La isla de los sueños salvajes
Villa Morgana, por la noche.
Cada solsticio se practica una
extraña costumbre en esta isla que asoma por Oriente (allí donde los habitantes
acostumbran el ascetismo), pues en las fechas referidas los villa morganos liberan las pesadillas a
manera de gimnasia espiritual. En una ceremonia nocturna el sacerdote se
encarga de correr los pestillos y los cerrojos de las celdas. Como bestias
furiosas las pesadillas embisten los pensamientos de los ascetas, semejando en
el asedio el vapor de una cacerola una vez que ha alcanzado el punto de ebullición.
Pero la paciencia impide cualquier incursión de los malos sueños, cual poderoso
escudo de cruzado en Tierra Santa. Los ascetas, que permanecen con los ojos
cerrados, en una postura vertical pero relajada, consiguen en armonía desplazar
de su mente las imágenes en que el soñante cae desde una almena mora; o donde
la amada escapa en las grupas de un caballo del demonio; o aquéllas donde se es
atravesado por un tiro de ballesta o devorado por un jabalí; incluso los sueños
recurrentes en que se está sediento en medio de un oasis intangible. Después
del acoso que se prolonga hasta las luces del alba, reina la voluntad de los
ascetas. A las pesadillas, derrotadas y en franca humillación, no les queda más
que emprender una huida decorosa para volver a la soledad de la prisión, donde
a pesar de las incomodidades se sienten a salvo del desdén de sus pretendidas
víctimas. Los habitantes de Villa Morgana regresan a la vida común esperando
con ansias el próximo solsticio, sólo para volver a comprobar la fuerza invencible
de su interior (al menos esto refieren, en un lenguaje cincelado, una pila de
menhires que se exponen en aquellas playas).
· Del libro Bitácora del eterno navegante (2015)
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