Barrio viejo
El día que
la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo.
Gabriel García Márquez
A Dylan no le gusta hablar de eso. Le duele, por lo
que pasó, por la manera como terminaron las cosas. Aunque en el fondo le gusta
la imagen de héroe, de personaje importante en Barrio Viejo.
Apenas queda mirarlo, sentado en la banqueta,
trazando rutas sobre el asfalto con una rama. Parece un abandonado. Se ve tan
solo que nadie se atreve a pensar que lo que hace tiene algo de pose, de afectación admirada por chavos de nuevas generaciones. Ya sabes,
la idea del mártir que nos han inculcado. Por eso se dejó crecer la barba y el
cabello al estilo de los guerrilleros o de los apóstoles.
Antes era fuerte y guapo, eso podíamos verlo hasta
los hombres. Tenía la piel apiñonada y un cuerpo fuerte, elástico, que
perseguían las chicas. A ti te hubiera gustado si lo hubieras conocido
entonces, y me hubieras hecho sentir celos por estar lanzando miradas a mi
hermano cada vez que yo tuviera que ir a la cocina para traerte una cerveza. Estoy
seguro que sería así. Entonces tendría que recordarte que tú me pediste que
fuéramos novios, y no al revés, para que dejaras de babear ante su presencia.
A mí me enorgullecía porque era popular. Cuando las
muchachas enamoradas de él me encontraban en la calle, me hacían fiestas y me
llenaban de besos las mejillas. Yo entonces tenía cinco o seis años; era
tímido. Güerito, igual que él, decían
ellas. Les fascinaba lo colorado de mis chapas cuando conseguían avergonzarme,
mis aires huraños para fingir una fuga entre sus caras coquetas.
Mi mamá siempre lo ha preferido. Eso es porque el
parto que lo trajo al mundo fue delicado. Traía el cordón umbilical alrededor
de la garganta, aseguraban que iba a morir. Dylan resistió no sólo el
alumbramiento, sino también un par de semanas difíciles cuando lo metieron a
una incubadora de la clínica popular. Mamá dice que él se iba a llamar Moisés,
porque les pareció que se había librado de milagro de la muerte, como cuando el
profeta en la Biblia se salva de la furia de los egipcios navegando dentro de
una canasta. Sin embargo, vino mi padre y su onda americanizada y decidieron ponerle Dylan, porque tiene los
ojos verdes (a mi padre le gustaba tanto lo americano, que se largó de vuelta a
Chicago). Como mamá no quería quedarse sin usar el nombre de Moisés, me lo puso
a mí, como homenaje a mí hermano.
Me he reído muchas veces de su nombre gabacho. Es que Dylan no sabe inglés; ni
una pizca. Se lo recuerdo cuando se pone grosero conmigo. Él podrá ser quien ha
sido, pero no sabe inglés. Cuando se lo digo desata su rabia: comienza a
manotear al aire, gritando que no tengo derecho a criticarlo, yo, quien ha
usurpado hasta su nombre. Enojado dice cosas terribles. Con las tías y la
abuela se ha expresado peor. No puede controlarse. No lo culpo: la
desesperación le hace darse cuenta de que la anemia que arrastro no me impide
saltar de aquí para allá cuando juego béisbol con los del barrio: el Chino, la Mary, el Huesos. Él no puede. A veces no
soporto sus miradas rencorosas. Sé que Dylan quisiera correr y reír como antes.
II
La Santísima
me trajo al mundo, carnal. Ella misma
me quitó las piernas. También me arrebató el ímpetu de levantar a la gente de
este barril. Dicen que eso pasó
porque el día que me salvé de que me acuchillaran los de San Lorenzo por
andarme tirando a la hija de un judicial, no le fui a dar las gracias a la
imagen de la patrona, preferí irme al
billar con la banda para ganarme unos
billetes. Yo no entiendo cómo puede ser, si los castigos divinos pueden ser tan
cabrones, y esperar años, calladitos. La
neta es que sí me lo advirtieron.
Cuando me escapé de los de San Lorenzo tenía quince
o dieciséis años. Era poco más grande que tú, pero ya estaba bastante maleado.
En esos años sólo pensaba en la calle; en vivírmela de vago sin apoquinarle a la casa. Las viejas me jalaban, y las tías me daban güeva con tanto sermón sobre las buenas
costumbres y esas mamadas. Era
irresponsable, pero vivía feliz ignorando tantos pedos que ya se venían encima.
