El sitio de la Mulita (33)
Entre gran correntada de
nubes rojas y negruzcas -aun doradas algunas en los bordes- se alejaba el día
como empujado con suavidad. Y todavía muy pálidamente, quién sabe por qué afán
apresurándose tanto a no dejar a oscuras el sitio, la luna, sola, todavía
privada hasta de la primera estrella, desde un rincón del espacio libre
mostraba muy desvanecido lila que, al principio sin uno darse cuenta,
cambiábase cada vez más en plata, acentuando su blancor.
Sí, se miraba hacia
arriba, abarcando un espacio grande con la luna adentro, y primeramente parecía
con tristeza que ella era cosa extraviada, muerta, abandonada, quedada allí al
acaso y peligrando que la arrastraran tras el horizonte. Mas el no resignarse a
esa pérdida hacía, después, que el desolado insistiera en contemplar y que
descubriera enseguida el crecimiento, lentísimo pero incesante, del fulgor.
Entonces, contento, él se anticipaba ya para bien pronto la iluminante
asistencia bienhechora, al sobrevenirle la seguridad de que, pasara lo que
pasara sobre la inmensa tierra, iba, no más, la luna a imponer a las sombras su
voluntad de que no fueran tan negras.
Al descabalgar el Sargento
Segundo Cuervo ante la tienda del Sargento Primero Cimarrón, ya el Soldado
Cuzco Overo había corrido parta hacerse cargo de las riendas de la inquieta
cabalgadura y llevarla a desensillar un poco más lejos.
Quitaba el poncho patrio,
que venía terciado en el recado, y ya quedó en espinas el Sargento Segundo
Cuervo, pues advirtió la expresión que se estampó en la cara del Asistente Macá
al asomarla desde adentro de la carpa y reconocerlo. Con el cogote estirado, se
habías quedado un momento hecho hielo, el Macacito. Y en cuanto reaccionó,
retiró la cabeza como si le aflojaran un resorte o si de adentro le hubieran
dado un tirón. Disimulando su curiosidad el Cuervo se acercaba cauteloso,
cuando he aquí que, sin quepis, apareció el Sargento Segundo. El “Buenas tardes”
en respuesta al saludo del Cuervo, a este se le antojó como temblequeando. Y al
Superior se le escurrió la mirada a un costado y luego hacia abajo en el
momento en que el Sargento Segundo le fijó de lleno la suya.
Muy rápido, caldera y
mate en una mano, y haciendo la venia con la diestra casi en la nuca porque
llevaba la cabeza muy gacha, el Asistente salió de la carpa, pasó junto al
Cuervo, ladeado como siempre, pero para el costado opuesto al recién llegado,
esta vez, y siguió hacia el fogón que rodeaban rojas bombachas y chaquetillas
azules, de donde surgía con humillo casi imperceptible, el rotundo apetitoso
olor de los asados ya a punto casi, por tal signo, de recibir el baño de la
salmuera.
-Aquí, entre estos dos,
hay algún intríngulis… y de los grandes -se dijo el Sargento Segundo- y m lo
quieren tener tapado. Si consigo averiguar de qué se trata, de un galope esta
noche mismo me lo entero al Comisario. Y, también si cuadra, le hago una
zancadilla al Sargento Primero, y doy de una vez en tierra con él. Si no, no
asciendo más y me van a enterrar con estas jinetas.
-Yo no creo -le pareció
volver a oír las últimas palabras de su Comisario- yo no puedo creer que Don
Juan me pueda pasar del monte sin que las guardias que le he tendido lo
descubran. Pero, por las dudas, vos te vas a poner al lado del Sargento
Cimarrón, porque ese se deja arriar como cordero. De buena gana ya le hubiera
dado el retiro. Pero el Jefe Político tiene como una debilidá por él. ¡Vieras
vos cuando, una vez, bajé a la Jefatura y le hablé de sacarlo! ¡Pucha, era una
furia ese Puma! Golpiaba el escritorio, hizo volar el papelerío… que fue lo que
le dio más rabia conmigo, yo creo, y eso que yo, por hacerle un favor, se los
junté toditos. ¡Bueno, como el Cimarrón se crió en la estancia de él…!
Muy en guardia, pues, el
Sargento Segundo se dispuso a obedecer a la seña de sentarse ante la carpa;
pero esperó a que, antes, lo hiciera su Superior. Cuando, arreglándose la
espada y cruzando las piernas con las espuelas hacia afuera, el Sargento
Primero le dijo:
-Mire, Segundo-
a este, disponiendo al
costado el sable y cruzando las piernas a su vez, se le dobló la sorpresa. Era
que el viejo Cimarrón, su mirada bien de frente, estaba ahora más tranquilo que
un cerro, al punto de que otro menos alarife que el Cuervo habría tenido que
confesarse, derecho, la sinrazón de las sospechas que al llegar lo pusieron
sobre aviso. Pero, por lo contrario.
-Este se me está tapando
la cara -maliceaba el Sargento Cuervo, mientras
-Mire, Segundo -se
enteraba el Sargento Cimarrón- sabrá usté que anoche los sitiados nos han
estado dando que hacer.
-¡No me diga!
Mientras el Cimarrón narraba lo ocurrido, los ojos del otro se dilataban, a la vez por lo que estaba sabiendo y por el acabarse de la luz del día.
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