martes

CHARLES BUKOWSKI - JAMÓN Y CENTENO (LA SENDA DEL PERDEDOR) - 69

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Seguí caminando hasta los grandes almacenes, que quedaban en la misma calle que recorría cuando iba al instituto.

 

Cuando llegué empujé la puerta de la entrada de servicio y pasé de golpe del sol a la penumbra. Apenas acostumbré la vista, distinguí a un hombre que tenía una oreja rebanada. Era flaco y muy alto, y en la mirada descolorida le brillaban unas pupilas grises del tamaño de una cabeza de alfiler. La flacura le aparecía de golpe, a la altura de un cinturón que le sujetaba una enorme barriga. Era como si toda la grasa del cuerpo se le hubiese concentrado allí.

 

-Soy el superintendente Ferris -dijo. -Supongo que usted es el señor Chinaski.

 

-Sí, señor.

 

-Llegó con cinco minutos de atraso.

 

-Bueno -dije haciendo una mueca: -Me atrasé porque por el caminó me paré a darle de comer a un perro vagabundo.

 

-Esa es una de las excusas más estúpidas que escuché en toda mi vida, y eso que llevo treinta y cinco años trabajando aquí. ¿No tiene alguna excusa mejor?

 

-Acabo de empezar, señor Ferris.

 

-Sí. Y ya casi está por terminar. El reloj está ahí arriba. Agarre su ficha y márquela en el reloj.

 

Encontré mi ficha. Henry Chinaski, empleado Nº 68.754. Me acerqué al reloj pero no entendía bien qué era lo que tenía que hacer.

 

Ferris se me acercó y se quedó parado atrás mío, mirando.

 

-Ahora ya lleva seis minutos de atraso. Cuando llegue a los diez minutos de atraso, va a perder una hora de paga.

 

-Entonces va a ser mejor que llegue con una hora de atraso.

 

-No se haga el gracioso. Si quisiera escuchar a un cómico, pondría a Jack Benny. Llegando una hora tarde perdería la jornada completa.

 

-Disculpe, pero no conozco estos relojes. ¿Dónde meto la ficha?

 

-¿Ve esta ranura?

 

-Síííí.

 

-¿Qué?

 

-Le estaba diciendo que sí.

 

-Bueno, esta ranura se usa para marcar el primer día de la semana. Hoy.

 

-Ah.

 

-Tiene que meter la ficha aquí.

 

La metió y la sacó.

 

-Y después que la ficha está adentro, baja esta palanca.

 

Ferris bajó la palanca, pero la ficha no apareció en la ranura.

 

-Entiendo. ¿Podemos seguir?

 

-No. Espere. Cuando use la ficha para comer, tiene que meterla en esta otra ranura.

 

-Entiendo.

 

-Y cuando vuelva la mete en esa otra ranura que está al lado. Tiene treinta minutos para comer.

 

-Treinta minutos me alcanzan.

 

-Y a la salida use esta última ranura. O sea, que tiene que fichar cuatro veces por día. Y después vuelve a su casa o a su pieza o adonde duerma, y sigue haciendo lo mismo durante todas las jornadas laborales hasta que lo echen, se muera o se jubile.

 

-Entendí.

 

-Y quiero advertirle que con esta charla estamos atrasando a los nuevos empleados, de los que usted ya forma parte. Yo soy el encargado aquí. Mi palabra es ley y sus deseos no significan nada. Si no me gusta algo suyo -la forma de atarse los zapatos, peinarse o tirarse pedos- lo pongo de culo en la calle, ¿entendido?

 

-¡Sí, señor!

 

Una muchacha entró contoneándose exageradamente sobre sus tacos altos y su traje ajustado. Tenía una flotante melena castaña y los labios grandes y expresivos, aunque demasiado maquillados. Agarró su ficha con un gesto teatral, y la volvió a colocar en su lugar aflojando la respiración.

 

Después miró a Ferris.

 

-¡Hola, Eddie!

 

-¡Hola, Diana!

 

Obviamente, Diana era una vendedora. Ferris se le acercó y empezaron a charlar. Lo único que yo podía escuchar eran las risas. Al rato Diana fue hacia el ascensor y Ferris se me acercó con la ficha en la mano.

 

-Permítame fichar, señor Ferris -le dije.

 

-No, Déjeme a mí. Quiero que empiece inmediatamente.

