El sitio de la Mulita (32)
Ella se enjugó el rostro
con el dorso de la mano, y recordó, a su vez, la escena del velorio y lo
idéntico del diálogo. Todo igual a como unos días antes, al regreso del arroyo.
¡Mas con una diferencia tan doliente! De aquella situación a esta sólo hubo una
distancia de días; pero de este hacia delante el futuro tenía para él un límite
de horas. Y para la Mulita, marchando cabizbaja ahora tras él a la cocina para
evitarle el acarreo del mate, intuía el Aperiá que ya se levantaba una sombra
tan densa que detenía el corazón pensar en ello.
-¡Menos mal! -se
consolaba el Aperiá echando agua al mate-. ¡Sin mí ella hubiera sido la
primerita, estoy seguro!
Y se imaginó a don
Ñacurutú, con su sombrero panza de burro y su pañuelo serenero, envuelto, al
trotecito, en la linda luz del verano, muy echado para atrás en el overo y en
medio de un radiante horizonte que avanzaba también, ¡claro!, agrandándose y
achicándose con acompasada levedad casi imperceptible debido al escaso impulso
ascendente del jamelgo. Así, el modesto y lento avance hacía parecer que los árboles,
las piedras, alguna flor del pasto no resignaban a perder de vista a ese
jinete, y que sin ganas ninguna que las cosas iban yéndose hacia atrás en el
camino a “La Flor del día”. Y cariacontecido Aperiá vio en seguida su buen
hermano ante una mesa de tapete verde, rodeada de gente; lo vio barajando un
mazo de naipes y alargándolo al impasible tallador; vio a ña Lechuza sonriente
de satisfacción cebar su mate frente a su fuego, cerrado el ojo del lado del
pucho por el humo, en medio de sus vidrios, sus amuletos, sus atados de yerbas
mágicas, sus tarritos con polvo de huesos de cuanta cosa existe arriba y aun debajo
de la tierra; vio a todos los parroquianos de la pulpería lo más contentos
junto al mostrador, o sentados en torno a un guitarrero que estaba dele estilos
y dele milongas. Y las lágrimas de una doliente envidia, envidia, sí, surgida
por primera vez en su existencia, cayeron sobre la mano que ascendía la
bombilla del mate hacia la boca.
Por fortuna, sentada, la
Mulita estaba mirándose las azules faldas y se había puesto a alisar la zaraza
sobre las rodillas muy preocupada en cosas que, a pesar de lo inquietantes,
habría sido una suerte que el destino, desdiciéndose, les hubiera dado su visto
bueno y la dejara ser en sustitución de las que ya, y para demasiado pronto,
estaban señaladas.
-Pero yo no sé qué cara
pondrá la dueña de casa cuando me le presente como una introducida -pensaba-.
Irme a quedar allí, sin conocerla… Yo sé darme mi lugar; yo no voy a ser
gravosa. Los días que esté allí, los voy a ayudar en todo. Pero una, en casa
ajena, siempre…
Y habló en alta voz, sin
levantar la vista.
-¿Pero usté cree que ella
me va a recibir gustosa?
-¿Quién? -exclamó él con
sobresalto, como ese que empuja cuando suben del pelo a un ahogado.
-¡Doña Chancha Negra! Yo
estoy dispuesta a ayudarla en todo. Y a ordeñar y a hacer la lidia de la casa
hasta que usté llegue. Yo sé hacer manteca, y queso y yo amaso y lavo y plancho
y zurzo con prolijidad. Pero presentarme así, de sopetón, sin haberla visto
nunca… ¡Ay, yo no voy a saber dónde meterme cuando llegue! Si usté me diera un
papelito…
-Sí, pero ¿y quién lo
escribe y quién lo lee?
Se les apareció a ambos
como una mano que se les parara delante con la palma estirada hacia arriba y
los dedos juntos.
Siempre inclinada sobre
sus rodillas, ella no pudo ver la mueca de dolor que crispó al Aperiá. Oyó, sí,
que luego de un momento de silencio, cuando cesó la puntada, él volvía a decirle,
con el pescuezo un poco rígido, la cabeza un poco erguida, la expresión
impasible como la de los que duermen, como la de los ciegos, como desde otro
mundo.
-Usté le dice de palabra
que yo se la mando recomendada. Y que no le lleva un papel mío porque aunque
usté supiera escribir yo no sé ni poner mi firma y ella no sabe leer.
Iba a agregar algo más. Pero
la sensación de que tal vez todo era inútil, de que casi con seguridad la
Mulita no vería jamás el rancho de los tres ombúes ni a la buena negra vieja
siempre inclinada sobre alguna cosa rica ante el círculo de canillas vacunas de
su fogón; lo que ya era certeza firme le apagaba como dos carrillos inflados
las palabras, una a una, a medida que las quería decir. Y cual si aquellos
mofletes inexorables hubieran asimismo soplado el propio candil, el Aperiá
quedó otra vez a oscuras.
-¡Pucha! -exclamó cuando sintió
renacerle la vista, y al mismo tiempo que el dolor se le hacía pinchazo-
¿quiere creer que me estoy cayendo de sueño? Me voy a echar un rato y usté
queda de guardia. Como siempre, ya sabe, cualquier ruidito que oiga, venga de
donde venga, me pega el grito. Después, yo la relevo y usté duerme toda la
tarde, así está fresquita para la noche. Agarre su pistola.
Y sin darse cuenta de si
dijo esto último alentado por una esperanza o empujado por la lástima, con
esfuerzos para disimular su tambaleo entró al cuarto del finado, se sentó en la
ancha cama. Apenas había retirado su pistola y su cuchillo de la cintura y los
situaba bajo la almohada, cuando se abatió hecho una bolsa de trapos, sordo por
completo a las clarinadas de la diana que en ese instante anunciaba a la
radiante aurora y sacudía a los soldados sobre los aperos en que habían echado
el sueño.
Pero la Mulita, alzada
como por un tirón desde el techo al llegarle el desgarrón del silencio, se
asomaba toda oídos al nacimiento de una y otra abertura, empuñando la pistola
cual si agarrara una brasa. Recién entonces ella advirtió la claridad rosada
que inundaba la cocina y que hasta allí arrastraba ahora un bronco vocerío.
Entonces fue a la alacena y sopló el candil, temblando.
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