EL TEATRO INMEDIATO (24)
Toda sugerencia a la
acción lleva en sí un retroceso a la inercia. Tomemos como ejemplo la música,
la más sagrada de las experiencias, que hace tolerable la vida a gran número de
personas. Muchas horas de música a la semana recuerdan a los melómanos que la
vida tiene un valor y, al mismo tiempo, esos instantes de solaz embotan el filo
de su insatisfacción y los capacitan para aceptar lo que de otro modo hubiera
sido una intolerable forma de vida. Consideremos el caso de los relatos de
atrocidades o la foto de niños quemados por el napalm, que suponen una
conmoción, una de las experiencias más desagradables y que, a la vez, abren los
ojos a la necesidad de una acción que mientras se produce el hecho se tiende a
minimizar. Es como si experimentar vivamente una necesidad excitara dicha necesidad
y al propio tiempo la ahogara. ¿Qué puede, pues, hacerse?
Conozco una prueba
concluyente en el teatro. Literalmente, es una prueba concluyente. ¿Qué queda
al terminar la representación? Se olvida el entretenimiento, desaparece también
la emoción fuerte y el argumento pierde su hilván. Cuando emoción y argumento se
enjaezan al deseo del público de verse con mayor claridad, algo se fija
entonces en la mente. El acontecimiento marca en la memoria un contorno, un
gusto, una huella, un olor, una imagen. Lo que queda es la imagen central de la
obra, su silueta, y, si los elementos están rectamente mezclados, dicha silueta
será su significado, la esencia de lo que ha de decir. Cuando pasados los años
pienso en alguna sorprendente experiencia teatral, encuentro un meollo grabado
en mi memoria: dos vagabundos bajo un árbol, tres personas sentadas en un sofá
en el infierno, y, de vez en cuando, una señal más profunda que cualquier
imagen. No tengo la menor esperanza de recordar con precisión los significados,
pero a partir de ese núcleo reconstruyo una serie de ellos. Un propósito se
habrá cumplido. Unas pocas horas podrían modificar mi forma de pensar para
siempre. Esto es casi imposible de lograr, aunque no ha de rechazarse por completo.
El actor casi nunca queda
marcado por su esfuerzo. En su camerino, después de interpretar un papel
agotador, se halla relajado, resplandeciente. Al parecer es muy saludable el
paso de fuertes sensaciones a través de alguien inmerso en una dura actividad
física. Los directores de orquesta y los actores suelen alcanzar una edad
avanzada. Pero también han de pagar un precio. El material que el intérprete emplea
para crear esos personajes imaginarios es su propia carne y sangre. El actor se
da constantemente. Explota su posible desarrollo, su posible entendimiento, y
usa este material para tejer esas personalidades que desaparecen al acabar la
obra. Surge la pregunta de si hay algo que impida que le ocurra lo mismo al
público. ¿Pueden los espectadores retener una señal de su catarsis o lo máximo
que pueden llegar a alcanzar es un brillo de bienestar? Incluso en esto hay
muchas contradicciones. El acto teatral es una liberación. Tanto la risa como
las sensaciones intensas despejan escombros del sistema; en este aspecto son lo
opuesto a lo que deja huella ya que, como todas las purificaciones, hacen que
todo quede limpio y nuevo. Pero ¿tan completamente distintas son las
experiencias liberadoras de las que permanecen? ¿No es una ingenuidad verbal
creer que unas se oponen a otras? ¿No es más cierto decir que en una renovación
todas las cosas son de nuevo posibles?
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