas en el lenguaje artístico, y, según
domine una u otra, y según se suceda la imaginería y la especie de los significados,
y según que la actividad del autor se exhiba o tienda a ocultarse, así creemos
estar en un género o en otro. Pero no; se trata únicamente de diferencias de
grado y posición; entre los presuntos géneros no hay diferencia esencial. O,
mejor aún: estamos siempre en el mismo género; un género “más allá” de los
convenios literarios.
Que cada uno haga lo que
sepa y quiera —novela en modo Stevenson y sonetos incluidos—, pero que,
despreciando seriamente las trivialidades experimentalistas, sea legitimado el
olvidar los géneros y su falsa autoridad de límites, y que se profundice
desnudamente en la poesía de obras cuyo género, si es que existe, “carece de
nombre”.
________
[1] Carlos Bpusoño,
Teoría de la expresión poética, Madrid, Gredos, Tomo I, 1985, p. 52.
[2] Aristóteles, Poética
(edición trilingüe de Valentín García Yebra), Madrid, Gredos, 1974.
[3] Fernando Lázaro
Carreter, Estudios de poética, Madrid, Taurus, 1979, p. 115.
[4] Ibidem, p. 119.
[5] Propongo la
siguiente, tomada de Pedro Cabello de la Torre, El Herbolario Medieval Macer
Floridus, tesis doctoral, Madrid, Universidad Complutense, 1976.
“De menstruis: Menstrua
deducit eius decoctio sumpta./ Hocque
facit matrix si saepe fovetur eddem./ Vel si cruda mero sociata
terendo vivatur./ Aut si trita virens super alvum nocte ligetur./ Pellit
Abortibum potu vel súbdita tantum.”
Que en versión castellana, de la que es
responsable Pedro Cabello, dice:
Menstruación: Principalmente, cura las
enfermedades propias de la mujer. La ingestión del conocimiento de esta planta
hace bajar la menstruación, y esto mismo se produce si la matriz se calienta
con aquella o si se bebe cruda unida al vino mosto”
La planta en cuestión es
la artemisa.
[6] He hablado del cuerpo
musical. Leído este parlamento, que es parte de la susodicha comedia y presunta
novela, yo reconozco las felices tensiones del poema. Lea también el lector,
que es su oficio, y diga después si no ha tenido que “respirar” el texto como
poema y hasta como grandísimo poema:
Si entre cient mujeres va
é alguno dize: ¡puta vieja!, sin ningún empacho luego vuelve la cabeça é
responde con alegra cara. En los convites, en las fiestas, en las bodas, en las
cofradías, en los mortuorios, en todos los ayuntamientos de gentes, con ella
pasan tiempo. Si passa por los perros, aquello suena su ladrido: si está cerca
las aves, otra cosa no cantan: si cerca los ganados, balando lo pregonan; si
cerca las bestias, rebiznando dicen: ¡puta vieja! Las ranas de los charcos otra
cosa no suelen mentar. Si va entre los herreros, aquello dizen sus martillos.
Carpinteros é armeros, herradores, caldereros, arcadores, todo oficio de
instrumento forma en el ayre su nombre. Cántanla los carpinteros, péynanla los
peinadores, texedores. Labradores en las huertas, en las aradas, en las viñas,
en las segadas con ella pasan el afán cotidia-no. Al perder en los tableros,
luego suenan sus loores. Todas cosas que són hacen, á do quiera que ella está,
el tal nombre representan. ¡O qué comedor huevos asados era su marido! ¿Qué
quieres más, sino, si una piedra toca con otra luego suena ¡puta vieja!
[7] Entresaco del
titulado “El reloj”:
Yo si me inclino hacia la
hermosa felina, la bien nombrada, que es a un tiempo mismo honor de su sexo,
orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu, ya sea de noche, ya de día, en
luz o en sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables veo siempre con
claridad la hora, siempre la misma, una hora vasta, solemne, grande como el
espacio, sin división de minutos ni segundos, una hora inmóvil que no está
marcada en los relojes, y es, sin embargo, leve como un suspiro, rápida como
una ojeada.
[8] Encuentro
sinceramente fácil detectar la superposición de ritmos y hasta de metros en el
discurso narrativo de la mayor parte de Valle Inclán. Por ejemplo en este
fragmento de la obra mencionada:
La campa barcina se
llenaba de sombras moradas. Los gallos cacareaban cimeros, con los oros del sol
en la cresta. La gañanada, en fila india, se encaminaba al duelo con el remusgo
del anisete. Las voces y las figuras tenían una desolación solitaria en la
claridad mortecina de los senderos. La sala zaguanera oscurecía lentamente. La
Marquesa y Feliche, sentadas en los cortejadores de la reja, sentían la
tristeza de sus vidas. Un criado de librea
trajo luces. El Marqués entró derramando en un suspiro las congojas de su
ánimo.
[9] Véase cómo Juan Ramón
Jiménez el presunto poema se desliza hacia cadencias meramente coloquiales:
Estábamos jugando con
Platero y con el loro, en el huerto de mi amigo, el médico francés, cuando una mujer
joven, desordenada y ansiosa, llegó cuesta abajo, hasta nosotros. Antes de
llegar, avanzando el negro ser angustiado a mí, me había suplicado:
-Zeñorito: ¿ejtá ahí eze
médico?
[10] Esto mismo ya lo han
leído ustedes —o lo van a leer— en estas páginas; no es descuido; es que, ya
digo, mi pequeña estrategia expositiva no se avergüenza de las machaconerías.
Antonio Gamoneda Lobón (Oviedo, 30 de mayo de 1931). Poeta y crítico de arte español. Colaborador de las revistas Espadaña y Claraboya, durante los años 70 crea y dirige la colección de poesía Provincia. Dedicado a la crítica de arte, trabaja como asesor cultural en la Diputación de León; es también director de la Fundación Sierra Pambley, institución dedicada la docencia caracterizada por ser una proyección de la Institución Libre de Enseñanza. Paralelamente colabora con la revista Serta, a la que aporta diversas reflexiones y estudios. En 2006 recibe el Premio Cervantes, considerado el galardón más importante de las letras hispánicas. Considerado uno de los poetas fundamentales de la literatura contemporánea española, su obra se caracteriza por su rigor y su simbolismo, y ha sido traducida al alemán, francés, portugués e italiano. El escritor Antonio Gamoneda, premio Cervantes 2006, depositó en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes un legado que permanecerá guardado hasta el año 2032. Es una de las personalidades que deja un objeto personal en la antigua cámara acorazada de la sede central del Instituto.
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