1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la
Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el
apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
II. SEGUNDO PERÍODO:
VIOLENCIA Y HOSTILIDAD
DEL ESPACIO URBANO (5)
A pesar de la aparente
discontinuidad existente entre las dos escenas evocadas -discontinuidad
materializada por la utilización del blanco y acentuada por la supresión de las
articulaciones lógicas en beneficio de las relaciones de contigüidad- los dos
fragmentos se entrelazan. La descripción del letrero luminoso, que podría
parecer a primera vista meramente referida a una fugaz escena callejera y
nocturna, adquiere un peso particular con la imbricación, el “rebote” de las
dos secuencias: “golpes”, el sujeto gramatical, se proyecta del verbo
“correrse” de la primera secuencia hacia el verbo “sonrojarse” de la segunda.
Las escenas exteriores e interiores se interpenetran entonces por efecto de la
lógica sintáctica y sobre todo de la metáfora que humaniza brutalmente al haz
luminoso que, desde la calle, penetra insidiosamente en el cuarto del hombre
dormido. La “mancha de sangre” se apoderará entonces progresivamente del
miserable apartamento de Oscar, el Indio, hasta dominar la secuencia hasta el
punto que el narrador no duda en afirmar que “la única cosa viva en el pequeño
cuarto era el temblor luminoso en la pared” (89)
La agresividad,
sangrienta aquí, del letrero luminosos se transforma en la imagen emblemática
de la ciudad. En adelante, esta se mostrará casi siempre asociada a cierta
brutalidad animal, a una violencia a flor de cartel o de piel. Paradójicamente,
sin embargo, la presencia de esta sangre metafórica tan dispuesta a derramarse
otorgará al fragmentado mundo urbano una espesura y un calor inesperados. Lo
cual ya estaba sugerido premonitoriamente, desde 1936, en un pasaje de Los
niños en el bosque donde, sobre un cielo color de hígado crudo poseído de
un extraño dinamismo, se desarrolla una historia signada por una contrastante y
fúnebre negrura:
Noche total y negra
cuando empezaron a saltar reflectores en lo oscuro. Haces de un
rojo sangriento en abanico por un cielo color de hígado que ellos
mismos van trazando. Entre la sombra y el aire, espesos y cálidos, las
gentes de los altos pisos se acercan cautelosas a las ventanas. Sudan
boquiabiertas, silenciadas por la angustia que no dicen. Esperan el regreso de
la luz; la enloquecida tormenta; algo que viene de más allá de todo, de lo que
conocen y de aquello en que es posible pensar. Y de pronto, en el silencio
tremendo, en el pesado aire negro donde rascan filosos los reflectores, salta
una bocina. Solitaria, lejana para todos, subiendo en cortos temblores de lloro
escondido. Unánimes, al borde las desgarradoras ventanas inútiles, arracimados,
ansiosas las bocas de peces, hombres y mujeres piensan en el lloro de la mujer
vieja y enlutada. Una mujer de pelo de lluvia, volteada, aúlla interminable y
estremecida. Hasta que suben otras vecinas y otras, una selva de mástiles
desesperados en busca del cielo invisible. Como otro viento cálido un miedo
corre y jadea por la ciudad. Espanto de una muerte; alguno que fue como Dios
y ahora se alarga duro y frío, largo, en una desierta plaza del mundo oscuro. (90)
Claro que aquí asistimos
a una descripción alucinada y fantasmagórica de una violencia segregada por el
mundo urbano, y no a una descripción realista. De allí el planteamiento
particularmente dramático de la angustia materializada aquí por una roja y
plurívoca invasión: el derramamiento de la sangre evoca inevitablemente la
muerte, vinculada, por su parte, a la doble presencia de la vieja enlutada y el
difunto. Pero en contacto con la sangre, se humaniza toda la escena, pues
aquella introduce en el centro oscuro y silencioso del horror una nota de
intensa coloración vital. La emoción continuará creciendo en olas sucesivas y
precipitadas; el ritmo aparentemente ternario del texto será de golpe ampliado
por un cuarto movimiento narrativo que lleva a su paroxismo la agudeza de un
dolor carnal vuelto por fin profundamente humano.
La violencia urbana y la
intensidad del sufrimiento individual y colectivo aparecen entonces íntimamente
ligadas, como en otras ficciones onettianas en que el dolor se exhibe desembozadamente.
Recordemos por ejemplo las páginas finales de Para esta noche, al igual
que en Tierra de nadie, la agresividad cromática es notoria, aunque la
violenta luminosidad ciudadana, el horror de los cuerpos despedazados y las
llagas sangrientas de la joven Victoria señalan, contra todo lo que podía
esperarse, el retorno de la piedad, el sacrificio y el amor: en una palabra,
los valores que hasta entonces parecían desterrados del universo urbano:
Ossorio tropezó y se vino
abajo, descendiendo en el olor a carne quemada de la noche, apretando los
dientes para volver a la superficie, para correr solamente diez cuadras hasta
el barco blanco, violentamente iluminado contra el muelle. Volvió a levantarse,
apoyado en las rodillas, pensando cuando estuvo de pie que el mundo quedaba
incendiado a sus espaldas, que no tenía que recorrer del mundo sombrío y rojo
más diez cuadras en pendiente hasta el puerto, olvidado el dolor de la pierna
dentro del resplandor del incendio.
Vio debajo de la suya la
cara de Victoria y no se preguntó nada, reconociendo con repetida lentitud la
forma del peinado, la redondez de los pómulos, el llanto a boca abierta que
hacía ella colgada de su brazo; y apoyando la cabeza en la pared comprendió que
no tenía otro camino que aceptar, mirando algo que caía desde el cielo, cruzaba
rápido dos franjas móviles de luz y desaparecía; espantado por sentirse en paz
oyendo las bombas y el llanto casi animal de la chiquilina. Sentado en el suelo
pudo verla contra el andamio, quieta, acostada en la llamarada rojiza del fuego
distante; sólo pensaba en tocarla mientras se acerca apoyado en una rodilla y
las manos, la pierna herida arrastrándose atrás, trabada a cada momento por la
puntera del zapato (91).
Notas
(89) Ibíd., p. 9
(90) Los niños en el
bosque, en Tiempo de abrazar, p. 141. El subrayado es nuestro.
(91) Para esta noche, p. 177.
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