El sitio de la Mulita (34)
Vuelto del fogón con
nueva caldera caliente, cebaba mate bien doblado en tres el Asistente Macá, sin
mirar más que a hurtadillas. Y como la zozobra que le produjo la intempestiva
llegada del Sargento Cuervo en realidad se le había disipado, al Sargento
Cimarrón le empezó a emanar de sus palabras, que nada íntimo denunciaban, una
entonación muy velada de tristeza más que comprometedora.
En el aire la advirtió el
Cuervo. Y a ella atendió con fineza sin saber de dónde provenía semejante
destemplanza, como quien, ante una madeja demasiado enredada, toma entre dos
dedos la asomada puntita y no la larga y tira por ella con cautelosa paciencia
para averiguar si el hilo está suelto o si sigue, no más, desenvolviéndose.
Cuando se prendió a la cosa, dispuesto, ya encarnizado, a no soltarla, fue
desde que, al decir él:
-Esos no van a aguantar
mucho, dificulto. Si no, los mata el hambre-
el Sargento Cimarrón
exclamó fuera de sí:
-¡Dejemé! ¡Esto no es
para mí, amigazo! ¡A mí, estas cosas, no me las dean!
Se quedó el Cuervo a la
manera del que se guarece tras unas matas para espiar sin ser visto. Y en esa
actitud, muy mansito, dejó seguir al Cimarrón, sin interrumpirlo.
-La Mulita es inocente y
el Comisario nos está haciendo hacer una cosa, mire… ¡una cosa que no tiene
nombre!
El magín del cuervo se
dispuso ahora en la forma, no ya de quien se oculta así no más, entre marañas,
sino en la de aquel que, de sigiloso también en cuclillas, se ha puesto tras
ellas. Hasta se achicó de cuerpo el Cuervo, ya que empezó a apretar el pecho
contra los muslos. Y no siguió encogiéndose porque casi, casi se espolea en los
fondillos.
Al Asistente Macá, oyendo
las confidencias de su jefe, le empezó a sudar la cabeza. Y cuando fue a
ofrecer el mate al viejo Cimarrón, lo elevó adrede y se lo metió entre los ojos
para advertirle de algún modo el peligroso sesgo que iban tomando sus palabras.
-¡Pucha, este hombre es
una barbaridá! -decíase desesperado, en su impotencia-. ¡Se calienta, pierde la
cabeza y atropella, no más…!
En efecto: aquel estaba,
a la vez, como sordo y como ciego. Y, además, estaba que trinaba.
-¡Pucha, cualquier día
chapo las jinetas y las hago chatasca, mire! ¡Yo no sirvo para esto, canejo!
¡Mire, le garanto…! ¡Yo quisiera que usté, Segundo, me hubiera visto en la
frontera!
Atorose el Cimarrón. Y
cuando el sable, al sacudirse, le hizo ruido con la cadenilla, en tropel se le
vinieron unas fantasías de órdago. Obediente, a lo lejos, a su imaginario grito
de “¡Entregate que va a ser pior!”, se le apareció el mentado matrero
correntino que él concebía en ocasiones, a cada vez más fiero, y más diestro en
el cuchillo a cada salida a su conciencia, con quien muchas veces luchó
enconadamente, al que atravesó de parte a parte, cierto amanecer, en medio de
un arroyo crecido, sin que pudiera llegarse a saber jamás si lo dejó mal herido,
y murió tragando agua, o fue decisiva la estocada; a quien, en posterior
oportunidad, llevó atado al vientre de su propio caballo hasta la Comisaría, donde
el personal miraba y no podía creer lo que estaba viendo, al punto de que el
mismo Cimarrón tuvo que encargarse de desatar y descabalgar a su feroz presa.
