martes

FRANCISCO "PACO" ESPÍNOLA - DON JUAN, EL ZORRO (102)

 El sitio de la Mulita (24)


Algo apuraba las nubes en su viaje, tratando de despejar de una vez. ¡Pero es que una sarta de ellas no acababa más de salir del horizonte! También así de negras obraron las palabras del Sargento sobre la menguada lucidez de su Asistente. Estupefacto, recién cuando el superior cruzaba al lado del aun encendido fogón, el Macá comprendió que debía seguirlo. Por desgracia su mirada se había posado en la lumbre. Al avanzar encandilado, trabó su ancho pie descalzo en un tenso maneador y se dio contra el suelo.

-¡Pero no ves por dónde andás, muchacho! -le llegó.

-¡No, señor! -se consideró más que obligado a responder el Macá incorporándose y sacudiéndose fulgurantes gotas de rocío.

Cierta idea que acababa de hacer un claro entre sus conjeturas se le perdió en el porrazo. Por suerte, al tiempo que rehabituaba la vista a la oscuridad, el joven Asistente alcanzó a distinguir, gracias a su brillito sugestivo, aquel pensamiento extraviado en las tinieblas de la mente.

-¡Este anda con ganas de meterse en un berenjenal, le estoy calculando…!

Estirando el pescuezo, los ojos en el suelo para no tropezar, apresuró el paso tras su jefe, a la rastra de una curiosidad que lo atraía como con imán. Y se fue de bruces contra el propio Sargento cuando, a la entrada de la carpa, este se detuvo y le dio el frente.

-¿Pero estás dormido? ¡Bueno, ándate a descansar, muchacho…!

El tono bajó bruscamente, como quien, descalzo, pisa una piedra y afloja el cuerpo, a seguir:

-…que a lo mejor… sí, a lo mejor, mañana te voy a precisar… para una misión de confianza.

Tras el Jefe, la cortina de la carpa cayó de nuevo. Y su subordinado, al tornarse, quedó viendo las estrellas…

En efecto: se había vuelto a abrir un gran claro en el cielo, allá muy lejos. Y a la misma velocidad con que avanzaban las nubes hacia el joven Macá, alejábasele el estrellerío rodeando, leal, a la luna ahora tan rauda.

El Asistente retrocedió hacia su “bendito”. Una intensa franja de luz hacía que el sereno brillase sobre los pastos dormidos.

-¿Qué habrá querido ,decir con que mañana, a lo mejor…?

Atados a sus estacas, ahora distinguía caballos, también cavilosos. Acá y allá, al cobijo de los árboles, el bulto de los ranchejos, cuya mayoría dejaba salir, acompasados, como los roces del serrucho sobre un tablón.

-¡Adiós, che! -saludó en voz baja, al cruzar frente al Soldado Pajero de guardia ante la salida del pasadizo.

El fogón se extinguía rodeado de calderas, a un costado los dos asadores hundidos en tierra e inclinados como los pastos, pero en dirección opuesta al de todos ellos, que se quedaron así cuando se les hundió el sol. Daba sombra al palenque. Le relucía la calva, al horno. El Macá los dejó atrás.

-¡Que te vele! El que mañana se va a meter en un berenjenal soy yo mismito, me está poareciendo…

La noche se presentaba ahora como el día.

Llegado a su “bendito” se echó al suelo, escurriéndose dentro, retiró a un costado la espada, porque se le había costado encima, se tapó con el poncho, y depositó su afiebrada cabeza sobre el lomillo, el cual tenía arriba el segundo cojinillo para hacer blandura. A medida que se concretaba más su pensamiento, más y más se oscurecía el ánimo del joven miliciano, mientras el coronilla proyectaba con más intensidad su sombra a través de la rala techumbre del desprolijo ranchejo porque, entre sus estrellas, la luna era ahora límpido fanal sobre los pagos.

El Sargento Cimarrón, posada asimismo la cabeza en su recado, tenía también una gran suspensión en la mente. Cierta idea estaba allí muy paradita.

-¡…pero este Macá es tan desacomodado! Capaz que hace todo al revés y nos descubrimos… ¡Pucha, si yo tuviera un soldado de plena confianza como los tuve en la frontera!

Por la inercia del hábito iba a desviarse hacia las regiones de lo nunca sucedido, pero se sujetó.

-Porque moverme yo de aquí… es un imposible. ¡Puccha, si yo tuviera un soldado!

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