martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 71

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Los primeros tres o cuatro días fueron idénticos, y aquella uniformidad era algo típico de Mears-Starbuck. El sistema de castas era algo completamente aceptado. No había un solo vendedor que le dijera más de dos o tres frases superficiales a un almacenero, por ejemplo. Y aquello me hacía mal. Y mientras iba empujando mi carrito pensaba: ¿acaso los vendedores son más inteligentes que los almaceneros? Lo único que los diferenciaba era que estaban mejor vestidos, y me molestaba que pensaran que lo que valía era la ropa. Capaz que puesto en el lugar de ellos yo hubiese sentido lo mismo, pero en realidad me importaban muy poco tanto los vendedores como los almaceneros.

 

Ahora tengo un trabajo, pensaba mientras empujaba el carrito. ¿Y esto es todo? Seguramente había gente que robaba bancos porque había demasiados trabajos humillantes. ¿Por qué carajo no me había tocado ser un alto magistrado o un concertista de piano? Porque se necesitaba mucha preparación y eso costaba plata. Pero lo cierto es que yo no quería ser nada. Y lo estaba logrando.

 

Metí mi carrito en el ascensor y pulsé el botón.

 

A las mujeres les importaban nada más que los hombres que ganaban plata y tenían éxito. ¿Cuántas mujeres como la gente vivían en casillas con techo de cinc? Claro que a mí tampoco me importaba vivir con una mujer y no podía entender cómo los hombres buscaban eso. ¿Qué importancia tenía? Lo que yo hubiese querido era vivir en una cueva del Colorado con víveres para tres años, aunque tuviese que limpiarme el culo con arena. Cualquier cosa era preferible a ahogarse en esta existencia monótona, superficial y cobarde.

 

Mientras subía el ascensor le pregunté al albino:

 

-¿Es verdad que anoche salieron de copas con Mewks?

 

-Sí. Y me invitó con algunas cervezas. Yo no tengo un centavo.

 

-¿Y cojieron?

 

-Yo no.

 

-¿Por qué no me invitan la próxima vez que salgan? Yo les puedo enseñar lo que hay que hacer para echarse un polvo.

 

-¿Y vos cómo sabés eso?

 

-Tengo experiencia. La semana pasada me conseguí a una muchacha china. Y era tal cual lo que me habían dicho.

 

-¿Qué te habían dicho?

 

-Que tienen la raja de la concha horizontal en lugar de vertical -le expliqué cuando llegamos al sótano.

 

Ferris me estaba esperando.

 

-¿Dónde mierda estabas?

 

-En la Sección de Jardinería.

 

-¿Estuviste fertilizando las fucsias?

 

-Sí. Metiendo mierda en cada maceta.

 

-Oíme, Chinaski…

 

-¿Sí?

 

-Los chistes aquí los hago yo. ¿Entendés?

 

-Entiendo.

 

-Bueno. Llevá este pedido a la Sección de Caballeros.

 

Y me alcanzó la lista.

 

-Localizá estos artículos, entregalos y volvé con la hoja firmada.

 

La Sección de Caballeros estaba dirigida por el señor Justin Philips Junior. Era un tipo de unos veintidós años, saludable y cortés. Se paraba muy derecho y tenía labios gruesos, la piel pálida y el pelo y los ojos negros. Lamentablemente casi no tenía pómulos, aunque eso apenas se notaba. Usaba trajes oscuros y camisas pulcramente almidonadas. Las vendedoras lo adoraban. Era sensible, inteligente y astuto, y parecía haber heredado una cierta antipatía de su antecesor. Una vez rompió la tradición y me habló:

 

-Es una pena que tengas esas marcas tan horribles en la cara, ¿no?

 

Yo ahora seguía empujando mi carrito en dirección a la Sección Caballeros mientras Justin Phillips permanecía muy erguido y con la cabeza levemente inclinada para observar todo de arriba abajo, como si viera cosas que nosotros no podíamos distinguir. Se pasaba haciendo eso. Verdaderamente daba la impresión de estar por encima de todo y tener el poder de reconocer las castas a primera vista. Era un truco excelente -si lo sabías hacer- y además te pagaban por hacerlo. A lo mejor era eso lo que les gustaba a las muchachas y a la Dirección.

 

-Aquí está su pedido, señor Philips -le dije.

 

Él hizo como que no me veía, lo que por un lado te dolía aunque también tenía sus ventajas. Coloqué los artículos que faltaban en los estantes mientras él observaba algo que estaba encima del ascensor.

 

Entonces escuché unas risas chillonas y levanté la vista. Había una barra que se había graduado conmigo en Chelsey, probándose jerseys y pantalones. Yo los conocía nada más de vista, porque durante los cuatro años que estuvimos en el instituto no nos hablamos. El jefe de la barra era Jimmy Newton. Había sido el centrocampista del equipo de rugby y nadie pudo sacarle el puesto en tres años. Tenía un hermoso pelo amarillo, que parecía atraer y reflejar especialmente tanto al sol como a las luces de las aulas, y un perfecto rostro adolescente que parecía esculpido por algún maestro. Tanto sus facciones como su cuello y su cuerpo eran perfectos. Y podía decirse que los que lo rodeaban eran casi tan perfectos como él y le revoloteaban por alrededor probándose los jerseys que iban a usar en la Universidad del Sur de California o en la de Stanford.

 

Después que Justin Phillips me firmó el recibo volví hasta el ascensor y de golpe oí una voz:

 

-¡DIOS MÍO, DIOS MÍO, QUÉ PINTA BÁRBARA TENÉS CON ESE TRAJE!

 

Yo me di vuelta y lo saludé rutinariamente con la mano izquierda.

 

-¡Pero mirenló! ¡El tipo más terrible de la ciudad después de Tommy Dorsey!

 

-Gable al lado de él parecería un plomero.

 

Yo solté mi carrito y me les acerqué. No sabía lo que iba a hacer. Y lo único que hice fue mirarlos. Para los demás ellos eran como dioses, pero a mí jamás me habían gustado. Sus cuerpos eran comparables a los de las mujeres. Aquellos delicados y bellos don nadie nunca se habían enfrentado a ninguna prueba. Me enfermaban. Los odiaba. Formaban parte de la pesadilla que me había acosado toda la vida.

 

Jimmy Newhall me sonrió:

 

-¿Por qué nunca jugaste con nosotros, almacenero?

 

-Porque no quería.

 

-¿No tenías huevos, eh?

 

-¿Sabés dónde queda el parking de arriba?

 

-Claro.

 

-Nos vemos allí….

 

Entonces la barra se dirigió hacia el parking mientras yo tiraba el delantal adentro del carrito. Justin Phillips me sonrió.

 

-Te van a dar bruta paliza, botija.

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