La vida me
visita
La visita de La Vida, resucitó en Juan Valdivia la fe sepultada años atrás por los escombros del desamor. Juan se hallaba descansando los codos sobre los cuadros del mantel, cuando llamaron a la puerta. Las constantes invitaciones de los vecinos a reuniones frívolas, y la entrega de correspondencia desalentadora a manos del viejo cartero, reforzaron en Juan Valdivia el fervoroso deseo de no volver a abrir la puerta de la casa durante el resto de sus días. Sin embargo, las llamadas se tornaron tan insistentes que no tuvo más remedio que acudir.
Con un descaro que bien pudiera achacarse a la
putería con que se comportaba ante todos,
Juan se hallaba indignado. Con el ceño
fruncido, con la mandíbula apretada, se arrojó sobre La Vida tratando de
cogerla de una de sus puntas; pero cayó tras un intento vano, porque ella no
puede asirse como si fuera una sartén. Mirándose allí en el rincón del cuarto,
con la nariz besando la loseta blanca, se comprobó ridículo. La Vida se rio con
su risita asmática, así, con redundancia y todo, y entonces él se incorporó
convertido en una furia. Echó a correr tras ella sin poder darle alcance,
mientras ésta reía con inocencia, como si se tratara de un juego escolar; hasta
que rendido y destrozado, Juan Valdivia se recargó en uno de los muros
encalados, y con voz de túnel hueco reclamó: “Carajo, Vida, ¿por qué has venido
a verme, si no me interesas? ¿Te das cuenta que no he de poder retenerte con
mis propiastorpesolvidadas manos? Lárgate”.
La Vida, con comprensible desencanto, colgó la
cabeza sobre los pechos y se enroscó sobre su nebulosa espiral. Después de unos
instantes de concienzuda reflexión, abandonó la habitación dando pequeños pasos
de niña regañada, entornando la puerta tras de sí. Juan Valdivia la vio salir
arrastrando sus dichas, y se sintió miserable. La lágrima de La Vida que al sol
relucía sobre el piso, como un testigo mudo del acto imbécil que Juan acababa
de cometer, cambió sus intenciones.
Salió del cuartucho y, al abrir la puerta, se
encontró ante La Vida, quien sonriente le miraba sin pronunciar palabra. “No
puedes tenerme, pero puedo hacerte compañía”, fue lo que ella dijo; él la
invitó a pasar. Se sentaron ante la mesa, Juan Valdivia la contempló absorto
durante unos instantes, una nube indescifrable. “Había olvidado lo hermosa que
eres, comentó, ¿quieres quedarte a comer conmigo esta tarde?” La Vida trazó una
sonrisa, complacida, así que Juan inició una animada conversación sobre temas
tan profundos y superficiales a la vez, tan ambiguos, que se sorprendió de su
desenvoltura. Y charlaron, charlaron largo y tendido, mientras el sol iluminaba
sus pupilas escurrientes de esperanza.
*Del libro Patibulario, cuentos al final del túnel (2011)
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