martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (109)

 El sitio de la Mulita (32)

  

Ella se enjugó el rostro con el dorso de la mano, y recordó, a su vez, la escena del velorio y lo idéntico del diálogo. Todo igual a como unos días antes, al regreso del arroyo. ¡Mas con una diferencia tan doliente! De aquella situación a esta sólo hubo una distancia de días; pero de este hacia delante el futuro tenía para él un límite de horas. Y para la Mulita, marchando cabizbaja ahora tras él a la cocina para evitarle el acarreo del mate, intuía el Aperiá que ya se levantaba una sombra tan densa que detenía el corazón pensar en ello.

 

-¡Menos mal! -se consolaba el Aperiá echando agua al mate-. ¡Sin mí ella hubiera sido la primerita, estoy seguro!

 

Y se imaginó a don Ñacurutú, con su sombrero panza de burro y su pañuelo serenero, envuelto, al trotecito, en la linda luz del verano, muy echado para atrás en el overo y en medio de un radiante horizonte que avanzaba también, ¡claro!, agrandándose y achicándose con acompasada levedad casi imperceptible debido al escaso impulso ascendente del jamelgo. Así, el modesto y lento avance hacía parecer que los árboles, las piedras, alguna flor del pasto no resignaban a perder de vista a ese jinete, y que sin ganas ninguna que las cosas iban yéndose hacia atrás en el camino a “La Flor del día”. Y cariacontecido Aperiá vio en seguida su buen hermano ante una mesa de tapete verde, rodeada de gente; lo vio barajando un mazo de naipes y alargándolo al impasible tallador; vio a ña Lechuza sonriente de satisfacción cebar su mate frente a su fuego, cerrado el ojo del lado del pucho por el humo, en medio de sus vidrios, sus amuletos, sus atados de yerbas mágicas, sus tarritos con polvo de huesos de cuanta cosa existe arriba y aun debajo de la tierra; vio a todos los parroquianos de la pulpería lo más contentos junto al mostrador, o sentados en torno a un guitarrero que estaba dele estilos y dele milongas. Y las lágrimas de una doliente envidia, envidia, sí, surgida por primera vez en su existencia, cayeron sobre la mano que ascendía la bombilla del mate hacia la boca.

 

Por fortuna, sentada, la Mulita estaba mirándose las azules faldas y se había puesto a alisar la zaraza sobre las rodillas muy preocupada en cosas que, a pesar de lo inquietantes, habría sido una suerte que el destino, desdiciéndose, les hubiera dado su visto bueno y la dejara ser en sustitución de las que ya, y para demasiado pronto, estaban señaladas.

 

-Pero yo no sé qué cara pondrá la dueña de casa cuando me le presente como una introducida -pensaba-. Irme a quedar allí, sin conocerla… Yo sé darme mi lugar; yo no voy a ser gravosa. Los días que esté allí, los voy a ayudar en todo. Pero una, en casa ajena, siempre…

 

Y habló en alta voz, sin levantar la vista.

 

-¿Pero usté cree que ella me va a recibir gustosa?

 

-¿Quién? -exclamó él con sobresalto, como ese que empuja cuando suben del pelo a un ahogado.

 

-¡Doña Chancha Negra! Yo estoy dispuesta a ayudarla en todo. Y a ordeñar y a hacer la lidia de la casa hasta que usté llegue. Yo sé hacer manteca, y queso y yo amaso y lavo y plancho y zurzo con prolijidad. Pero presentarme así, de sopetón, sin haberla visto nunca… ¡Ay, yo no voy a saber dónde meterme cuando llegue! Si usté me diera un papelito…

 

-Sí, pero ¿y quién lo escribe y quién lo lee?

 

Se les apareció a ambos como una mano que se les parara delante con la palma estirada hacia arriba y los dedos juntos.

 

Siempre inclinada sobre sus rodillas, ella no pudo ver la mueca de dolor que crispó al Aperiá. Oyó, sí, que luego de un momento de silencio, cuando cesó la puntada, él volvía a decirle, con el pescuezo un poco rígido, la cabeza un poco erguida, la expresión impasible como la de los que duermen, como la de los ciegos, como desde otro mundo.

 

-Usté le dice de palabra que yo se la mando recomendada. Y que no le lleva un papel mío porque aunque usté supiera escribir yo no sé ni poner mi firma y ella no sabe leer.

 

Iba a agregar algo más. Pero la sensación de que tal vez todo era inútil, de que casi con seguridad la Mulita no vería jamás el rancho de los tres ombúes ni a la buena negra vieja siempre inclinada sobre alguna cosa rica ante el círculo de canillas vacunas de su fogón; lo que ya era certeza firme le apagaba como dos carrillos inflados las palabras, una a una, a medida que las quería decir. Y cual si aquellos mofletes inexorables hubieran asimismo soplado el propio candil, el Aperiá quedó otra vez a oscuras.

 

-¡Pucha! -exclamó cuando sintió renacerle la vista, y al mismo tiempo que el dolor se le hacía pinchazo- ¿quiere creer que me estoy cayendo de sueño? Me voy a echar un rato y usté queda de guardia. Como siempre, ya sabe, cualquier ruidito que oiga, venga de donde venga, me pega el grito. Después, yo la relevo y usté duerme toda la tarde, así está fresquita para la noche. Agarre su pistola.

 

Y sin darse cuenta de si dijo esto último alentado por una esperanza o empujado por la lástima, con esfuerzos para disimular su tambaleo entró al cuarto del finado, se sentó en la ancha cama. Apenas había retirado su pistola y su cuchillo de la cintura y los situaba bajo la almohada, cuando se abatió hecho una bolsa de trapos, sordo por completo a las clarinadas de la diana que en ese instante anunciaba a la radiante aurora y sacudía a los soldados sobre los aperos en que habían echado el sueño.

 

Pero la Mulita, alzada como por un tirón desde el techo al llegarle el desgarrón del silencio, se asomaba toda oídos al nacimiento de una y otra abertura, empuñando la pistola cual si agarrara una brasa. Recién entonces ella advirtió la claridad rosada que inundaba la cocina y que hasta allí arrastraba ahora un bronco vocerío.

 

Entonces fue a la alacena y sopló el candil, temblando.

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