miércoles

SOBRE EL DON DE LOS POETAS: EL CURIOSO ASUNTO ENTRE GOETHE Y MARIANNE VON WILLEMER

por Virginia Moratiel


 Con esa habilidad asombrosa que tiene Sartre para esclarecer el mundo a través de la palabra, nos convence al inicio de El ser y la nada de que el genio, entendido como una capacidad inagotable que sustenta las creaciones artísticas y se transfiere parcialmente a cada una de ellas sin consumirse, no existe. La economía del pensamiento y la búsqueda de la certeza en el conocer aconsejan rechazar todo dualismo superfluo, evitando la suposición de una potencia o de una esencia, ocultas tras la manifestación de las cosas. Todo se encuentra en acto y la apariencia no esconde, más bien revela la esencia. Aplicado esto al caso de Proust –según hace el propio Sartre–, su genio no se reduciría ni a sus libros ni al poder subjetivo de producirlos, sino a la obra, sí, pero como conjunto de las manifestaciones de la persona. Se trataría de la ley que preside la sucesión de sus apariciones, es decir, de la razón de la serie.

 

Sin embargo, la mayoría de los artistas no se contentan con esta definición, en especial los poetas, quienes consideran que su actividad enraíza en un don. Y, aunque admitan la necesidad de cuidarlo mediante el ejercicio y un constante trabajo de corrección y pulimiento de la técnica –la limae labor et mora aludida por Horacio en la Epístola a los Pisones–, reconocen que aparece como una gracia, un regalo inesperado cuya búsqueda intencionada resulta tarea inútil. Puede que algunos no sepan desde dónde reciben semejante talento innato y atribuyan a las profundidades inconscientes de su psique esa inspiración que de pronto los inflama y, como una música reiterándose machacona en su cabeza, los compele a escribir. Otros, en cambio, admiten que consiste en un poder infundido desde fuera para finalmente confesar que componen sus versos al dictado, como ocurre, por ejemplo, con Rilke y su ángel. Esta última es la concepción religiosa del vate, presente no sólo en la Grecia arcaica, donde la invocación a las Musas debía preceder a la creación poética, sino en casi todas las culturas primitivas. La poesía ritual o cosmogónica, la que narra mitos que dotan de sentido al universo y a las instituciones, era patrimonio de sacerdotes, quienes, al dominar el fabuloso tiempo de los orígenes, podían también profetizar el futuro. Tal actitud visionaria pasó a los poetas y, sobre todo en el Romanticismo, se los estimó capaces de ahondar en el lado oscuro, sea del mundo o de su propia alma, y de actuar como un canal que revelaba una verdad trascendente. Como es obvio, existen al menos dos modos diferentes de comprender esa canalización.

 

Por una parte, el poeta puede encarnar el mal, convertido en valor supremo. Esta asociación le permite superar todo límite impuesto por la sociedad, aportándole una completa libertad tanto en la forma como en el contenido. Es la actitud de los poetas malditos (en sentido amplio), desde Baudelaire o Verlaine a Trakl o Pizarnik. Entre ellos, Rimbaud es quien mejor teoriza sobre la cuestión, señalando en una carta que él mismo emprendió un proceso de “encanallamiento” progresivo en cuanto método de conocimiento, en el cual cabían toda clase de enajenaciones, a través de las emociones extremas, las drogas, el alcohol o las experiencias sexuales límite, incluidas las perversiones. Un camino que permite transmutar en belleza el dolor o el sufrimiento, pero que indudablemente conduce a la autodestrucción, como le sucedió a muchos de estos poetas, que terminaron en la cárcel, el suicidio, la miseria, la locura o la soledad:

 

Yo digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por medio de un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Él busca por sí mismo y agota en sí mismo todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura, todos los venenos, para no quedarse sino con sus quintaesencias. Inefable tortura en la que necesita de toda la fe, de toda la fuerza sobrehumana, en la que se convierte, entre todos, en el gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito –¡y el supremo sabio! ¡Porque alcanza lo desconocido! (Rimbaud).

 

El “malditismo” o creer –como afirmó Verlaine– que la genialidad implica una maldición, que distingue a los poetas del resto de los individuos y los arroja a una existencia bohemia, plagada de escándalos, desórdenes y tragedias, es un prejuicio. No hay duda de que muchos poetas pasaron por duros trances en sus vidas, pero aun son más –miles de millones, para decirlo con cierta precisión–, las personas que experimentaron situaciones similares y no escribieron poesía. Lo que diferencia al genio del común de los mortales es su sensibilidad ante esos acontecimientos y su poder para transfigurar la experiencia negativa mediante la palabra y, de algún modo, salvarse a través de ella.

