Ab immemorabili [1]
Durante mucho tiempo fui
pepenador de libros. Un día, siguiendo un proceso natural, decidí renunciar al
oficio. No hubo augurios o amenazas que me obligaran a ello. Sucedió con la
simpleza con que ocurren los milagros.
Me remonto al pasado de esta
historia. En aquellos años la ciudad era una mole de sombras, reconocible
apenas tras capas de monóxido de carbono y un cielo nublado. Estaba dividida en
sectores, uno de ellos pertenecía a la minoría de millonarios; el resto era un
hervidero de pobres. Los basurales se encontraban, desde la última intervención
urbana, en los puntos cardinales de la megalópolis. Eran enormes, eso recuerdo.
Era joven.
El espacio que describiré
era atípico, no parecía parte del proyecto urbano. Una tarde de octubre me
interné en las retorcidas calles del centro de la ciudad, entre callejones,
muros de ladrillo, vecindades abandonadas. Fui a parar a una plaza circular
cuya presencia ignoraba. Ahí, ante mi asombro, estaba el tiradero de libros. Su
acomodo era particular. En mis constantes visitas tuve ocasión de contar los
montones en los cuales estaban apilados las obras literarias: setenta y ocho.
Veintidós de ellos más nutridos que los demás. En cada pila, los ejemplares
tenían nombre y mostraban orgullosos su sello editorial. Pero en una de esas
acumulaciones, por alguna razón, los ejemplares no poseían formalmente portada,
contraportada, ni cuarta de forros: sólo un contenido misterioso. Por el
exterior eran lisos, de un plastificado metálico.
No sé cómo, pero cada tarde
llegué a las seis en punto hasta las pilas de libros, en medio de la plazuela,
entre la niebla y la contaminación. Había allí curiosidades: cartografía,
novelas viejas, ensayos, libros de poemas traducidos a otros idiomas, fotografías,
daguerrotipos, correspondencia, sellos. Las cartas captaron mi atención. Muchas
de ellas, firmadas al pie, parecían antiguas. La primera vez leí sin
comprender: «Querido Chomsky, te escribe Foucault…», «Feliz joven escritor, es
Oscar Wilde quien le dirige la presente…», «Querida Nora Barnacle, te ansío. He
pensado en tu desnudez por la madrugada: James Joyce».
Como poco sabía sobre los
papeles que tenía a mano, estuve tentado a quemarlos. Era grande mi indignación
pues esperaba encontrar, debajo de ese amontonamiento, lámparas para reparar,
botellas de plástico como reciclaje, teléfonos celulares, algún billete
perdido. No esperaba hallar libros y correspondencia.
Llevé un par de esas cartas
a un coleccionista (que me recomendó un doctor en letras, de la universidad en
cuyos botes pepeno). El académico trató de convencerme de que los documentos no
tenían valor, sugiriendo que lo mejor era que se los entregara. Me negué, me
pareció sospechosa su conducta. No tuvo más opción que contactarme con un par de
interesados; al final, hubo una comisión de venta para él.
La paga por las misivas me
ayudó a vivir algunos meses. Incluso renté una pequeña habitación. A nadie le
confesé mi descubrimiento; además, al ingresar a aquel barrio de viejas casonas
me cuidaba de no ser perseguido. No volví a la universidad para que el doctor
en letras (que acusaba brotes de demencia cuando le presentaba una novedad) no
tuviera malos pensamientos. Para seleccionar lo que vendería, me vi obligado a
leer aquellas cartas, pero también libros que, después supe, eran ediciones
originales, muchas de ellas firmadas: Chéjov, Verne, Erasmo de Rotterdam…
Los libros me despertaban
interés, me seducían. Comencé a notar cambios en mi persona. Leí colecciones de
autores que después supe eran clásicos, leí autores cercanos a las grandes
guerras mundiales, autores que estuvieron dentro del horror llamado
posmodernidad (que rige los malestares de este fin de siglo. La correspondencia
era deliciosa. Quienes escribían las epístolas compartían reflexiones sobre la
vida, sobre la muerte, el suicido, el oficio de escribir. Desnudaban el alma.
Mi vocabulario se amplió, la
manera de exteriorizar mis pensamientos se hizo precisa, pude descubrir el
universo desde múltiples ángulos. Siempre fui solitario, así que convertirme en
una especie de sabio no me disgustó. Desde luego, me cuidaba de que algún
millonario se enterara de mis lecturas, pues a los sectores pobres nos tienen
prohibido el acceso a la educación.
Con mis hallazgos hice un
capital para pasar los años venideros. Compré un departamento. Mandé construir
una biblioteca. Más allá de mi cama, la cocineta, el medio baño y una silla, mi
apartamento es hoy un museo destinado a los libros que encontré en la plaza.
Como ahora ya no luzco como un pobre, nadie cuestiona la existencia de mis
anaqueles.
Sin embargo, mudé de
intenciones una tarde. No puedo asegurar que me hubiera arrepentido de vender
libros, revistas, daguerrotipos; pero noté que amaba los objetos que en un
principio me parecían extraños. Uno no vende a la esposa, a la amada, a ningún
precio. De pronto cada página, cada palabra me despertaba la sensación que
despierta un aromático café. Lo supe, estaba claro: aquel contenido literario
fue destinado a mí desde tiempos inmemoriales.
De entre los libros de la
plaza, elegí aquéllos que podría leer en lo que me restaba de años por vivir.
Los traje a casa, abrí un taller clandestino de lectura en el barrio para compartir
el placer de las letras. Al final, abandoné las pilas de ejemplares. La
tentación de seguir leyendo era irresistible, pero comprendí que no debía
sucumbir a absurdas ambiciones, pues con la extensión de la biblioteca tenía
suficiente. Poseía los libros que debían llegar a mis manos, los destinados a
este humilde pepenador que no imaginaba, siquiera, aquel fuego del conocimiento
en la oscuridad de su caverna cotidiana.
Ahora vivo tranquilo, casi
feliz. Me desentiendo de los toques de queda, de las explosiones originadas por
los terroristas con las que escandalizan los medios, y de las provocadas por
los millonarios para generar miedo colectivo. Me desentiendo, por otra parte,
de las redes sociales. Una ocasión, debo confesarlo, volví a la plaza movido por
la curiosidad. Ahí seguían los montones. Pude captar, a lo lejos, la expresión
de asombro de un joven pepenador que leía Macbeth.
El chico permanecía sentado sobre algunos ejemplares de William Faulkner (supe
que se trataba de tal autor por la posición que ocupaban los empastados entre
las hileras). Al contemplar el rostro absorto del muchacho, di media vuelta,
sonriente. Me alejé apoyando mis pasos en un bastón. El destino encomendado,
los privilegios, los gozos concedidos, todo ese asunto concluía allí. Era el
turno de nuevos pepenadores. No he vuelto desde entonces a la plaza circular.
*Del libro Las tuercas en mi
cabeza (Ediciones Camelot, 2019)
[1] Desde tiempos inmemoriales.
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