por Juan Arnau Navarro
El filósofo francés
Henri Bergson rechazó el dictamen de los relojes y propuso en su lugar el
concepto de “duración” para medir la existencia
Debajo de un bombín puede estar
la frente de un revolucionario. Henri Bergson (París, 1859-1941) fue un
señor educado, de rasgos finos y delicados que, entre el hongo y la dinamita,
se decantó por lo primero. Es curioso que la palabra revolucionario tenga tanto
prestigio en nuestros días, cuando implica dar vueltas y más vueltas en un
círculo en el que la única posible transformación es la posición, el estar
arriba o abajo. Pero Bergson lo fue precisamente por su rechazo a cifrarlo todo
en la posición. Entre otras excentricidades, Bergson creía que la memoria no se
guarda en el cerebro. Le parecía que reducir el tiempo al espacio, como hacen
los relojes, era traicionarlo. Los relojes sólo miden a otros relojes, sólo
pueden comprender el tiempo mediante el espacio, ya sea el que recorre la
Tierra alrededor del Sol o las transiciones del átomo de cesio. El tiempo real
era el tiempo interior, ese que había evocado su primo Proust, que él llamaba
duración. Y si el camino de ida se nos hace más largo que el de vuelta, aunque
en nuestro cronómetro marquen lo mismo, la ida ha durado más. La experiencia
cualitativa del sujeto prima sobre la experiencia cuantitativa de la máquina.
Algunas de las hipótesis de
Bergson parecen sacadas de la literatura fantástica, pero sabemos por
experiencia que la literatura es la que marca el ritmo de la historia. Sostenía
que para estudiar la vida no sirve descomponerla y analizar sus partes (eso
supone estudiar la muerte), sino que era necesario profundizar en la vivencia.
La naturaleza híbrida de este filósofo, buen conocedor de las matemáticas y la
biología, hijo de inglesa y polaco, del pragmatismo británico y la ensoñación
eslava, le proporcionó una poderosa intuición y un enorme talento para la
escritura. Recibió el Nobel de Literatura en una época en que el
premio también se otorgaba a los filósofos, entendiendo que el buen filósofo
es, ante todo, un narrador que también sabe contar historias.
Fue un revolucionario
y, entre otras excentricidades, creía que la memoria no se guarda en el cerebro
Bergson anticipó el auge del zen,
una tradición que desconocía. Los maestros zen evitan largos parlamentos y
demostraciones sobre la verdad. Prefieren dar a sus discípulos ocasiones para
instruirse por sí mismos. Lo mismo hacía Bergson. Algunos pasajes parecen
sacados de un manual de meditación: “Cierro los ojos, me tapo los oídos y
suprimo, una tras otra, las sensaciones que me llegan del exterior. Ya lo he
logrado. Sin embargo, subsisto y no puedo dejar de subsistir. Sigo aquí. Puedo
rechazar mis recuerdos y hasta olvidar mi pasado, pero conservo la conciencia
de mi presente”. Y advierte que en el instante mismo en que una conciencia se
extingue, otra se alumbra para asistir a la desaparición de la primera, pues la
primera sólo puede desaparecer para otra y frente a otra. Recuerda a las
Presencias reales, de George Steiner, recientemente
desaparecido. Un
libro también extemporáneo. No es posible imaginar una nada sin advertir que
hay alguien que la imagina, que hay algo que subsiste.
Bergson formula así una crítica
sagaz del vacío, que suscribirían Berkeley y el budismo. Un ser que no tuviera
memoria ni expectativas no podría concebir el vacío. Lo que es y lo que se percibe
es la presencia de algo, o su ausencia cuando esperábamos encontrarlo donde no
está. La ausencia siempre se percibe indirectamente, es la creación de un ser
que espera y recuerda. De modo que lo que expresan las palabras nada o vacío no
es tanto una cosa como un afecto, una emoción, una nostalgia. “Puedo suponer
que he dejado de existir; pero en el mismo instante en que hago esa suposición,
me concibo a mí mismo y me imagino sobreviviendo a mi anonadamiento”.
Recibió el Nobel de
Literatura en una época en que el premio también se otorgaba a los filósofos
Bergson conocía las experiencias
de William James con el óxido nitroso y otras técnicas para ralentizar la
actividad mental o suspender la función crítica de la inteligencia. Cualquiera
que haya probado el hachís o el ácido lisérgico sabe que estos estados,
sistematizados por el yoga y las tradiciones chamánicas, permiten atisbar
(conmoverse y percibir) el genio místico de la realidad: “Nada impide al
filósofo llevar hasta el final la idea que el misticismo le sugiere: un
universo que no sería más que el aspecto visible y tangible del amor y la
necesidad de amar”. Y se aleja de la biología para entrar en un terreno más
resbaladizo: “Una energía creadora que fuera amor y que quisiera extraer de sí
misma seres dignos de ser amados podría así sembrar mundos”. Con ellos es
posible mantener una relación magnética, pues el impulso vital y la materia son
complementarios. La corriente vital que atraviesa la materia recorre
incontables caminos y puede quedarse estancada en los pozos de la depresión.
Finalmente, da con seres destinados a amar y ser amados, capaces de reconocer
esa misma energía creadora como amor.
Mantiene su fe en la ciencia,
pero sugiere llevar la filosofía a un nivel más alto, hacer de ella la
reformadora de las ciencias. La lógica y las matemáticas consideran el tiempo
como una privación de la eternidad. Frente a ellas, tan necesarias como
superficiales, propone captar el yo íntimo, la duración y cualidad pura, el
origen en el ahora. Desenmascara así el dogma que encierra la conciencia en el
“cuerpo mínimo” y descuida el “cuerpo inmenso”. No es lírica, es posible, quien
lo probó, lo sabe.
Los últimos años son difíciles.
El espectáculo de París ocupado por los nazis es desolador, las vejaciones
contra los judíos, frecuentes. Bergson se solidariza con los perseguidos. El
premio Nobel, en bata y pantuflas, abandona la cama para salir a la calle del
brazo de un pariente e inscribirse como judío. Las estufas apenas calientan y
el gélido invierno le provoca una congestión pulmonar que acaba con su vida. Se
apaga una llama mortecina que busca lugar donde prender.
(EL PAÍS España/ 1-8-2020)
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