por Hernán Schell
Rojo es una película que transcurre en
el espacio de un pueblo de provincia en tiempos previos al golpe militar del
76. La película abre con una discusión en un restaurante entre lo que pareciera
ser un loco y un respetado abogado. A esto le sigue una escena de violencia que
le da a la película uno de los comienzos más intensos y arriesgados del cine
argentino reciente.
Es un
inicio potente, pero en alguna medida también significativo, ya que la
mencionada discusión versa en el fondo y en alguna medida sobre lo correcto o
incorrecto, sobre una búsqueda de una ley aunque sea en algo tan cotidiano como
es tener una mesa en un restaurante. Que en esta película una discusión así
termine en una situación confusa y violenta no parece casual: el pueblo en el
que transcurre Rojo está marcado por una
ausencia de justicia y de ley, y la consecuencia de eso es un estado de locura
que se esconde tras una máscara de normalidad.
Por eso es un espacio donde en el fondo todos los personajes tienen miedo y varios de ellos se comportan violentamente. Es, por supuesto, una sociedad que parece estar preparando un caldo de cultivo para los tiempos que se vienen, y Benjamín Naishtat parece estar interesado en describirla contando la historia central de un abogado (un Darío Grandinetti en estado de gracia), pero también otros relatos más pequeños -de estudiantes, profesoras e intendentes-, que en alguna medida terminan constituyendo una radiografía general de un pueblo y posiblemente de todo un país.
Hay otra
cuestión del comienzo que es importante: su intensidad. Empezar una película
así tiene su riesgo, implica después de todo darle al espectador una potencia
al principio del film que el relato se verá obligado a sostener de alguna
manera durante el transcurso de la historia. La habilidad de Rojo consiste
en usar ese comienzo explosivo a su favor, dándonos a entender que en esta
película las cosas pueden derivar en hechos terribles. Así es como Naishtat va
construyendo distintas situaciones que sostienen su tensión a partir del saber
del espectador de que en este pueblo mucha gente podría hacer cualquier cosa
sin necesidad de que exista una consecuencia.
Lo que
termina generando esto es un clima de sugerencia permanente, de tensión
sostenida a partir de una incertidumbre constante por la anarquía secreta de
ese pueblo. De ahí también lo significativo de su título. El "rojo"
puede aludir a la sangre que se derramó, a la sangre que se derramará, a los
comunistas perseguidos, o simplemente a un eclipse de sol que está en la película,
y que constituye uno de los momentos más extraño del largometraje.
Justamente,
lo enrarecido en esta película es bastante frecuente, ya que Naishtat nunca
teme a caer en lo extravagante. De ahí que pueda utilizar en este relato un
personaje increíble de un detective infalible y excéntrico interpretado por ese
actor enorme que es el chileno Alfredo Castro. Son personajes como
este o escenas como la del mencionado eclipse, lo que terminan por darle un
contraste interesantísimo a una película obsesionada con la reconstrucción
histórica.
Sucede
que Rojo es una película abocada por un lado
a la reconstrucción de un pasado. De este modo el largometraje muestra con
una rigurosidad y creatividad pocas vista en el cine argentino las vestimentas,
las costumbres y las canciones de la década que retrata. Pero Rojo también
es un film dueño de una libertad creativa que le permite a
Naishtat jugar con los géneros, con secuencias de crédito retro, y la
recreación de un ambiente que en ciertas ocasiones parece de fantasía.
Puede que
esto tenga mucho que ver con algo que el propio director menciona en el
reportaje y es la propia edad del realizador. Naishtat, de 32 años, mira una
época que nunca vivió, y que sólo puede reconstruir a partir de lo que leyó e
investigó. Desde este lugar, el clima previo a la dictadura visto por una
persona que nació en democracia, se le transforma en un espacio extraño. Desde
este punto de vista, Rojo es una película doblemente epocal: primero, por
querer describir un tiempo, pero, en segundo lugar, por estar claramente
abordada desde la perspectiva de alguien de una época claramente distinta.