 

Ferris insertó la ficha en el reloj y esperó. Yo también esperé. Cuando se oyó el clic del reloj él bajó la palanca. Después volvió a colocar la ficha en el fichero.

 

-¿Cuánto llevo de atraso, señor Ferris?

 

-Diez minutos. Y ahora sígame.

 

Lo seguí.

 

Había un grupo esperándome.

 

Cuatro hombres y tres mujeres. Todos eran viejos y parecían tener problemas de salivación. Se les habían formado manchas de baba en las comisuras, y la baba se les había secado poniéndose blanca y pastosa hasta ser recubierta por una nueva capa. Algunos eran demasiado flacos y otros demasiado gordos. Algunos eran miopes y otros temblaban. Un viejo que usaba una camisa de colores chillones tenía una joroba. Todos se reían y tosían mientras fumaban.

 

Entonces me di cuenta de cuál era el mensaje.

 

Mears-Starbuck buscaba empleados estables. La compañía no se preocupaba en rotar la plantilla (y aunque esos nuevos reclutas no iban a ir a otra parte que no fuera el cementerio, siempre tendrían que ser empleados agradecidos y leales). Y a mí me habían elegido para juntarme con ellos. La señorita de la oficina de empleo había pensando que yo debía pertenecer a ese patético grupo de perdedores.

 

¿Qué pensarían mi ex-compañeros del instituto si me vieran ahora? ¿Qué pensarían de mí, uno de los graduados más duros?

 

Me integré a mi grupo. Ferris se sentó en una mesa frente a nosotros, abajo de un chorro de luz que caía desde un travesaño. Largó una bocanada de humo y nos sonrió.

 

-Bienvenidos a Mears-Starbuck…

 

Parecía que iba a hacernos una reverencia. A lo mejor se estaba acordando de cuando él empezó a trabajar en los almacenes treinta y cinco años atrás. Fabricó unos cuantos aros de humo y lo miró subir hacia el travesaño. Su oreja medio rebanada le quedó impresionantemente iluminada.

 

El tipo que estaba al lado mío, una especie de yuyo humano, me clavó de repente un codo muy puntiagudo. Era uno de esos tipos que parecen tener los lentes siempre a punto de caerse. Y era todavía más feo que yo.

 

-¡Hola! -murmuó.. -Soy Mewks, Odell Mewks.

 

-Hola, Mewks.

 

-¿No querés que a la salida del trabajo salgamos de copas? Capaz que nos levantamos a alguna mina.

 

-No puedo, Mewks.

 

-¿Les tenés miedo a las mujeres?

 

-No. Es que tengo que cuidar a un hermano enfermo.

 

-¿Está muy enfermo?

 

-Tiene cáncer. Mea por un tubo en una botella que tiene atada a la pierna.

 

Ferris siguió hablando:

 

-Van a empezar a trabajar con un salario de cuarenta y cuatro centavos la hora. Aquí no hay sindicato. La dirección piensa que lo que es bueno para la compañía es bueno para ustedes. Somos una especie de familia dedicada al servicio y al beneficio. Y por cada artículo que compren aquí se le hará un diez por ciento de descuento…

 

-¡PA, MUCHACHO! -casi gritó Mewks.

 

-Sí, señor Mewks, es un buen trato. Si usted se preocupa por nosotros, nosotros nos preocupamos por usted.

 

Capaz que yo podía quedarme en Mears-Starbuck curante y siete años, pensé. Podía vivir con una amante loca, dejar que me cortaran la oreja izquierda y a lo mejor heredar el trabajo de Ferris cuando él se jubilara.

 

Él siguió hablando sobre las vacaciones y los días libres que nos correspondían, y al final terminó el discursito. Nos indicaron cuáles eran nuestros uniformes y nuestros casilleros, y nos llevaron al almacén del sótano.

 

Ferris también trabajaba ahí abajo. Contestaba el teléfono. Cada vez que atendía, lo agarraba con la mano izquierda -llevándoselo a su oreja rebanada- y se colocaba la mano derecha en el sobaco izquierdo.

 

-¿Sí? ¿Sí? ¡En seguida va!

 

-¡Chinaski!

 

-Sí, señor.

 

-Departamento de ropa interior….

 

Después recogía la lista y se fijaba en cuántas prendas se necesitaban. Eso nunca lo hacía mientras estaba hablando por teléfono, sino después.

 

-Localice estos artículos, entréguelos en el Departamento de ropa interior, pida que le firmen aquí y vuelva.

 

El discursito siempre era el mismo…

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