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Seguí caminando hasta los
grandes almacenes, que quedaban en la misma calle que recorría cuando iba al
instituto.
Cuando llegué empujé la
puerta de la entrada de servicio y pasé de golpe del sol a la penumbra. Apenas
acostumbré la vista, distinguí a un hombre que tenía una oreja rebanada. Era
flaco y muy alto, y en la mirada descolorida le brillaban unas pupilas grises
del tamaño de una cabeza de alfiler. La flacura le aparecía de golpe, a la
altura de un cinturón que le sujetaba una enorme barriga. Era como si toda la
grasa del cuerpo se le hubiese concentrado allí.
-Soy el superintendente
Ferris -dijo. -Supongo que usted es el señor Chinaski.
-Sí, señor.
-Llegó con cinco minutos
de atraso.
-Bueno -dije haciendo una
mueca: -Me atrasé porque por el caminó me paré a darle de comer a un perro
vagabundo.
-Esa es una de las
excusas más estúpidas que escuché en toda mi vida, y eso que llevo treinta y
cinco años trabajando aquí. ¿No tiene alguna excusa mejor?
-Acabo de empezar, señor
Ferris.
-Sí. Y ya casi está por
terminar. El reloj está ahí arriba. Agarre su ficha y márquela en el reloj.
Encontré mi ficha. Henry
Chinaski, empleado Nº 68.754. Me acerqué al reloj pero no entendía bien qué era
lo que tenía que hacer.
Ferris se me acercó y se
quedó parado atrás mío, mirando.
-Ahora ya lleva seis
minutos de atraso. Cuando llegue a los diez minutos de atraso, va a perder una
hora de paga.
-Entonces va a ser mejor
que llegue con una hora de atraso.
-No se haga el gracioso.
Si quisiera escuchar a un cómico, pondría a Jack Benny. Llegando una hora tarde
perdería la jornada completa.
-Disculpe, pero no
conozco estos relojes. ¿Dónde meto la ficha?
-¿Ve esta ranura?
-Síííí.
-¿Qué?
-Le estaba diciendo que
sí.
-Bueno, esta ranura se
usa para marcar el primer día de la semana. Hoy.
-Ah.
-Tiene que meter la ficha
aquí.
La metió y la sacó.
-Y después que la ficha
está adentro, baja esta palanca.
Ferris bajó la palanca,
pero la ficha no apareció en la ranura.
-Entiendo. ¿Podemos
seguir?
-No. Espere. Cuando use
la ficha para comer, tiene que meterla en esta otra ranura.
-Entiendo.
-Y cuando vuelva la mete
en esa otra ranura que está al lado. Tiene treinta minutos para comer.
-Treinta minutos me
alcanzan.
-Y a la salida use esta
última ranura. O sea, que tiene que fichar cuatro veces por día. Y después
vuelve a su casa o a su pieza o adonde duerma, y sigue haciendo lo mismo
durante todas las jornadas laborales hasta que lo echen, se muera o se jubile.
-Entendí.
-Y quiero advertirle que
con esta charla estamos atrasando a los nuevos empleados, de los que usted ya
forma parte. Yo soy el encargado aquí. Mi palabra es ley y sus deseos no
significan nada. Si no me gusta algo suyo -la forma de atarse los zapatos,
peinarse o tirarse pedos- lo pongo de culo en la calle, ¿entendido?
-¡Sí, señor!
Una muchacha entró
contoneándose exageradamente sobre sus tacos altos y su traje ajustado. Tenía
una flotante melena castaña y los labios grandes y expresivos, aunque demasiado
maquillados. Agarró su ficha con un gesto teatral, y la volvió a colocar en su
lugar aflojando la respiración.
Después miró a Ferris.
-¡Hola, Eddie!
-¡Hola, Diana!
Obviamente, Diana era una
vendedora. Ferris se le acercó y empezaron a charlar. Lo único que yo podía
escuchar eran las risas. Al rato Diana fue hacia el ascensor y Ferris se me
acercó con la ficha en la mano.
-Permítame fichar, señor
Ferris -le dije.
-No, Déjeme a mí. Quiero
que empiece inmediatamente.
Ferris insertó la ficha
en el reloj y esperó. Yo también esperé. Cuando se oyó el clic del reloj él
bajó la palanca. Después volvió a colocar la ficha en el fichero.