Alguna
vez dijo Stanley Kubrick que todo abordaje de una época pasada
debería dar como resultado una película de ciencia ficción, donde un director
intenta reconstruir un mundo completamente diferente al suyo. Kubrick lo dijo
refiriéndose a su film Barry Lyndon, largometraje de época
que transcurre a finales del siglo XVIII. Naishtat no necesitó ir tan lejos en
el tiempo; apenas se trasladó a su país unas décadas atrás, y describió un
tiempo que algunos argentinos tienen muy presentes, pero que generaciones como
las de este director ven con el asombro de quien mira una realidad enrarecida y
terrible.
¿Cómo
empezó el proyecto de Rojo?
Es un
proyecto que tardó bastantes años en desarrollarse, tanto por el proceso
artístico, que tardó su tiempo en decantar, pero también sobre todo por una
cuestión de producción, que es una película relativamente costosa para lo que
es la industria nacional. Al ser de época, costó juntar el dinero para el
rodaje, y así es como el proceso se fue extendiendo. Artísticamente, empezó con
la voluntad de hacer una película sobre el lado B de la historia de los 70.
Entonces el lado B como estamos acostumbrados a ver quizás historias de
militancia o de represión, pero muy pocas películas que han puesto foco en lo
que tiene que ver con la sociedad civil, las clases medias, como se vivió esa
época, y me pareció que era interesante sobre ese lado de la historia y después
se fue armando esta propuesta de género, ya que la película se presenta como un
policial, y fue tomando esa forma.
Es
interesante eso de verlo desde la óptica de la sociedad civil. ¿En qué
bibliografía o investigaciones te basaste para eso?
Conversé con
mucha gente que vivió la época, incluyendo gente de mi familia que tuvo su
experiencia también con lo que fue la vida en el interior. Yo soy porteño pero
tengo una familia del interior de Córdoba, y allí las cosas son diferentes y
aportan una perspectiva distinta. Después leí varios libros, uno que me ayudó
mucho fue Los años 70 de la gente común, un libro de
sociología de Sebastián Carassai. Además, investigué con una
historiadora muchas publicaciones, como ser revistas de interés de la época
como 7 días, y otros diarios y semanarios que describen la vida
social de ese tiempo y dan una idea muy cabal de lo que era el ocio, el estilo
de vida y el imaginario de la gente común de la época. Esos fueron los
elementos que se usaron para reconstruir.
¿Y viste
muy frecuentemente esa violencia reflejada en publicaciones cotidianas?
Yo creo
que sí, que había una violencia muy latente. Se advierte por ejemplo en las
publicidades de la época, una de las cuales es una publicidad de caramelos que
yo uso en la película. Es una propaganda muy graciosa, pero donde se ve que hay
naturalizada una violencia en la sociedad.
Viniste
de hacer una película con poco presupuesto como El movimiento. ¿Cómo
fue el pasaje de una película como esa a esta?
Son
procesos distintos. Tiene un costado de vértigo porque al tener más dinero y
estructura implica más responsabilidad y gente trabajando en la producción,
pero se dio todo muy armónicamente, porque el proceso de armado fue tan largo
que tuve tiempo para preparar todo bien. Salimos a filmar con cinco semanas, lo
que derivó en una preparación muy minuciosa, porque había que aprovechar el
tiempo -que no era mucho- todo lo posible. Por suerte tuve un excelente
director de fotografía venido de Brasil como Pedro Sotero, que
venía de trabajar en Aquarius con Sonia Braga,
y en arte Julieta Dolinsky, que había venido de hacer La
larga noche de Franciso Sanctis, una película muy interesante sobre la
década del 70. Ella incluso venía con el imaginario fresco. Lo que tuve que
usar, en suma, fue una estrategia en el equipo de trabajo para rodearme de la
gente indicada.
Rojo es una película que no se
parece en nada a otras películas argentinas que hablaron sobre el tema.
¿Hablaste con el equipo de trabajo no sólo de lo que querías sino de lo que no
querías hacer?
Lo que
quisimos evitar fue más que nada por el lado del guión sobre todo, y también
por el lado de la estética no estilizar demás. No hacer una publicidad de los
70, ni hacer un look vintage, o retro, o algo que refleje la época real y no el
imaginario que hay de ese tiempo. Nos interesaban los 70 en la Argentina con
sus costumbres, su música…
¿Y qué
diferencia ves entre el imaginario actual de la época y lo que esa época fue?
