En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido
muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este
género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible
del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del
ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo
siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera
días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además,
exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los
días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les
mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más
que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos
de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre
pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento,
permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces,
cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían
o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y
volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de
nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza
de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío,
delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un
diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí
vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser
curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y
tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por
cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una
formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados
sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna
circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento;
el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal
cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su
vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se
sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de
otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver,
podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto
al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente
difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo
el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar
a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía,
porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer
mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las
rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala,
le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que
ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general
no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier
luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre.
Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes;
estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida
vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para
poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que
soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se
sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a
los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito
de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que
no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los
vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían
tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero
conservaban siempre sus sospechas.
Pero estas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del
ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y
noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por
experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta;
sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador
de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo
estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz
que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las
exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez
procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de
sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo.
Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo
tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil
farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo
fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar
todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero,
en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin
de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula
voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno,
más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer
orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había
enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de
anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse
progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público
se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del
hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según
las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el
período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era
abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público
entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar,
dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas
científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de
un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para
desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar
de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una
mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente
escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que
las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no
quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los
cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por
qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle
la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de
todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de
sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a
su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan
poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían
permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la
paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una
comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente
por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las
señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después
negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de
plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el
empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los
brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en
que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión,
cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador
por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si
quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el
vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin
poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo
entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el
pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella
postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en
pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si
no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo,
por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio,
con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión
honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro
del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera,
más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre
las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la
portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a
llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás
preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del
desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna
cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los
espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis
dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la
orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie
quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista
del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por
el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi
siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que
no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿Con qué, además, podrían
consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso
ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su
tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy
avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia,
y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la
jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba
emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la
irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres
bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después,
tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del
ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa
la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que
claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla
abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo,
pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a
los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero
era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la
verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz
terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión,
contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente
desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías,
soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja.
El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su
sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a
acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para
ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio;
sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién
es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio
abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros
espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si
en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de
un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el
espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse
dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas
que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado
suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era
demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que
alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los
ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador?
Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en
barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el
ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre.
Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y
se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del
contrato.
Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin
cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier
momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus
pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era
sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y
ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al
crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la
cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al
contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía
ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su
voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había
de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en
las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su
entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las
circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el
centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera,
cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes
carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que
admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se
dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que
pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían
permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación
más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor,
y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las
interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por
otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas
había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había
contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él,
hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de
engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de
que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que
el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así,
desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían
los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de
los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que
más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que
tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y
el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que
había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de
quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida
por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de
reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que
viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y
explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando
había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida
que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación
escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin
comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en
que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor
las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se
hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las
gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan
por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud
de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de
carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de
éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si
bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de
visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se
podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué
rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía
ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino
de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más
diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar
la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito,
quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto
quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su
lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien
no lo siente, no es posible hacérselo comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron
arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de
los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros
tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era
la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho
desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó
ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en
otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba;
nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba
alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante
aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo
número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de
engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la
indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él
trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus
merecimientos.
*
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello
tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los
criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo
contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin,
uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron
con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.
-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una
vez?
-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el
inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para
indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te
perdonamos.
-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo
el ayunador.
-Y la admiramos -repúsole el inspector.
-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.
-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por
qué no debemos admirarte?
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿por qué no puedes evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y
hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras,
con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar
comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría
hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados,
mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría
ayunando.
-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.
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