El sitio de la Mulita (31)
En aquella tardecita,
sobre la barranca desde la que arrojaron al agua el cadáver del Peludo,
mientras su buen hermano y el empacado Ñacurutí exhalaban por las narices el
humo de sus cigarros, ¿quién hubiera podido responder a esa pregunta que él
había hecho con recelo, como el de que abre una puerta misteriosa? ¡Nadie! Y
qué equivocado en su temor estaba el Ñacurutú cuando se enfureció al oírle;
cuando atajó, escalofriándose:
-¡Eso no se pregunta ni
se piensa, bruto!
Como con mucho era el más
viejo, suponía el tío de la Lechuza que él sería el primero; y por nada se
quería acordar. Por eso fue que cuando, aunque para sí, el Aperiá insistió en
voz alta, al ratito:
-¡Quién sabe al que le
tocará el turno! -el Ñacurutú rugió:
-Callate esa boca o te
hago miñangos- en medio de gestos descompuestos y revolviéndose al punto de que
el sombrero panza de burro no se le fue al agua y siguió viaje hacia la mar
porque un manotazo arriba de la copa se lo alcanzó a abollar en la cabeza.
¡Es que estaba viejo, el
Ñacurutú! Las patas combadas de andar a caballo desde criatura no lo sostenían
ya con la antigua firmeza. Cuando quería coser alguna prenda de su apero, los
tientos que cortaba ya no tenían como otrora la delgadez del hilo… Sí, cierta
vez el Aperiá se había echado a reír con su buen hermano en el palenque de “La
Flor del día” al observar que un remiendo del sobrepuesto del overo del Ñacurutú
parecía hecho como con una piola, de grueso que era el pespunte y, además,
desparejo. Ya para poder ver bien tenía que echar un paso atrás y entornar los
párpados, el viejo. Y, sin embargo, hacía pocas mañanas el Aperiá lo había
visto descabalgar en la pulpería, avanzar rayando el suelo con las nazarenas
para pedir en forma enérgica, aun desde la puerta, un vaso de ginebra, y dar
así la seguridad, a quien lo atendiera, de que había Ñacurutú para rato.
-¡Mire usté quién iba a
ser el primero de los tres!... -pensaba el Aperiá acariciándose las rodillas-.
¡El más joven!
Porque, en efecto,
también su hermano era mayor que él; casi un año le llevaba.
Ahora, sentado
desfalleciente en la silla de vaqueta, se estaba viendo de vuelta a la casa del
Peludo, después que desbarrancaron “el cuerpo” y que lo perdieron de vista en
aquel su último viaje, boyando como cacharpa de rancho en la crecida. Ya
dentro, mientras los otros seguían la afanosa búsqueda de regalos, fue que él
se puso, allí mismo, frente al mismo fogón, como cuando uno, a la siesta,
fumando echado de espaldas en el monte, pretende descubrir al pájaro que canta
en la espesa ramazón de más arriba, hasta que se le borran los mismos troncazos
de ñandubay y se queda en un sueño. Lo que había en al Aperiá era que por
primera vez en su vida se hallaba caladamente triste. Allí, en aquel atardecer
no tan distante, chupando en silencio su cigarro, lo que pasaba era que se le
estaban metiendo en la mente, nunca atenta a nada, y para estrenarla con su peso,
las ideas de la Vida y de la Muerte. Allá abajo, unos días atrás en el tiempo,
después que regresaron sin el Peludo, pareció que le entraba hasta el fondo
algo como una lucecita callada pero alumbradora, eso sí. Era una cosa callada,
sí, callada, que se le venía y se le retiraba y, de pronto, se le quedaba
quietita, delante. El que ha encontrado luces malas en el campo -y no les tiene
miedo- podrá muy bien suponer cómo era aquello. Sí, uno va en la noche cerrada,
trotando, trotando y, cuando quiere acordar, allí mismo, por entre las orejas
del caballo… La luz medio verdosa y azulada tiembla, parece que lo mira a uno,
parece que le quisiera decir algo y no puede, que no puede, o que se lo está
diciendo así, no más, solito con mostrarse. Nace entonces -cuando no se tiene
miedo, cuando uno no se asusta de nada- nace una tristeza que lo abarca todo;
que envuelve a uno, primero, y que después se extiende y agarra todo el vuelo
del horizonte invisible… En ocasiones hasta se sonríe uno, de triste, sobre el
callado trotar que abre paso en las sombras; la sonrisa tiende sus tenues
alitas y, entonces, se cimbrea en el filo de los labios, se lanza y pasa por
encima de la llama fría y se pierde en la noche, lejos. ¡Y ese caballo
trotando, trotando!... Bajo el techo del Peludo, así había pensado y pensado el
Aperiá aquella vez, entre el ajetreo de su buen hermano, del Ñacurutú, de la
sobrina de este en busca todos de cosas con la intención de hacérselas regalar,
cuando él, en una, había cogido el mate que abandonara la Lechuza para
conversar aparte con su tío, lo ensilló y, aunque en aquel entonces sólo de
vista conocía a la Mulita, fue en puntas de pie a donde ella lloraba, con
cuidado de no derramar.
Pero ahora, a los días,
ahora, otra vez en la misma casa sin suerte, con nada de todo aquello podría
hacerse comparación. Y, además, en vez de, como entonces, sonrisa triste, ahora
había miedo, derecho. Porque el Aperiá se sentía parado delante de una puerta
sin cerrojos, como las de abrir sólo de adentro, gris y tan alta que llegaba a
las nubes, que cortaba por sus dos extremos el horizonte para seguir vaya a
saberse hasta dónde, de tan ancha que ella era. Y no había nadie más que él
ante aquella presencia desmesurada. Sin mirar para atrás, el Aperiá comprobaba
hasta el frío que estaba solo ante la puerta. Y que en todo aquello no había
proporción; que era más que bruta la diferencia entre semejante tamañazo muro y
su pequeñez tan poca cosa. Sólo con un pedazo como de allí hasta el arroyo y
del suelo a la copa de un árbol, tendría hasta de más la puerta para acoquinar
a cualquiera. ¡Y pensar que ni hacia los costados ni hacia arriba tenía fin!
¡Cómo debía de ser lo otro, lo de adentro, con semejante entrada! Aun a
caballo, allí uno, si pudiese ser visto por alguien, parecería hormiga… Tenía
ganas de correr, el Aperiá. De agarrar para atrás, de huir hacia la vida con su
covacha de cebato, con la pulpería, el billar y alguna changa de cuando en
cuando, para ir tirando. Pero estaba como rodeado por los curvos dedos de una
desmesurada mano en alto, pronta a apretarlo al menor movimiento que intentara…
Hasta que él se borró, se perdió en su desconsuelo. E hizo fondo en algo desde
donde, firme en una tristeza sin horizonte, vio que, sumida, la Mulita, surgida
sin saberse cómo, era empujada y la plantaban allí también, ante la puerta, tal
como él había estado hacía un momento, para establecer otra vez otra desproporción
sin sentido. Y del seno de la creciente lástima que experimentaba, el Aperiá le
brotó un poder que le ayudó a levantarse con trabajo de su silla, que lo llevó
hasta la alacena, que lo hizo agarrar el mate y aprontarlo, que lo condujo
después, como de tiro, al cuarto donde ya había cerrado todos sus estantes la
Mulita.
-¿Gusta servirse un mate?
-¡Bueno!
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