Nosotros
que no vivimos la época pensamos en musicales, colores, texturas que no son las
de la época, son más bien de las películas que podés ver en Netflix que
transcurren en los 70. Con las canciones pasa eso. Hay películas argentinas de
los 70 que te ponen temas hiteros que hoy son conocidos pero en la época no
eran tan escuchados. Yo estudié todos los charts de ese tiempo y llegué a esa
conclusión.
Más allá
de ese rigor histórico, en la película también hay personajes excéntricos que
parecen de fantasía. Pienso en un personaje extraordinario como el del detective.
¿Cómo te inspiraste?
Fue como
apareciendo de a poco, primero fue por ese actor extraordinario que lo
interpreta que es Alfredo Castro, que da su impronta para cada cosa
que hace. Pero también lo trabajamos teniendo como referencia a Columbo,
el detective extravagante interpretado por Peter Falk en la
década del 70 y 80. Y la idea, claro, era romper con una película que está más
ligada a veces al género y que se va de lo naturalista. Es el típico detective
que parece omnisciente y que descubre todo.
¿Y cuál
es tu opinión en general del abordaje que hace el cine argentino sobre la
dictadura?
Cada
generación de cineastas va teniendo una perspectiva distinta, y por lo tanto un
abordaje distinto sobre esa época que tanto ha sido filmada y tan abordada por
las películas, e incluso dentro de una misma generación hay distintas
vertientes. Películas como La Mirada Invisible, de Diego
Lerman y La larga noche de Francisco Sanctis,
de Francisco Márquez y Andrea Testa, y la
propia Rojo son películas que tienen una mirada distinta
a la que tuvo Luis Puenzo con La Historia Oficial por ejemplo. Me parece que
la historia va decantando nuevos temas y nuevas formas de abordar el pasado.
Quizás el hecho de haber vivido la época cambia mucho la forma en la que uno la
trabaja, y me parece que es interesante y sigue siendo interesante la forma en
la que va siendo abordado un mismo pasado. Se ve eso con las formas distintas
de abordar hechos como Vietnam o el Holocausto a través de diferentes
generaciones de cineastas.
El
comienzo de tu película es especialmente potente. No sólo define el clima de
paranoia y agresividad, sino que es clave para mantener la tensión en escenas
posteriores. ¿Cómo es que surgió comenzarla así?
El
comienzo de la película fue una cosa que se fue desarrollando a lo largo de la
escritura. Pronto se hizo bastante evidente porque es una escena que tiene
bastantes ambigüedades, deja al espectador sin saber con quién empatizar y
hacia dónde van la película y los personajes. Al mismo tiempo, es donde nace la
intriga, que es lo que va a sostener todo el resto del relato policial, así que
funciona como punto de partida para la película y para plantar el verosímil de
lo que va a venir después. Siempre desde una vocación que tiene la película de
género. Muy propia de los policiales de los 70.
En tu
discurso de San Sebastián advertiste sobre el estado de la cultura. ¿Cuáles son
las dificultades concretas que ves hoy en lo que es exhibición y distribución
del cine nacional?
Yo advertí sobre un tema más grande que trasciende al cine, que tiene que ver con la cultura y los ajustes que está sufriendo el presupuesto en el ámbito de cultura y en otros ámbitos, que por supuesto es en el marco de un gran ajuste. Pero, al mismo tiempo, pareciera que en el afán de cerrar el excedente fiscal se puede rifar por ejemplo la Orquesta sinfónica Nacional, que queda extinguida con lo que le recortaron. Y son cosas que tardaron años, décadas en desarrollarse y queda muy desamparado todo el sector de las industrias culturales que le han dado entidad, imaginario y también hacen a la soberanía de un lugar. Mi discurso ponía foco en eso. En el problema de un país que no les interesa tener un acervo y entender quiénes son y de dónde vienen, y dónde van. Y no es un problema sólo cultural sino un problema que puede repercutir sobre todo en las generaciones que vayan a crecer y educarse en ese país desculturizado. Es una perspectiva que abre grandes riesgos de una sociedad abúlica, y que no se da cuenta de los peligros que eso implica cuando vemos por ejemplo lo que está sucediendo hoy en Brasil. Hace falta mirar ahí para entender lo que está en riesgo en Argentina.
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