Pero por primera vez en su vida -llegada ya a su fin- apenas si dueña de un
corto trecho de nada en cuanto transcurriera aquel atardecer tan, tan manso que
ya era un mirar de cordero; por primera y última vez, pues, el Sargento Primero
Cimarrón hundió desdeñoso tras la conciencia semejantes imágenes, a las que con
adustez las dejó caer como una tapa de piedra. Y defraudando al Asistente, que
se rehacía de aquel pisar entre brasas y se aprestaba a contemplar en su mente,
bajo sus propias aprobaciones, lo que su jefe necesitara para el invento de
cualquier hazaña, siguió con ejemplar austeridad expresiva, y con una
sinceridad que, pronto, ya lo veremos, ningún lector dejará de atestiguar:
-Yo, ¡yo no quiero para
los demás las injusticias que no quiero para mí!
Ahora, el caletre del
Sargento Segundo Cuervo estaba igual a quien, no ya en cuclillas sino echado de
bruces en el suelo, entre el matorral casi ni respira y aguaita. Y cuando
sintió prolongarse mucho el silencio que se hizo, intervino con fingida
desaprensión, para no turbar al Cimarrón, y así, dejarle largo el lazo.
-Yo…
La voz, con razón, porque
hablaba presa de intenso recogimiento, le salió cual si fuera la de un pozo:
-…yo no me preocupo por
nada. Las órdenes son órdenes. Obedezco y se acabó. Si está mal lo que uno
hace, uno no es culpante.
Y aulló y quedó
atentísimo al efecto provocado, mientras el joven Macá se echaba el quepis a la
frente, rascándose el copete que se dejaba en medio del casco.
-¡Está bien, Segundo,
está bien! ¡Pero dejar morir de hambre a inocentes!
Gran sobresalto tuvo el
Macá. Fue que, en vez de entregar al mate al Sargento Cuervo, pues a él le
tocaba, se había sorprendido sorbiendo la bombilla, como si él también
perteneciera a la rueda de los superiores. Por suerte, los otros no lo vieron.
Ni el Sargento Segundo advirtió que el mate al primer chupetazo le quedó medio
mediado. De modo que, tranquilamente, abriendo una melosa sonrisa -y por dentro
con las ideas como hormigas cuando algún distraído le planta la pata a su
hormiguero- el Cuervo exclamó:
-¡Se está volviendo un
terrón de azúcar, Sargento! -devolviendo el mate más pronto que otras veces,
claro, porque en esta ocasión el recipiente presentó menos agua.
El Cimarrón había extraviado
la mirada en el cielo oscurecido que, cada vez más bajo hasta esos instantes,
ahora había empezado a ascender, pues la luna alumbraba de lleno… Lejos de ella,
en un playo blancuzco, ya estaban apareciendo estrellas vibrantes, menos sobre
un sitio de color amarillo rojizo, el cual, ese sí, permanecía fijo como el ojo
del odio.
Abajo, cada vago “bendito”
tenía próximo el bulto de un caballo atado a estaca. Más lejos, su dueño, como
los otros conmilitones no dando tregua a los mates, hacía círculo al fogón y
contribuía al mosquerío de miradas que revoloteaban, pesadas, sobre los
asadores.
-¡Linda noche! -exclamó
el Sargento Segundo Cuervo subiendo la voz y la mirada juntas hacia el vasto
estrellerío. -Y agregó, de lado: -Por mí, suspendé- entregando el mate al Macá
porque, diciendo:
-Compermiso -el Fajinero
Mao Pelada, ceñido por delante un culero como delantal, se apareció clavando
los talones a cada paso rápido bajo el peso de un cordero destilante de jugos,
y cuyo grueso espetón hundió en el suelo, ante los dos Sargentos.
El Macá recostó el mate
en la caldera y se introdujo en la carpa. Volvió con una carona que extendió en
el suelo frente a sus superiores. En otro viaje trajo y puso sobre ella varias
galletas y un platillo con fariña cruda.
Los dos Sargentos, entonces, sacaron a un tiempo sus cuchillos.
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