por Claudio Vergara
Tal como en 1970 y 1980, el ex Beatle lanza hoy un disco que trabajó de manera íntegra desde su casa, aunque esta vez el acento es otro: la pandemia y el paso de los años, como un creador que acepta el último tramo de su vida sin mayores traumas.
Paul McCartney era un hombre en estado de erupción. A fines de 1969, The
Beatles había acordado en privado un acta de defunción que sólo se sabría al
año siguiente, las diferencias financieras empezaban a corromper el núcleo
creativo del cuarteto, las fanáticas atacaban a su esposa Linda lanzándole
helado de chocolate en la calle y él mismo arrojó excremento de gallinas a un
par de reporteros que llegaron hasta su granja en Escocia.
Ante su estallido, el músico optó por confinarse. En el lapso de un mes se encerró en su casa en Londres para registrar su debut en solitario, “McCartney”, grabando las canciones en un magnetófono Studer de cuatro pistas y tocando bajo, batería, guitarra solista y rítmica, piano, maracas, pandero, mellotron y xilófono, además de encargarse de todo el trabajo de producción. En el librillo que acompañaba el álbum estrenado en abril de 1970, el cantante definió la atmósfera de trabajo en solo tres palabras: “Hogar. Familia. Amor”.
Poco tiene que ver la actual leyenda de 78 años con el veinteañero que
por ese entonces recién contaba apenas un par de días como un ex Beatle
confundido y desaliñado, por primera vez sin mayores certezas sobre su destino.
Pero hay un arco que los une.
El de ayer debió enfrentar un tormento personal, el de hoy uno
colectivo. El de 1970 abandonaba a su banda madre en la cima de sus
capacidades, el de 2020 debió renunciar a su hábitat natural -los conciertos-
también en su plenitud escénica. “Abbey Road” (1969) fue entonces el elogiado
disco que dejó atrás para saltar al vacío, mientras que ahora se olvidó de los
aplausos de “Egypt station” (2018) para abrirse a caminar sin demasiada
brújula.
El Paul del pasado se parece bastante al que nos trajo el futuro: ambos
terminaron despachando un disco desde sus casas cuando todo afuera parecía
derrumbarse. Cuando la única triangulación de palabras posibles era
hogar-familia-amor. Desde hoy está disponible “McCartney III”, el trabajo que
escribió, grabó y produjo de forma íntegra en su finca en Sussex a principios
de año, cuando la pandemia ya enclaustraba a gran parte de Europa.
Quizás por lo mismo, las composiciones no sólo transmiten la calidez y
el relajo de una rutina casera, sino que también el mismo acento disparejo de
McCartney, como si nuevamente aprovechara las circunstancias para darse una
tregua de su propio mito, el dogma de “estoy solo/hago lo que quiero/ que salga
lo que me dé la gana”.
De hecho, también ahí existe un eslabón en medio: “McCartney II”,
editado en 1980, también facturado en la soledad de su residencia, cuando se
despedía de otra travesía colosal -los Wings, cuyos últimos años fueron
abrumadores- y tras un disco musculoso, el subvalorado “Back to the egg”
(1979).
Su actual lanzamiento despega en plan acústico con “Long tailed winter
bird”, un track que resuena a pura austeridad, pero que de forma paulatina se
vuelve frenético, como si advirtiera otra marca de fábrica. El McCartney
hogareño piensa desde la intimidad, pero también desde la experimentación.
Ahí están “Pretty boys”, otra pieza construida desde el minimalismo;
“Woman and wives”, donde semeja un crooner que desde el piano va observando la
actual vida entre cuatro paredes; y “Slidin’”, suerte de “Helter skelter” más
adulta, sin tanta furia ni ampollas en los dedos.
Pero los mejores pasajes están en el vigor soul de “Deep down”, con la
sección de vientos diseñada desde los sintetizadores; “Deep deep feeling”, una
muestra más de su histórica inclinación hacia canciones extensas -dura ocho
minutos- pero que parecen formadas por quiebres inesperados, como un
rompecabezas que se va montando hasta integrar un todo armónico, tal como lo
enseñó en “Abbey Road”; y el cierre con “Winter bird / when winter comes”,
interpretada desde la simpleza de una guitarra, un manifiesto de amor por el
día a día en una granja, por plantar árboles y por enfrentar el último tramo de
su existencia arrimado a una chimenea.
El mismo hombre que alguna vez ironizó con la vejez en “When I’m Sixty-four” hoy parece abrazarla sin traumas, con la serenidad del creador que deja una huella decisiva en la era a la que pertenece.
(LA TERCERA / 17-12-2020)
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