-¿Cuánto llevo de atraso,
señor Ferris?
-Diez minutos. Y ahora
sígame.
Lo seguí.
Había un grupo
esperándome.
Cuatro hombres y tres
mujeres. Todos eran viejos y parecían tener problemas de salivación. Se les
habían formado manchas de baba en las comisuras, y la baba se les había secado
poniéndose blanca y pastosa hasta ser recubierta por una nueva capa. Algunos
eran demasiado flacos y otros demasiado gordos. Algunos eran miopes y otros
temblaban. Un viejo que usaba una camisa de colores chillones tenía una joroba.
Todos se reían y tosían mientras fumaban.
Entonces me di cuenta de
cuál era el mensaje.
Mears-Starbuck buscaba
empleados estables. La compañía no se preocupaba en rotar la plantilla
(y aunque esos nuevos reclutas no iban a ir a otra parte que no fuera el
cementerio, siempre tendrían que ser empleados agradecidos y leales). Y a mí me
habían elegido para juntarme con ellos. La señorita de la oficina de empleo había
pensando que yo debía pertenecer a ese patético grupo de perdedores.
¿Qué pensarían mi
ex-compañeros del instituto si me vieran ahora? ¿Qué pensarían de mí, uno de
los graduados más duros?
Me integré a mi grupo.
Ferris se sentó en una mesa frente a nosotros, abajo de un chorro de luz que caía
desde un travesaño. Largó una bocanada de humo y nos sonrió.
-Bienvenidos a
Mears-Starbuck…
Parecía que iba a
hacernos una reverencia. A lo mejor se estaba acordando de cuando él empezó a
trabajar en los almacenes treinta y cinco años atrás. Fabricó unos cuantos aros
de humo y lo miró subir hacia el travesaño. Su oreja medio rebanada le quedó
impresionantemente iluminada.
El tipo que estaba al
lado mío, una especie de yuyo humano, me clavó de repente un codo muy puntiagudo.
Era uno de esos tipos que parecen tener los lentes siempre a punto de caerse. Y
era todavía más feo que yo.
-¡Hola! -murmuó.. -Soy
Mewks, Odell Mewks.
-Hola, Mewks.
-¿No querés que a la
salida del trabajo salgamos de copas? Capaz que nos levantamos a alguna mina.
-No puedo, Mewks.
-¿Les tenés miedo a las
mujeres?
-No. Es que tengo que
cuidar a un hermano enfermo.
-¿Está muy enfermo?
-Tiene cáncer. Mea por un
tubo en una botella que tiene atada a la pierna.
Ferris siguió hablando:
-Van a empezar a trabajar
con un salario de cuarenta y cuatro centavos la hora. Aquí no hay sindicato. La
dirección piensa que lo que es bueno para la compañía es bueno para ustedes.
Somos una especie de familia dedicada al servicio y al beneficio. Y por cada artículo
que compren aquí se le hará un diez por ciento de descuento…
-¡PA, MUCHACHO! -casi
gritó Mewks.
-Sí, señor Mewks, es un
buen trato. Si usted se preocupa por nosotros, nosotros nos preocupamos por
usted.
Capaz que yo podía
quedarme en Mears-Starbuck curante y siete años, pensé. Podía vivir con una
amante loca, dejar que me cortaran la oreja izquierda y a lo mejor heredar el
trabajo de Ferris cuando él se jubilara.
Él siguió hablando sobre
las vacaciones y los días libres que nos correspondían, y al final terminó el
discursito. Nos indicaron cuáles eran nuestros uniformes y nuestros casilleros,
y nos llevaron al almacén del sótano.
Ferris también trabajaba
ahí abajo. Contestaba el teléfono. Cada vez que atendía, lo agarraba con la
mano izquierda -llevándoselo a su oreja rebanada- y se colocaba la mano derecha
en el sobaco izquierdo.
-¿Sí? ¿Sí? ¡En seguida va!
-¡Chinaski!
-Sí, señor.
-Departamento de ropa
interior….
Después recogía la lista
y se fijaba en cuántas prendas se necesitaban. Eso nunca lo hacía mientras
estaba hablando por teléfono, sino después.
-Localice estos artículos,
entréguelos en el Departamento de ropa interior, pida que le firmen aquí y
vuelva.
El discursito siempre era el mismo…
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