 

Por otra parte, el poeta puede encarnar una fuerza superior que le permite acceder a una visión original y profunda de la realidad, pero que no está forzosamente comprometida con el mal sino sólo con la belleza y, por tanto, admite la alegría, la ternura o el amor, con sus vicisitudes y su carácter efímero. En tal caso, la metáfora de la canalización hace comprensible el divorcio completo que a veces existe entre la obra y el autor, atendiendo a su personalidad y a ciertos incidentes de su vida. Cómo imaginar que el Juan Ramón Jiménez real: caprichoso, fóbico, depresivo, siempre enfermo y malhumorado, el hombre por cuyo amor se suicidó una talentosa escultora veintisiete años más joven, mientras él hacía descansar toda su existencia (desde el punto de vista personal, profesional y económico) en su esposa Zenobia, pueda ser el mismo que escribió en prosa poética ese delicioso texto, Platero y yo, pleno de condescendencia e ingenuidad. Cómo conciliar sin contradicción que Neruda, autor de algunos de los más sobresalientes poemas de amor, pueda haber abandonado a su primera mujer sin previo aviso en un país extranjero, cuando los dos huían de una guerra con una hija común, enferma de hidrocefalia. Cómo entender que nunca se hiciera cargo de ella, que la dejase desprotegida pasando toda clase de penurias, que incluso silenciara su existencia y llegase a decir que era un ser perfectamente ridículo, “una especie de punto y coma”, pese a los versos de García Lorca escritos para celebrar su nacimiento.

 

A veces lo biográfico oscurece la lectura de la obra y uno la rechaza por motivos personales espurios que poco tienen que ver con ella. En realidad, el poeta –como afirma María Zambrano– es un irresponsable que no puede excluir con premeditación ciertos elementos de su canto. Al final, colocado más allá de cualquier valoración ética, la totalidad sin censura se le filtra por todas partes. Por eso, no es relevante lo que haga un poeta sino lo que dice. La pregunta, en cualquier coyuntura, es por qué esa aptitud, aliada con la belleza para redimir todo lo que hay, encarna en alguien. Y la respuesta –para mí– es que el don sólo prospera en quien está dispuesto a sacrificarlo todo por su cumplimiento. Por eso, una vez que este abandona al escritor, cuando la palabra no le responde, suele desmoronarse como, por ejemplo, le aconteció a Alejandra Pizarnik. Pasa con el poeta algo parecido a lo que sucede con los personajes de importancia histórica mundial de los que habla Hegel en sus lecciones sobre Filosofía de la historia. Ladina y astuta, la razón –debería decirse aquí “el logos poético”– los utiliza adueñándose precisamente de quien tiene las pasiones más impetuosas, por ejemplo, la mayor ambición de poder, para permitir a ese impulso que no se detiene ante nada, ciego y ligado al ego, realizar la idea universal. Cuando ésta concluye su tarea, se retira del hombre político, dejándolo caer como una cáscara vacía, juzgado y condenado, encerrado en sí mismo, en soledad o destierro…, muerto, al fin y al cabo, para la vida pública. Del mismo modo, el don de la poesía se concede junto con la obligación de consumarlo a cualquier precio. El elegido es su siervo y su vicario.

 

Una historia que ilustra muy bien dicha interpretación afecta nada más y nada menos que al gran Goethe. Tenía sesenta y cuatro años, estaba escribiendo el Diván oriental y occidental, fascinado por entonces con la poesía del persa Hafiz Shiraz, descubierta por él poco antes gracias a la traducción de su obra titulada Diván. Entonces conoció en Frankfurt a Marianne von Willemer, austríaca de treinta, recién casada con un banquero, originariamente actriz y bailarina de profesión, de padre desconocido. Inmediatamente se produjo una corriente de simpatía. Volvieron a verse una vez más, durante la temporada de verano en que Goethe habitó en su casa. Tras su despedida en Heidelberg en septiembre de 1815, se entabló entre ellos una correspondencia amorosa en la que ella se hace llamar Suleika y él, Hatem, mantenida hasta el fallecimiento del poeta y, en gran parte, publicada por él en su Diván. Pero lo que más asombra es que el pseudónimo de ella sirve de título a un capítulo entero de la antología, el Libro de Suleika, y en él aparecen cinco poemas que Marianne dedicó a Goethe y él publicó como si fueran suyos. Sólo se supo quién había sido la auténtica autora después de su propia muerte. Por si esto no fuera ya extraño, una vez editada la obra en 1819, cayó en manos de Schubert, el compositor austríaco, quien decidió poner música a los poemas del repertorio que consideró más hermosos, esos que –según él– mejor representaban el amor romántico. Y los dos que eligió habían sido escritos por Marianne. Dicen que estos Lieder se encuentran entre los más refinados de la historia de la música y, curiosamente, Schubert los tituló Suleika I y Suleika II:

 

I. ¿Qué significa este movimiento?
¿Qué alegres nuevas me trae el viento del Este?
El refrescante movimiento de sus alas
enfría la profunda herida del corazón.

