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Al final llegó el día de
la Promoción de los Mayores. Se celebró en el gimnasio femenino y con música en
vivo. Una verdadera banda. No sé por qué, pero esa noche recorrí caminando los tres
kilómetros que separaban a la casa de mis padres del colegio, y me paré en la
oscuridad a observar el festejo a través de la persiana metálica. Y me quedé
asombrado. Todas las chiquilinas usaban vestidos largos y parecían adultas y
majestuosas. Los muchachos también relumbraban enfundados en sus esmóquines y
bailaban maravillosamente erguidos y con las caras aplastadas contra los
peinados femeninos.
Entonces me contemplé
reflejado en la ventana, con la cara llena granos y marcas y la camisa rotosa,
y me sentí como una especie de animal de la selva atraído por la luz. ¿Para qué
había venido? Me sentí mal. Pero seguí mirando. Después que terminó la música,
las parejas se quedaron hablando y todo era natural y civilizado. ¿Dónde habían
aprendido a bailar y a conversar? Yo me sentía incapaz de mirar a las muchachas
a los ojos y mucho menos de bailar con ellas.
Y sin embargo sabía que
lo que estaba viendo no era tan simple ni tan bonito como aparentaba, y que para
acceder a aquella falsedad social tenías que pagar un precio y quedar
entrampado en un callejón sin salida. Entonces volvió a sonar la banda y ellos
recomenzaron el baile con las luces doradas, rojas, azules y verdes relumbrando
sobre cada pareja. Y de golpe pensé: “Algún día va a empezar mi baile, y yo voy
a tener algo que ellos no tienen”.
Pero igual ver aquello me
golpeó demasiado. Los odié. Odié su belleza y su juventud sin problemas, y
mientras los veía girar mágicamente entre los remansos de colores como niños
inmaculados los volví a odiar porque tenían algo que a mí me faltaba y volví a
pensar: “Ya van a ver que algún día voy a ser tan feliz como cualquiera de
ustedes”.
Ellos seguían bailando y
yo seguía prometiéndome lo mismo.
Hasta que escuché un
ruido atrás mío.
-¿Qué estás haciendo
aquí?
Era un viejo con una cabeza
parecida a la de una rana y llevaba una linterna.
-Estoy viendo el baile.
La linterna le iluminaba
los ojos redondos y grandes, que brillaban como los de un gato abajo de la
luna. Pero tenía una boca seca y marchita y todas las curvas de la cabeza lo
hacían parece una calabaza tratando de ser inteligente.
-¡Sacá el culo de allí!
Me enfocó con la
linterna.
-¿Y usted quién es? -pregunté.
-Soy el guarda nocturno.
¡Sacá tu culo de aquí antes de que llame a la policía!
-¿Por qué? Yo también
pertenezco a la Promoción de los Mayores.
Entonces me enfocó la
cara, mientras la banda tocaba “Púrpura intensa”.
-¡Mierda! -dijo. -¡Por lo
menos tenés 22 años!
-Sí. Estoy en las listas
de este año, en la clase de 1939, promoción de graduados. Henry Chinaski.
-¿Y por qué no estás
bailando ahí adentro?
-Eso no importa. Me voy a
mi casa.
-Sí. Andate.
Me di vuelta y empecé a caminar. La linterna me iba siguiendo y enfocando el camino. Salí del campus. Era una noche agradable y templada, casi calurosa. Creo que vi algunas luciérnagas, pero no estoy seguro.
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