El sitio de la Mulita (22)
De pronto, tornose de
nuevo hacia el aturullado Voluntario, estiró el brazo señalando a la lejanía
envuelta en sombras, y preguntó:
-¿Y usté no tenía orden
de estárseme de guardia en la loma del ombú?
-Sí, mi Sargento, pero me
tocó el relevo.
-Bueno, agarre la carabina,
vayasé y releve su relevo. Y ya sabe que…
Lo interrumpieron unos
alarmados
-¡Qué hay! ¡Qué hay! ¡Qué
hay! -que se acercaban a los saltos.
Se dio vuelta el
Cimarrón, y de inmediato cruzó los brazos, iracundo. Pero los brazos, al sentir
el calor del duro estrechamiento, por su cuenta aflojáronse un poco. Era el
Asistente Macá que, ante la furia del Superior, se clavó rígidamente a tres
pasos, desarmado, descalzo, cubierto sólo con las bombachas cuyo rojo chupaba
la noche dejándolo chocolate.
-¿Y recién te aparecés?
¿Y recién te distes cuenta del tamaño escándalo que se ha armado? ¿Y si nos hubieran
invadido? Pero, decime, ¿y vos te has agarrado al mundo por tu cuenta?
El machete le golpeaba la
pierna al Sargento; le golpeaba diríase, como ofertándose para una buena lluvia
de planchazos. ¡Pero, por cierto, no haría uso de él el Sargento Cimarrón!
Porque la cólera era causada menos por la conducta del Asistente que por su
necesidad de hacer zafar el pensamiento de un creciente embargamiento
abrumador.
Confuso, el Macá
aguantaba la reprimenda con marmórea rigidez, fijos los ojos en las guiñantes
estrellas que las nubes, como adrede, habíanle descubierto sin ninguna
necesidad, allá muy lejos. Para colmo, por otro lado, sufría también, y en
mayor grado, debido a que la curiosidad se lo estaba comiendo vivo.
Sosteniendo la mirada
sobre el abrumado, los ojos del Sargento Primero apagaban su fulgor. Era que lo
asediaba cada vez más una nueva preocupación. Y ella borrábale el bulto del
Macá y le interponía imágenes de la memoria.
-Lo que pasó -quiso
volver el Cuzco Overo refregándose el pecho porque empezaba a ser sensible al
frío de la noche y se hallaba sin poncho- lo que pasó fue… Yo me veo el cardo
temblando y…
Como cuando al borde de
la barranca, conteniendo la respiración, ya va uno a largarse al agua, así el
Asistente Macá se empinó hacia el Cuzco Overo. Pero las palabras de este habían
desensimismado al Sargento Cimarrón, quien ordenó, recuperando su cólera:
-¡Silencio y cada cual a
sus cacharpas! ¡Marchen!
Giraron cabizbajos tanto
por la emoción como para ver bien dónde pisaban los ya ahora convertidos en
sombras, pues dos viejas nubes habían traído como un aire negro que sopló el
tenue blancor hasta entonces posado sobre las cosas. Y entre la dispersión,
haciéndose más el chiquito, aprovechaba el Macá para escurrirse, situándose delante
de los biombos andantes del Soldado Avestruz y del Trompa Tamanduá, que eran
los más altos del grupo, cuando lo paró y lo alzó hasta erguirlo otra vez en su
estatura completa la voz aplacada de su jefe, cuyo acento misterioso asimismo
atrajo como imán la intención del joven Asistente:
-¡Vos te me quedás aquí!
A la manera del que,
medio embarado por la galopeada, al fin llega a su destino, y es ayudado a
quitarse el poncho hecho sopa y el saco y hasta el chaleco también mojados… y
ya en camiseta estira y pliega los brazos con holgura creciente junto al fuego,
así sintió el Macá que le habían sacado un feo peso de encima.
Esperó un momento el
Cimarrón, observando el alejamiento de los otros. Sacó la chuspa, lió, se la
pasó a su subordinado, hizo chispear su yesquero, encendió el cigarro y, al
recibir otra vez el tabaco, dio fuego al Macá, siempre en silencio cerrado.
Aguardó, todavía.
Cuando los soldados se
introducían de bruces en la tibieza de sus “benditos”, recién entonces, el
Sargento fue a hablar. Pero aguantó aun para, seguido por el Asistente,
alejarse unos pasos del Imaginaria que acababa de apostarse ante el boquete
recién abierto. Ya a prudente distancia, se detuvieron, viéndose recíprocamente
mejor las caras gracias a que la luna surgió del seno de un negruzco girón;
aunque, en seguida, a tamaña blancura le volvieron a ganar el lado de la tierra.
Como la tropilla al cencerro de su “madrina”, el Macá y la confusión de su
mente se sentían dóciles a todo.
-¿Qué me decís? ¡Casi se
nos escapan, no más!
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