El que me metió al desmadre fue Ayala, ese que estaba estudiando ciencias políticas en
la facultad del sur. Me explicó que no quedaba mucha agua en la ciudad, que se
la habían terminado los empresarios con esa mierda de la especulación
inmobiliaria, que éramos muchos los pobres y que ya no le interesábamos al
gobierno porque no representábamos varo
para ellos. Me puso a pensar. No le creí
al principio. Él hablaba de deshielos en los polos, y que si se iba a acabar no
sé qué capa del cielo; que la cosa se estaba poniendo fea; que los ricos se
iban a adueñar hasta de la última gota que se conservara en los manantiales y
en los pozos. Me acuerdo que el día que me platicó todo esto por primera vez le
grité; le dije que se dejara de pendejadas, que leer tantos comics —que le gustaban
mucho—
le estaba haciendo daño; le dije: esa
película ya la pasaron muchas veces en el cine, y siempre acababa en tragedia.
Pero poco después, un año o dos —no estoy seguro— el agua empezó a fallar en Barrio Viejo durante
días, luego por semanas. Entonces me di cuenta de que Ayala tenía razón, pero
no pude confesárselo. Nunca lo volví a ver. Por ahí se rumora que los milicos
lo raptaron por revoltoso. Alguien asegura que vio su cuerpo en un tiradero de
basura, allá por los rumbos del Cayado o de Cerro Quieto. Quién sabe si será
cierto.
III
Dylan me platicó cómo fue. Él no sabe de libros,
pero estaba seguro que era mejor actuar que componer el mundo con discusiones
pendejas en cafés universitarios. A
balazos, carnal, me dijo en una ocasión, los cambios se hacen con plomo. Luego anduvo rondando unas
reuniones de anarquistas que hablaban mucho sobre un tal Lipovesky, sobre
democracia y la idea de derribar sistemas. A Dylan esas tertulias le parecieron
inútiles por su pasividad.
—Lo
único que le interesa a estos compas
es imponer sus ideas sobre los otros; darse a notar. En el fondo tienen madera
de dictadores.
A mi hermano no le interesaba la grilla; lo que quería
era rescatar a nuestra madre y al barrio de la crisis que se avecinaba. Me
pidió que le buscara en internet datos sobre las rutas de abastecimiento en la
ciudad. Yo buscaba la información y le mostraba lo que encontraba. Así fui
integrándome a sus planes.
Fue curioso: en los noticieros la información sobre
la situación del agua era discreta, pero en las calles notamos mucho movimiento
indicando que el ejército quería controlar los centros de abastecimiento. Dylan
pensó rápido y pensó bien. Consiguió —sobornando a un coronel amante de una masajista de
la calle cuatro— entrar a trabajar a la planta.
IV
Empezamos a chambear
a principios de febrero. Después de dos quincenas en la planta habíamos ganado
el respeto de los compañeros. Sobre todo gracias al Rodo, que tenía la sangre ligera. Yo, en cambio, soy huraño; pero
pienso que me admiraban en silencio porque no me metía con nadie, y porque soy
bueno para rifarme. La chamba estaba papita. Nos mandaban con las pipas de agua a edificios de gobierno,
para llenar cisternas grandotas. También hacíamos viajes a casas lujosas que
habían levantado tanques elevados para que no les faltara el líquido. El jefe nos exigió que no contáramos nada; nos pidió
que no mencionáramos nombres ni direcciones, porque a los que les llevábamos el
agua eran empresarios o diputados, tipos pesados
que no querían problemas. Puros picudos.
Cuidadito con soltar algo, nos
amenazaron.
Los tres primeros meses surtimos las casas y los
edificios que nos asignaron, para no levantar sospechas. Pero al cuarto mes,
una vez que le agarramos el modo,
comenzamos a saquear las pipas. Fue cuando estábamos pensando en robarnos uno
de los camiones, ¿te acuerdas, Moi? Y
a ti se te ocurrió una forma más chida
de sabotear la planta. Entonces Don Samuel, el de la tienda de abarrotes, se puso bello y prestó sus ahorros como de
diez años para comprar una pipa vieja. Lo hizo por la comunidad, pensando en el
futuro de sus chavos, bien aconsejado
por ti. La idea no pudo ser mejor. Eres un chingón.
