1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes /
2020, con el apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
II.
SEGUNDO PERÍODO:
VIOLENCIA
Y HOSTILIDAD DEL ESPACIO URBANO (3)
Pero el carácter ilusorio
de semejante postura no tarda en revelarse. La ciudad, que ha avanzado
paulatinamente desde las orillas hasta el corazón de la obra de Juan Carlos Onetti,
no siempre responderá a las esperanzas que ella suscita, como bien lo
demuestran Tierra de nadie y La vida breve: el mundo urbano se
funda, constitutivamente, en una decepción, en un vacío que los héroes
onettianos sufren con más intensidad a medida que la expectación se hace más
apremiante. Para comprobarlo basta con remitirse a Tierra de nadie,
donde el mito de la isla -sobre el cual volveremos en su momento-, alimentado
por la locura del viejo Num, sabiamenrte orquestado por Aránzuru y retomado por
amigos desesperados y complacientes, constituye sin duda el indicio más claro
de las insuficiencias de la urbe. Más generalmente, el tornasolado y caleidoscópico
mundo urbano, con su cosmopolitismo de buen tono y sus inagotables recursos,
deja transparentarse, de modo más o menos larvado, según el texto que se trate,
la miseria, la soledad o la angustia. El “desamor de la gran ciudad”, explícitamente
denunciado en Para una tumba sin nombre (76), ¿no es ya respirable en Avenida
de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo, donde el héroe, evadiéndose
constantemente de un mundo hostil a través de la imaginación, encuentra refugio
en una desaforada sucesión de ensueños que lo raptan de Buenos Aires para
transportarlo al frío polar y vivificante de Ushuaia, y luego a la aun más
lejana Alaska? La apertura infinita hacia la vastedad portuaria de Buenos Aires
y Montevideo termina por deteriorarse desembocando a veces en una pegajosa
sordidez que recuerda brutalmente la presencia de algún “bodegón oscuro” (77)
apestoso y chabacano, donde se reúnen marineros borrachos. Así el espectáculo
se vuelve heterogéneo y menos exaltante de lo previsto.
Sin embargo, a pesar de estas
manifiestas carencias, su potencial de actividad desbordante sigue
constituyendo una atracción. Y ese poder se afirma extramuros, como suelen
sugerirlo las novelas y los relatos. La ciudad es un agente desestabilizador que
pone en peligro -deliberadamente o no- el orden establecido, como cuando
Rolanda, fuera por un tiempo de Buenos Aires, se divierte perturbando la
apacible y ordenada vida de un provinciano con anónimos crueles:
Sigo hoy más tranquila,
pero el ultimátum de los quince días se mantiene. Aclaro que no sé si Krum me
habla de Bakunin y la 1ª o si de Lenin y la 3ª. Sí, lo de los anónimos era algo
exagerado, peo ya tanto da que haya hecho eso u otra cosa. Y nada de farsas ni
frases: no se me ocurrió eso por odio ni por degeneración burguesa ni nada de
las estupideces de tu carta.
Tendría el mismo
resultado mandando anónimo a un koljós o falansterio o como se llamen los
chiqueros de fraternización. Paciencia y basta, no quiero hacer el Krum
contigo. (78)
Además, la ciudad puede
penetrar pérfidamente en un mundo aparentemente estable hasta amenazar su
cohesión, como en Convalecencia. En este cuento, la heroína, que ha
renunciado a toda relación con el mundo exterior para vivir un excepcional
idilio con la playa, el mar y el cielo, para existir, silenciosamente, sólo a
través de la red de sensaciones nuevas e intensas que le produce la
contemplación de la naturaleza, instalándola en “un tiempo remoto (…), en (una)
tierra despoblada, antes de la tribu y los primeros dioses” (79), es
bruscamente arrastrada, a través de un desacertado llamado telefónico, hacia el
mundo de la ciudad, los hombres, la pasión y el absurdo. El “zumbido de la
ciudad” (80), aparentemente demasiado débil para trastornar la armonía natural,
puede más que ese “pedazo de playa” (81), ese triángulo de arena tan bien
amarrado (82) -así lo parecía- al horizonte: a pesar de su embriagadora
belleza, el mundo de la playa, “tan antigua y tercamente puro” (83), debe
someterse a la ciudad.
El mismo fenómeno vuelve
a producirse en La cara de la desgracia o La casa en la arena,
donde la ciudad desempeña igualmente un papel perturbador. Sus mensajeros sólo
anuncian tristezas. En el primero de los dos textos, por ejemplo, la llegada de
Betty, la prostituta amiga del hermano muerto del narrador, constituye una
llamada intempestiva de la miseria material y moral, del ajamiento y la bajeza
de la condición humana. Verdadera ofensa a la belleza y a la pureza
reencontradas que simboliza la “muchacha” -entre el rebrillo de un mundo
natural signado una vez más por la euforia del agua-, la breve irrupción de la
prostituta no sólo significa un desafío lanzado al esplendor del día sino que
degrada notablemente la excepcional aventura vivida por el narrador:
Volví con pesadez de la
ventana y estuve mirando sin asco ni lástima lo que el destino había colocado
en el sillón del dormitorio del hotel. Se acomodaba las solapas del traje sastre
que, a fin de cuentas, tal vez no fuera de cheviot, sonreía al aire, esperaba mi
regreso, mi voz. Me sentí viejo y ya con pocas fuerzas. Tal vez el ignorado
perro de la dicha me estuviera lamiendo las rodillas, las manos, tal vez sólo
se tratara de lo otro, que estaba viejo y cansado. (84)
Este primer síntoma del
derrumbe será seguido de otros indicios (la llegada del Ford azul de la policía
y el interrogatorio) reveladores de la imposibilidad humana de un verdadero
acceso al absoluto: la belleza, la pureza y el amor parecen siempre forzados a
negarse a los seres envilecidos por el contacto de la ciudad.
Notas
(76) Para una tumba
sin nombre, p. 42.
(77) Cf. El pozo,
donde aparece evocada por primera vez y con una particular agudeza la lastimosa
imagen de un cafetín: “Es un bodegón oscuro, desagradable, con marineros y
mujeres. Mujeres para marineros, gordas de piel marrón. Grasientas, que tienen
que sentarse con las piernas separadas y se ríen de los hombres que no
entienden el idioma, sacudiéndose, una mano de uñas negras desparramada en el
pañuelo de colorinches que les rodea el pescuezo. Porque cuello tienen los
niños y las doncellas”, p. 25.
(78) Tierra de nadie,
p. 74.
(79) Convalecencia en
Tiempo de abrazar, p. 31.
(80) Ibíd., p. 32.
(81) Ibíd, p. 32.
(82) Ibíd., p. 28.
(83) Ibíd., p. 32.
(84) La cara de la desgracia, en Tres novelas, p. 40.
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