Como director, me he visto tentado a utilizar situaciones arcaicas que la tradición santifica, situaciones (dentro de los reinos de la tradición y religión) que son tabú. He sentido la necesidad de enfrentarme a esos valores. Me fascinaban y me llenaban de una sensación de desasosiego interior, al tiempo que obedecía a una llamado de blasfemia. Quería atacarlos, trascenderlos o confrontarlos con mi propia experiencia, que a la vez está determinada por la experiencia colectiva de nuestro tiempo. Este elemento de nuestras producciones ha sido intitulado de muy diversas formas: “encuentro con las raíces”, “la dialéctica de la burla y la apoteosis” o hasta “religión expresada a través de la blasfemia; el amor que se manifiesta a través del odio”.
Tan pronto como mi
percepción práctica se convirtió en percepción consciente y cuando el experimento
nos condujo al método, me vi obligado a echar un vistazo nuevo a la historia
del teatro, en relaciones con otras ramas del saber, especialmente la
psicología y la antropología cultural. Tuve que revisar racionalmente el problema
del mito. Entonces advertí con claridad que el mito era a la vez una situación
prístina y un modelo complejo con existencia independiente en la psicología de
los grupos sociales, y que inspira tendencias y conductas de grupo.
Cuando todavía formaba
parte de la religión, el teatro era ya teatro: liberaba la energía espiritual
de la congregación o de la tribu, incorporando el mito y profanándolo, o más
bien trascendiéndolo. El espectador recogía una nueva percepción de su verdad
personal en la verdad del mito y mediante el terror y el sentimiento de lo
sagrado llegaba a la catarsis. No es una casualidad que la Edad Media haya
producido la idea de la “parodia sagrada”.
La situación actual es
muy diferente, sin embargo. En la medida en que los grupos sociales se definen
cada vez menos por la religión, las formas tradicionales del mito cambian,
están desapareciendo y reencarnándose. Los espectadores están cada vez más
individualizados en su relación con el mito, como verdad de la corporación o
modelo del grupo, y creer es a menudo un problema de convicción intelectual.
Esto quiere decir que es más difícil decidir cuál es el tipo de choque que
se necesita para llegar a las profundidades psíquicas que ocultan la máscara
vital. La identificación del grupo con el mito -la ecuación de la verdad
individual personal con la verdad universal- es virtualmente imposible hoy en
día.
¿Qué puede hacerse?
Primero, la confrontación con el mito más que la identificación con él.
En otras palabras, a la vez que se retiene nuestra experiencia privada, podemos
tratar de encarnar el mito, asumiendo su piel que ya no nos contiene para percibir
la relatividad de nuestros problemas, su conexión con las “raíces” y la relatividad
de las “raíces” a la luz de la experiencia actual. Si la situación es brutal,
si nos despojamos y tocamos las capas más extraordinariamente íntimas, exponiéndolas,
la máscara vital se quiebra y desaparece.
Segundo, aunque se haya perdido “un cielo común” de creencias y hayan desaparecido los límites inexpugnables, la percepción del organismo humano permanece. Sólo el mito -encarnado en el hecho de la existencia del actor, de su organismo vivo- puede funcionar como un tabú. La violación del organismo vivo, la exposición llevada a sus excesos más descarnados, nos devuelve a una situación mítica concreta, una experiencia de la verdad humana común.
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