V
A Dylan le gustó lo que propuse. La planta está
ubicada en el norte. Para llegar a las residencias de El Manjar hay que pasar
cerca de Barrio Viejo. Entonces mi hermano y el Rodo se estacionaban en la gasolinera de la calle ocho; la
operación no llevaba más de cinco minutos. Cuando llegaban conduciendo la pipa
de la empresa, el armatoste que donó Don Samuel estaba esperando justo a su
lado, para que vaciaran, con apuro, la tercera parte de su contenido. Los
camiones tenían unidad de localización satelital, pero de cualquier forma había
que abastecerlos de gasolina dos veces al día. En la planta no sospechaban. A
los despachadores de la gasolinera les regalábamos un tambo, para comprar su
lealtad.
La pipa de Barrio Viejo daba sus vueltas periódicas
a la calle ocho. En el barrio la veíamos regresar, triunfante —cruzando
entre paredes cacarizas, entre los tonos verdes y grises de las fachadas—
para repartir agua a la gente. Por supuesto, no se cobraba ni un centavo.
Allí fue donde me encontraste ¿Te acuerdas, Yanaí?
Trepado sobre el tanque del camión viejo, repartiendo cubetas a viejitas y
niños; organizando a los pordioseros que buscaban un trago para calmar la sed.
Entonces te vi, mulatita hermosa. Salías de casa de tus primas. Usabas unos jeans ajustados y una ombliguera blanca, sexy. Primero pensé que
eras una de esas que se acuestan con cualquier gandul que les regale comida.
Luego me enteré de que casi no sales de casa, que estudias porque le tienes
asco a la pobreza. Me avergoncé por lo que pensé de ti la primera vez.
VI
Pásame esa botella, carnalito. Ya sé que me pongo mal cuando tomo. Quiero olvidar. Eso quiero. No te vayas, sé que eres chido y soportas mis pláticas necias
porque me quieres. ¿Tienes prisa? ¿Vas a ver a Yanaí? Ten cuidado. Ya ves cómo son
de pirujonas las de su cuadra. ¿Te
platiqué que una vez me tiré a una de sus primas? Se movía rico. Está bien, si
dices que tu mulata es diferente, así debe ser. No opino sobre eso. Déjame
contarte al menos, otra vez, cómo me desgració la vida ese guey. Sé que lo he contado muchas veces, pero no cierra la herida,
la del corazón, quiero decir ¿Puedo?
Ya estás, va de nuevo: pasaba de la una de la madrugada, nos
habían encomendado llevar una pipa a la mansión de un dealer. Estábamos marcados por culpa de un administrador al que no
le cuadraban los números. El hijo de puta nos denunció; como si el agua fuera
suya. Estuvimos en la cuerda un rato,
pero la neta es que no nos pasó por
la cabeza el que nos anduvieran vigilando. Ejecutábamos la maniobra de siempre
en la gasolinera, cuando vimos venir a dos puercos.
Liqué la acción y comprendí que se le
iban encima al Rodo. Supe que no iban
a llevárselo vivo, se les veía en las jetas.
Por la Santísima, lo juro —tú lo sabes porque te cuento cada cosa—,
nunca antes había jalado del gatillo, por lo menos no para tumbar a un cabrón.
Pero vi que peligraba mi compa y me
dije valió madres; y saqué de la
guantera la fusca que me regaló un gandul que estuvo en cana.
Nada más me vieron los polis, quisieron sacar los
fogones. No tuvieron chance: de
cuatro descargas los tenía tumbados en el piso; uno jodido y el otro llorando,
suplicando que no lo matara. Le puse la cuarenta
y cinco en la cabeza y le dije que no
se pasara de huevos, que para qué nos andaba siguiendo. Entonces se dejaron
venir dos patrullas que seguro les andaban haciendo
el quite. El Rodo se fue sobre el
arma del muerto, pero a la mera hora se arrugó, y dijo que mejor le paráramos,
que nos iban a quebrar. Pinche puto,
el Rodo. Pensé en mamá, y en ti, que eras un niño. Miré en mis pensamientos
las caras tristes de los vecinos y de las
nenas del barrio. Te juro que hasta me parecía ver los portones oxidados, y
la cosa esa de madera que inventaron para acarrear los tambos de agua a las
azoteas. Juré que ustedes no iban a morir de sed.
