47 (1)
Los primeros tres o
cuatro días fueron idénticos, y aquella uniformidad era algo típico de
Mears-Starbuck. El sistema de castas era algo completamente aceptado. No había
un solo vendedor que le dijera más de dos o tres frases superficiales a un
almacenero, por ejemplo. Y aquello me hacía mal. Y mientras iba empujando mi
carrito pensaba: ¿acaso los vendedores son más inteligentes que los
almaceneros? Lo único que los diferenciaba era que estaban mejor vestidos, y me
molestaba que pensaran que lo que valía era la ropa. Capaz que puesto en el
lugar de ellos yo hubiese sentido lo mismo, pero en realidad me importaban muy
poco tanto los vendedores como los almaceneros.
Ahora tengo un trabajo,
pensaba mientras empujaba el carrito. ¿Y esto es todo? Seguramente había gente
que robaba bancos porque había demasiados trabajos humillantes. ¿Por qué carajo
no me había tocado ser un alto magistrado o un concertista de piano? Porque se
necesitaba mucha preparación y eso costaba plata. Pero lo cierto es que yo no
quería ser nada. Y lo estaba logrando.
Metí mi carrito en el
ascensor y pulsé el botón.
A las mujeres les
importaban nada más que los hombres que ganaban plata y tenían éxito. ¿Cuántas
mujeres como la gente vivían en casillas con techo de cinc? Claro que a mí tampoco
me importaba vivir con una mujer y no podía entender cómo los hombres buscaban
eso. ¿Qué importancia tenía? Lo que yo hubiese querido era vivir en una cueva
del Colorado con víveres para tres años, aunque tuviese que limpiarme el culo
con arena. Cualquier cosa era preferible a ahogarse en esta existencia
monótona, superficial y cobarde.
Mientras subía el
ascensor le pregunté al albino:
-¿Es verdad que anoche
salieron de copas con Mewks?
-Sí. Y me invitó con
algunas cervezas. Yo no tengo un centavo.
-¿Y cojieron?
-Yo no.
-¿Por qué no me invitan
la próxima vez que salgan? Yo les puedo enseñar lo que hay que hacer para
echarse un polvo.
-¿Y vos cómo sabés eso?
-Tengo experiencia. La
semana pasada me conseguí a una muchacha china. Y era tal cual lo que me habían
dicho.
-¿Qué te habían dicho?
-Que tienen la raja de la
concha horizontal en lugar de vertical -le expliqué cuando llegamos al sótano.
Ferris me estaba esperando.
-¿Dónde mierda estabas?
-En la Sección de
Jardinería.
-¿Estuviste fertilizando
las fucsias?
-Sí. Metiendo mierda en
cada maceta.
-Oíme, Chinaski…
-¿Sí?
-Los chistes aquí los
hago yo. ¿Entendés?
-Entiendo.
-Bueno. Llevá este pedido
a la Sección de Caballeros.
Y me alcanzó la lista.
-Localizá estos
artículos, entregalos y volvé con la hoja firmada.
La Sección de Caballeros
estaba dirigida por el señor Justin Philips Junior. Era un tipo de unos
veintidós años, saludable y cortés. Se paraba muy derecho y tenía labios
gruesos, la piel pálida y el pelo y los ojos negros. Lamentablemente casi no
tenía pómulos, aunque eso apenas se notaba. Usaba trajes oscuros y camisas
pulcramente almidonadas. Las vendedoras lo adoraban. Era sensible, inteligente
y astuto, y parecía haber heredado una cierta antipatía de su antecesor. Una
vez rompió la tradición y me habló:
-Es una pena que tengas
esas marcas tan horribles en la cara, ¿no?
Yo ahora seguía empujando
mi carrito en dirección a la Sección Caballeros mientras Justin Phillips
permanecía muy erguido y con la cabeza levemente inclinada para observar todo
de arriba abajo, como si viera cosas que nosotros no podíamos distinguir. Se
pasaba haciendo eso. Verdaderamente daba la impresión de estar por encima de
todo y tener el poder de reconocer las castas a primera vista. Era un truco
excelente -si lo sabías hacer- y además te pagaban por hacerlo. A lo mejor era
eso lo que les gustaba a las muchachas y a la Dirección.
-Aquí está su pedido,
señor Philips -le dije.
Él hizo como que no me
veía, lo que por un lado te dolía aunque también tenía sus ventajas. Coloqué
los artículos que faltaban en los estantes mientras él observaba algo que
estaba encima del ascensor.
Entonces escuché unas
risas chillonas y levanté la vista. Había una barra que se había graduado
conmigo en Chelsey, probándose jerseys y pantalones. Yo los conocía nada más de
vista, porque durante los cuatro años que estuvimos en el instituto no nos
hablamos. El jefe de la barra era Jimmy Newton. Había sido el centrocampista del
equipo de rugby y nadie pudo sacarle el puesto en tres años. Tenía un hermoso
pelo amarillo, que parecía atraer y reflejar especialmente tanto al sol como a
las luces de las aulas, y un perfecto rostro adolescente que parecía esculpido
por algún maestro. Tanto sus facciones como su cuello y su cuerpo eran
perfectos. Y podía decirse que los que lo rodeaban eran casi tan perfectos como
él y le revoloteaban por alrededor probándose los jerseys que iban a usar en la
Universidad del Sur de California o en la de Stanford.
Después que Justin
Phillips me firmó el recibo volví hasta el ascensor y de golpe oí una voz:
-¡DIOS MÍO, DIOS MÍO, QUÉ
PINTA BÁRBARA TENÉS CON ESE TRAJE!
Yo me di vuelta y lo
saludé rutinariamente con la mano izquierda.
-¡Pero mirenló! ¡El tipo
más terrible de la ciudad después de Tommy Dorsey!
-Gable al lado de él
parecería un plomero.
Yo solté mi carrito y me
les acerqué. No sabía lo que iba a hacer. Y lo único que hice fue mirarlos. Para
los demás ellos eran como dioses, pero a mí jamás me habían gustado. Sus
cuerpos eran comparables a los de las mujeres. Aquellos delicados y bellos don
nadie nunca se habían enfrentado a ninguna prueba. Me enfermaban. Los odiaba. Formaban
parte de la pesadilla que me había acosado toda la vida.
Jimmy Newhall me sonrió:
-¿Por qué nunca jugaste
con nosotros, almacenero?
-Porque no quería.
-¿No tenías huevos, eh?
-¿Sabés dónde queda el
parking de arriba?
-Claro.
-Nos vemos allí….
Entonces la barra se
dirigió hacia el parking mientras yo tiraba el delantal adentro del carrito.
Justin Phillips me sonrió.
-Te van a dar bruta paliza, botija.
No hay comentarios:
Publicar un comentario