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Peiné todo el mercado de
trabajo, como solía decirse, pero era algo inútil y aburrido. Tenías que tener
una recomendación hasta para ser un guarda de ómnibus. Por eso la ciudad estaba
llena de lavaplatos que no podían conseguir otro trabajo. De tarde nos
amontonábamos en la playa Pershing, asediados por los evangelistas. Había gente
que tocaba la guitarra o hacía percusión, y la zona de los arbustos estaba
plagada de homosexuales.
-Algunos tienen plata -me
contó un muchacho vagabundo. -Me pasé dos semanas viviendo en el apartamento de
aquel tipo. Podía comer y tomar lo que se me antojara y comprarme ropa buena,
pero me la chupaba tanto que al final no tenía fuerza ni para caminar. Hasta
que una noche me escapé arrastrándome mientras él dormía. Fue algo horrible.
Una vez me besó y lo desparramé de un piñazo. “¡La próxima vez que hagas eso te
mato!” le dije.
La cafetería Clifton era
un buen lugar. Si tenías poca plata, te dejaban que pagaras lo que pudieras. Y
si no tenías nada, ni siquiera pagabas. Estaba lleno de vagabundos y atorrantes
que comían bien. El dueño era un viejo rico fuera de serie, pero yo nunca quise
aprovecharme comiendo hasta reventar. Pedía un café y una tarta de manzana y
pagaba veinticinco centavos. A lo sumo me llevaba un par de bizcochos con
crema. Era un lugar tranquilo, fresco y limpio, y podías sentarte frente a una
gran fuente a imaginarte que todo iba bien. La Cafetería Philippe también era
un buen sitio. Un café te costaba tres centavos y te lo rellenaban todas las
veces que quisieras y nunca te echaban, tuvieras la pinta que tuvieras. Lo
único que les prohibían a los linyeras era que fueran a emborracharse. En esas
cafeterías encontrabas un poco de esperanza cuando andabas muy mal.
Los tipos que se juntaban
en la plaza Pershing se pasaban todo el día discutiendo sobre si existía Dios o
no. La mayoría no tenía facilidad para exponer sus argumentos, pero de vez en
cuando se enfrentaban un religioso y un ateo que sabían hablar, y el
espectáculo era bueno.
Cuando andaba con algunas
monedas iba a un bar que funcionaba en el sótano de atrás del cine. Tenía 18
años pero me servían igual, porque parecía un tipo de 25 y a veces yo mismo me
sentía un treintañero. El patrón del bar era un chino que jamás hablaba con
nadie. Lo único que necesitaba era tomarme una cerveza, y después esperar que
los homosexuales me invitaran con whisky. Les sangraba unas cuantas copas y
cuando se me acercaban me ponía antipático, los empujaba y me iba. Claro que después
de un tiempo me calaron la jugarreta y ya no me sirvió ir al bar.
La biblioteca se transformó
en un lugar deprimente, porque ya me había leído todos los libros. Entonces
agarraba algún tomo gordo y me ponía a mirar a las chiquilinas. Casi siempre
había alguna. Yo me sentaba a tres o cuatro sillas de distancia fingiendo leer
el libraco para ver si las enganchaba. Sabía que era feo, pero pensaba que poniendo
cara de inteligente iba a tener alguna chance. Nunca funcionó. Lo único que
hacían ellas era sacar apuntes y cuando se iban yo me quedaba observando el
vaivén de los cuerpos mágicos y rítmicos bajo los vestidos impecables. ¿Qué
hubiera hecho Máximo Gorky en esa situación?
En casa seguía pasando lo
mismo. Apenas empezábamos a comer, mi padre preguntaba:
-¿Conseguiste trabajo?
-No.
-¿Preguntaste en algún
sitio?
-En muchos. A algunos ya
fui dos o tres veces.
-No te creo.
Pero era verdad. Como
también era verdad que algunas compañías ponían anuncios en el diario todos los
días sin tener ningún trabajo para ofrecer. Lo hacían nada más que para que funcionara
de departamento de empleo de la empresa. Y toda esa pérdida de tiempo les
seguía jodiendo las esperanzas a los desesperados.
-Mañana vas a encontrar un trabajo, Henry -decía siempre mi madre…
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