Me olvidé del tipo que lloraba sobre el asfalto. No
lo troné. Salí como fiera a soltar
balas, a recibir tiros. Traía la suerte de mi lado: eran tres polis más, y ninguno tenía buena
puntería. Creo que eran principiantes. Me fui acercando a ellos, mientras veía
como los plomazos incendiaban la
noche. La despachadora no dejaba de gritar que no se quería morir. Los
cristales tronaban. Cada estallido me encendía la sangre. A los tres policos les partí la madre. No hubo perdón para ellos. Al final, cuando los vi
tirados, revolcándose entre espumajos de sangre, tuve la calma de prender un
cigarrito. Ya sé que no es humano, pero les traía odio. Luego vino el Rodo corriendo. Escuchamos otras
patrullas. Apagué el cigarro y eché una llamada acá, a la raza de Barrio Viejo, para que estuvieran al tiro cuando llegáramos. El
Rodo se trepó a la pipa y la echó de reversa. Yo venía en chinga cuando oí el tiro. Ya en el estribo sentí un dolor
caliente que me llenó la espalda. Era una sensación rara, como si me hubieran
partido en dos. Y pues sí, carnal, me
habían roto la columna de un balazo. Como pude, me arrastré hasta el asiento.
Esa ocasión Barrio Viejo mostró porque somos los que
somos. El Rodo llevó la pipa al
interior de nuestras calles. Salió un
buen de banda a las aceras, a las azoteas. Todos armados con escopetas y plomos, para rifarse a lo que fuera. Los tiras
se asustaron. Nada más fintaban
con lanzarse, pero no se atrevieron.
Nadie abrió fuego. Prefirieron perder la pipa. Todos estuvieron conformes: los polis y los del barrio. Yo no, porque no
pude moverme para ayudar. Ni esa noche ni ninguna otra he podido moverme. Quedé
hecho un vegetal, un pinche muñeco del que las mujeres sienten lástima. Estoy
condenado a esta silla de ruedas, a ver cómo los niños juegan cascaritas y me miran con la compasión
con la que se mira a un perro.
VII
Eso me contó Dylan. Después me hizo jurar que yo
defendería a Barrio Viejo, que usaría mi inteligencia para salvarnos. Tú tienes cabeza, me dijo, eres cerebrito. Es la única vez que me
ha dado un abrazo, seguro estaba mal,
andaba borracho.
¿Verdad que aunque sea guapo no me cambiarías por
él? ¿Verdad que me quieres, aunque no sea alto ni musculoso?
Pienso en lo que me pidió mi hermano. Estoy en
tercero de secundaria y tengo claro que voy a terminar la carrera de abogado
dentro de unos años. Con mi promedio puedo conseguir una beca. Pero tengo
dudas. Para qué sirve una carrera si nos vamos a morir de sed. Para quién voy a
ejercer, a quién voy a rescatar de la cárcel. Mi madre se ve cansada. Los niños
de la cuadra se ven deshidratados. He estado pensando por las noches, no he
podido dormir. Por eso me cargo estas ojeras, Yanaí.
Hace poco mataron a unos compas, aquí cerca. Eran gente buena, con la pinta suficiente para
robar pero jamás para herir a un cristiano. Tuvieron problemas con un judicial.
Se habla de algunos kilos de coca que
quedaron a deber. Mientras dormían los llenaron de plomo. Estaban tan drogados
que no se enteraron. Desde entonces las cosas han cambiado, se han vuelto
salvajes. La policía arma investigaciones sobre cualquiera que pueda dar problemas,
que les parezca sospechoso de un delito, verdadero o inventado. Aunque la banda se defiende, se agrupa y se pone
ruda.
No sé qué intentarán cuando se enteren de que hemos
vuelto a surtir nuestra pipa de agua, con nuevos métodos. Te cuento esto porque
me lo pides, porque te quiero. Será un orgullo demostrar que puedo ser grande
como Dylan; tal vez no tan guapo ni tan intrépido, pero sí inteligente y
efectivo. No sé si me mueven las ganas de salvar a mi gente, o justificaciones
de un ego atormentado. A veces pienso que no debería meterme en problemas. Pero
Barrio Viejo me necesita. La sed no sabe esperar. En sueños recientes mi madre
me acaricia el cabello con dulzura, como cuando era pequeño, mientras Dylan me
mira desde el fondo de la habitación. No sé qué signifique ese sueño. La
verdad, no quiero pensarlo. A mí tampoco me gusta hablar de eso.
*Del libro Entre el día y la noche (UAM,2017)
No hay comentarios:
Publicar un comentario