El día 10 de diciembre el escritor
Gabriel García Márquez lee el siguiente discurso con motivo del Premio Nobel de
Literatura que le fue ofrecido en el año de 1982.
Antonio Pigafetta, un navegante
florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo,
escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin
embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con
el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las
espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una
cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula,
cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer
nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que
aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia
imagen.
Este libro breve y fascinante, en el
cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho
menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los
Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país
ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años,
cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de
la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró
durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros
se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron.
Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil
mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco
para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde,
durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en
tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este
delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo.
Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un
ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era
viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un
metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.
La independencia del dominio español
no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que
fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la
pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El
general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca
absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de
condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano
Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en
una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para
averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el
alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al
general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en
realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de
esculturas usadas.
Hace once años, uno de los poetas
insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su
palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas,
han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales
de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres
históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido
un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en
llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos
sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y
la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En
este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador
luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América
Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos
morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa
occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi
los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes
de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en
cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus
hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por
las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto
cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil
perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra
proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones
hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su
población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes
que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el
destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha
causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera
hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América latina, tendría
una población más numerosa que Noruega.
Me atrevo a pensar que es esta
realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha
merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. Una realidad que no es
la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras
incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación
insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y
nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y
mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de
aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación,
porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos
entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los
talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de
sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para
interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con
que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son
iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y
sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra
realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más
desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa
venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si
recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y
otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de
incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la
historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos
deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa
con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes
a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a
cuchillo a ocho mil de sus habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de
Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado
exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de
espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más
humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de
vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos,
mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman
la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por
qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de
independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.
No obstante, los progresos de la
navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa,
parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la
originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con
toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio
social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada
tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo
latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la
violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a
merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el
saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las
pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a
través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la
vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74
millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos
como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría
de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto,
los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular
suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos
los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres
vivos que han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro
William Faullkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del
hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no
tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la
humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora
nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora
que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los
inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer
que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía
contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir
por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea
posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad
tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Agradezco a la Academia de Letras de
Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de
quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante
de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus
obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el
compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor
que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una
más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen
más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única
y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión
y el olvido.
Es por ello apenas natural que me
interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las
verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el
sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera
tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas
modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha
sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una
vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el
inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento
que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que
sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica
densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad
rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el
grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores
sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana,
que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes
en los espejos.
En cada línea que escribo trato siempre,
con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y
trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de
adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la
muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la
consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que
invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas,
Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la
existencia del hombre: la poesía. Muchas gracias.
Gabriel José García Márquez (Aracataca, Colombia 1927-2014). Cursó estudios secundarios en San José a partir de 1940 y finalizó su bachillerato en el Colegio Liceo de Zipaquirá, el 12 de diciembre de 1946. Se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cartagena el 25 de febrero de 1947, aunque sin mostrar excesivo interés por los estudios. Su amistad con el médico y escritor Manuel Zapata Olivella le permitió acceder al periodismo. Inmediatamente después del "Bogotazo" (el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá, las posteriores manifestaciones y la brutal represión de las mismas), comenzaron sus colaboraciones en el periódico liberal El Universal, que había sido fundado el mes de marzo de ese mismo año por Domingo López Escauriaza.
Había comenzado su carrera
profesional trabajando desde joven para periódicos locales; más tarde residiría
en Francia, México y España. En Italia fue alumno del Centro experimental de
cinematografía. Durante su estancia en Sucre (donde había acudido por motivos
de salud), entró en contacto con el grupo de intelectuales de Barranquilla,
entre los que se contaba Ramón Vinyes, ex propietario de una librería que
habría de tener una notable influencia en la vida intelectual de los años
1910-20, y a quien se le conocía con el apodo de "el Catalán" -el
mismo que aparecerá en las últimas páginas de la obra más célebre del escritor, Cien años de soledad (1967). Desde 1953 colabora
en el periódico de Barranquilla El nacional: sus columnas revelan una constante
preocupación expresiva y una acendrada vocación de estilo que refleja, como él
mismo confesará, la influencia de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Su
carrera de escritor comenzó con una novela breve, que evidencia la fuerte
influencia del escritor norteamericano William Faulkner: La hojarasca (1955).
La acción transcurre entre 1903 y 1928 (fecha del nacimiento del autor) en Macondo,
mítico y legendario pueblo creado por García Márquez. En 1961 publicó El
coronel no tiene quien le escriba, relato en que aparecen ya los temas
recurrentes. En 1962 reunió algunos sus cuentos bajo el título de Los funerales
de Mamá Grande, y publicó su novela La mala hora. Muchos de los elementos de
sus relatos cobran un interés inusitado al ser integrados en Cien años de
soledad. En la que Márquez edifica y da vida al pueblo mítico de Macondo (y la
legendaria estirpe de los Buendía): un territorio imaginario donde lo
inverosímil y mágico no es menos real que lo cotidiano y lógico; este es el
postulado básico de lo que después sería conocido como realismo mágico. Se ha
dicho muchas veces que, en el fondo, se trata de una gran saga americana. En
suma, una síntesis novelada de la historia de las tierras latinoamericanas. En
un plano aún más amplio puede verse como una parábola de cualquier
civilización, de su nacimiento a su ocaso.
Tras este libro, el autor publicó la que, en sus propias palabras, constituiría su novela preferida: El otoño del patriarca (1975), al que seguiría el libro de cuentos La increíble historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1977), y Crónica de una muerte anunciada (1981). El amor en los tiempos del cólera, se publicó en 1987. En 1982 se le otorgó el Premio Nobel de Literatura. Una vez concluida su anterior novela vuelve al reportaje con Miguel Littin, clandestino en Chile (1986), escribe un texto teatral, Diatriba de amor para un hombre sentado (1987), y recupera el tema del dictador latinoamericano en El general en su laberinto (1989), e incluso agrupa algunos relatos desperdigados bajo el título Doce cuentos peregrinos (1992). Del amor y otros demonios (1994) y Noticia de un secuestro (1997). En 2002, García Márquez publicó el libro de memorias Vivir para contarla, el primero de los tres volúmenes de sus memorias. La novela, Memoria de mis putas tristes, apareció en 2004. En 2007, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española lanzaron una edición popular conmemorativa Cien años de soledad.
(IGITUR / 17-9-2020)
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