por Juan Pablo Cahz
En nuestra época
aparentemente se ha cumplido parcialmente una de las fantasías más imposibles
del capitalismo: la abolición del tiempo.
Pocas cosas que
asusten tanto al hombre contemporáneo como el tiempo libre, el tiempo vacío,
los tiempos muertos, el tiempo ocioso, el tiempo sin obligaciones, el tiempo
inútil, el tiempo sin sentido manifiesto ni propósito declarado; en pocas
palabras: el tiempo para sí.
Apenas se encuentra
con una de estas pausas, uno de esos intermedios en que no sabe qué hacer, en
el hombre contemporáneo se dispara un acto reflejo: lleva la mano a su bolsillo,
tantea un poco, encuentra su teléfono portátil, lo desbloquea, toca dos o tres
veces la pantalla y comienza a ver el espectáculo mínimo que se despliega en la
palma de su mano, ese teatro bufonesco que se monta a cada instante,
infatigable, siempre renovado y siempre igual, y que por otro nombre se conoce
como redes sociales.
No es nada urgente
y ni siquiera necesario. No es que el hombre contemporáneo tenga el pretexto de
contestar un mensaje impostergable o de revisar un correo relacionado con su trabajo.
Nada de eso. Simplemente, el hombre contemporáneo no sabe estar haciendo nada;
dicho de otro modo, parece que necesita estar siempre haciendo algo.
Pero no algo así
como así. No algo ambiguo, indefinido, abierto, ni azaroso. Algo, por el
contrario, muy específico: consumir. A juzgar por lo que sucede actualmente a
todas horas, en muchísimos puntos del planeta, el hombre contemporáneo no sabe
estar si no está consumiendo.
Desde hace algunos
años, Internet ha vuelto realidad una de las fantasías más imposibles del
capitalismo: abolir el tiempo real para convertirlo en una sucesión perpetua de
consumo ininterrumpido.
Si por un momento y
en un ejercicio de imaginación consideramos únicamente los minutos del día que
pasamos conectados, ¿encontraremos alguna diferencia que indique la
temporalidad de cada uno? ¿Podríamos decir que hacemos algo distinto cuando
estamos conectados por la mañana que cuando nos conectamos en la tarde o en la
noche? ¿No pasa que, en términos generales, al estar conectados hacemos siempre
lo mismo?
Revisamos nuestro feed
de Facebook, compartimos una imagen que nos hizo reír, subimos nosotros mismos
una fotografía, miramos un video (o empezamos a verlo e, impacientes, lo
dejamos a los 5 o 6 segundos si no cautivó nuestra atención)… y poco más que
esto. Y esto, repetido a cada momento, todos los días, sin importar las
circunstancias. Puede ser un día cualquiera, común y corriente, en nuestro
trabajo; un domingo que pasamos con la familia; un sábado por la noche, en
medio de una fiesta. Si reuniéramos eso que hacemos al estar conectados, si lo
aisláramos y lo sacáramos de su contexto, ¿no nos quedaría una suma monótona,
repetitiva, de actos siempre iguales?
Hace un par de
siglos, Charles Baudelaire encontró inspiración en el aburrimiento.
Al hombre contemporáneo esto le puede sonar contradictorio pero, aunque lo dude
o le parezca absurdo, fue posible. Aburrirse no siempre fue tan terrible como a
nosotros nos hicieron creer.
Baudelaire,
decíamos, valoró el aburrimiento, al que en distintas ocasiones y por distintos
motivos llamó ennui y spleen, el primero un tanto más vital, el
segundo un tanto más fisiológico (como la melancolía, la “bilis negra” de los
antiguos). Como si habláramos, en español, de tedio y de acedia, de esa pesadez
que nos sobreviene y no nos suelta los domingos a partir de las 6 de la tarde,
por ejemplo; y, por otro lado, esa desidia inexplicable que nos ha impedido
emprender tantas cosas que quisiéramos hacer pero frente a las cuales algo
siempre se interpone, así sea un maratón innecesario de la serie de la que todo
mundo está hablando.
Más allá de estas
especulaciones filológicas, lo importante es que Baudelaire, a diferencia del
hombre contemporáneo, no rehuyó el aburrimiento. No intentó, como nosotros,
evadirlo y llenar su vacío engañoso con ocupaciones triviales. Por el
contrario: lo enfrentó, lo investigó, lo diseccionó, expuso sus entrañas y,
finalmente, lo convirtió en otra cosa.
En poemas, sobre
todo. Baudelaire, acaso intuitivamente, se dio cuenta de que no es cierto que
el aburrimiento sea el reflejo de un tiempo vacío, un tiempo muerto, sino, en
todo caso, es señal de nuestra falta de creatividad para vivir y hacer algo con
el tiempo que nos fue dado. Mirar una nube, recordar nuestros amores pasados,
imaginar qué diría el perro que acompaña nuestras tardes… Hacer algo que sea
cualquier cosa.
Un par de poemas de
El spleen de París arrojan una luz inesperada sobre este tiempo sin
tiempo de nuestra época, este tiempo sin divisiones evidentes, sin separación
clara entre tal o cual momento del día, este tiempo en que podemos estar
conectados siempre que queramos y sin diferencia alguna para quienes convierten
nuestra acción en consumo.
Dice Baudelaire en
“El crepúsculo de la noche”:
Va cayendo el día.
Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus
pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo.
Y más adelante, en
este mismo texto:
El crepúsculo
excita a los locos.
¿Quién podría decir
esto ahora? ¿Quién, en este reloj amputado de manecillas en el cual vivimos,
podría elogiar o al menos distinguir así el crepúsculo? ¿Cuántos de los que
viajan del trabajo a su casa por la tarde, absortos en su teléfono, tienen
tiempo y atención para percibir los efectos del crepúsculo en su estado de
ánimo?
En Baudelaire mismo
encontramos una posible respuesta a estas preguntas. Escribe en “La estancia
doble”, también de El spleen de París:
Ha reaparecido el
tiempo; el tiempo reina ahora soberano, y con el horrible viejo ha regresado su
demoníaco cortejo de recuerdos, pesares, espasmos, miedos, angustias,
pesadillas, cóleras y neurosis.
Os aseguro que
ahora los segundos están fuerte y solemnemente acentuados, y cada uno, al
brotar del péndulo dice: "Yo soy la vida, la insoportable, la implacable
vida".
Que el consumo nos
aleja de nuestra propia vida es evidente por la forma en que lo ejercemos en
nuestra época. Pero, si Baudelaire tiene razón, podría decirse que rehuimos los
tiempos muertos, el aburrimiento, el aparente vacío propio de toda
cotidianidad, porque este, apenas rompemos la membrana finísima que separa la
distracción de la atención, nos revela eso que señala el poeta: recuerdos,
pesares, espasmos, miedos, angustias, pesadillas, cóleras y neurosis.
¿Y quién quiere
enfrentar eso?
¿Quién quiere ahora vivir su propia vida, cuando parece más fácil vivir la vida que se nos ha asignado?
(CULTURA INQUIETA / 19-3-2020)
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