Acariciante juega con el polvo
y lo remolinea en ligeras nubecillas,
conduce hacia la seguridad de los pámpanos
a los felices enjambres de insectos.

Suaviza el calor del sol,
enfría mis ardientes mejillas,
en su huida besa las vides
que adornan campos y colinas.

Su ligero susurro me brinda
un millar de saludos de mi amado;
antes de que estas colinas se oscurezcan
me saludará con un millar de besos.

Ahora tú puedes pasar,
servir a la felicidad y a la tristeza.
Allí donde los altos muros brillan,
allí encontraré pronto a mi querido amor.

¡Ah!, el verdadero mensaje del corazón,
el soplo del amor, la vida renovada,
vienen a mí desde sus labios,
solo su aliento puede dármelos.

II. ¡Ah, cómo te envidio, viento del Oeste,
por tus húmedas alas!
ya que llevarle puedes
el mensaje de mi penosa añoranza.

El movimiento de tus alas
despierta en mi pecho acalladas nostalgias.
Flores, praderas, bosques y colinas
se cubren de lágrimas ante tu aliento.

Pero tu suave y ligero soplar
refresca el párpado herido.
¡Ay, me moriría de pena
si supiera que no le volvería a ver!

Corre hacia mi amado,
háblale suavemente al corazón;
pero evita inquietarlo
y ocúltale mi sufrimiento.

Dile, pero díselo con humildad,
que su amor es mi vida.
y que la alegría de ambos
me hará sentir su cercanía.

 

¿Qué pudo hacer que una mujer regalara al amado sus exquisitos poemas, fruto de un don reservado a unos pocos elegidos, sin condición alguna? ¿Qué la forzó a enajenarse como si estuviera ante un dios en un éxtasis místico, ofrendándole la gracia que le concedió? En primer lugar, la ausencia de valoración positiva de sí misma, que debió crecer silenciosa durante su época de bailarina, alentada por el manoseo de las miradas varoniles, y que alcanzó su consolidación al ser vendida por su madre, siendo una adolescente, a un hombre rico treinta años mayor, quien terminó casándose con ella y fue, precisamente, el que la presentó a Goethe, a quien conocía debido a sus intereses literarios y por ser director del teatro de Frankfurt. Esa falta de autoestima, a su vez, la llevó a enamorarse de quien era evidente que rezumaba el don con un caudal desbordante, a entregarse a él sin reservas, dejando subsumirse por la única persona que le ofrecía una validación, el ansiado reconocimiento que apenas había tenido. Sólo bajo el supuesto de semejante donación absoluta puede entenderse que la joven no reclamara a Goethe la autoría de los versos y la diese a conocer tras su propia muerte. Pero también parece que aquí hubiera intervenido una peculiar “mano invisible”. Es como si el don hubiese conseguido encarnarse en quien era capaz de ejercitarlo, siempre desde su perspectiva particular, pero no podía revelarlo a una audiencia. Para que los poemas sobreviviesen y llegaran a los demás debían ser transmitidos a Goethe.

 

Y si ahora pensamos en él, está claro que el escritor encontró una de sus mayores fuentes de inspiración en su constante estado de enamoramiento, en esa incurable pasión por las mujeres, muchas veces frustrada. Da la impresión de que, a semejanza de su personaje Fausto, fuera su propia vanidad, su anhelo de serlo y poseerlo todo, la que le hizo atribuirse los poemas, a pesar de tener en ese momento una inmensa obra publicada y de haber sido aclamado ya el literato más genial de Alemania… Tal vez esa misma avidez, sustentada en un exceso de narcisismo, hizo que a sus setenta y cuatro años propusiera matrimonio a una joven de diecinueve, quien, obviamente, lo rechazó, permitiéndole legar a la posteridad la Elegía de Marienbad:

 

… Ya perdí el Universo y me he perdido
a mí mismo –yo, amado de los dioses–

su caja de Pandora me han vertido,
rica en gajes u horóscopos atroces.
Me tientan con la pródiga cascada
de los goces… y me hunden en la nada.

 

Todas estas historias demuestran que lo menos ambicionado por los poetas es el poder político. Hay algo, sin embargo, que irremisible los seduce: la destreza de la lírica para manipular las emociones propias y ajenas a través de la palabra. Eso les permite presentarse en todo su esplendor ante sí y ante los demás. Sucumbir al narcisismo es acaso su mayor pecado y lo que quizás los hace aptos para que en ellos se aposente y fructifique el don, porque… quién puede resistirse a dejarse poseer por la belleza, quién no desea volverse inmortal gracias al canto de un poeta o, ceñida la cabeza por la corona de laureles, codearse con los dioses en el Parnaso, igual que él.


(El vuelo de la lechuza / 1-3-2018)

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