El descubrimiento de los efectos psíquicos del LSD (2)
El mareo y la sensación de desmayo de a ratos se volvieron tan fuertes, que
ya no podía mantenerme en pie y tuve que acostarme en un sofá. Mi entorno se
había transformado ahora de modo aterrador. Todo lo que había en la habitación
estaba girando, y los objetos y muebles familiares adoptaron formas grotescas y
generalmente amenazadoras. Se movían sin cesar, como animados llenos de un
desasosiego interior. Apenas reconocí a la vecina que me trajo leche -en el
curso de la noche bebí más de dos litros. No era ya la señora R., sino una
bruja malvada y artera con una mueca de colores. Pero aun peores que estas
mudanzas del mundo exterior eran los cambios que sentía en mí mismo, en mi
íntima naturaleza. Todos los esfuerzos de mi voluntad de detener el derrumbe
del mundo externo y la disolución de mi yo parecían infructuosos. En mí había penetrado
un demonio y se había apoderado de mi cuerpo, mis sentidos y el alma. Me
levanté y grité para liberarme de él, pero luego volví a hundirme impotente en
el sofá. La sustancia con la que había querido experimentar me había vencido.
Ella era el demonio que triunfaba haciendo escarnio de mi voluntad. Me cogió un
miedo terrible de haber enloquecido. Me había metido en otro mundo, en otro
cuarto con otro tiempo. Mi cuerpo me parecía insensible, sin vida, extraño.
¿Estaba muriendo? ¿Era el tránsito? Por momentos creía estar fuera de mi cuerpo
y reconocía claramente, como un observador externo, toda la tragedia de mi
situación. Morir sin despedirme de mi familia… mi mujer había viajado ese día
con nuestros tres hijos a visitar a sus padres en Lucerna. ¿Entendería alguna
vez que yo no había actuado irreflexiva, irresponsablemente, sino que había
experimentado con suma prudencia y que de ningún modo podía preverse semejante
desenlance? No sólo el hecho de que una familia joven iba a perder
prematuramente a su padre, sino también la idea de tener que interrumpir antes
de tiempo mi labor de investigador, que tanto me significaba, en medio de un
desarrollo fructífero, promisorio e incompleto, aumentaban mi miedo y mi
desesperación. Llena de amarga ironía se entrecruzaba la reflexión de que era
esta diletamida del ácido lisérgico que yo había puesto en el mundo la que
ahora me obligaba a abandonarlo prematuramente.
Cuando llegó el médico yo había superado el punto más alto de la crisis. Mi
laborante le explicó mi autoensayo, pues yo mismo aun no estaba en condiciones
de formular una oración coherente. Después de haber intentado señalarle mi
estado físico presuntamente amenazado de muerte, el médico meneó desconcertado
la cabeza, porque fuera de unas pupilas muy dilatadas no pudo comprobar síntomas
anormales. El pulso, la presión sanguínea y la respiración eran normales. Por
eso tampoco me suministró medicamentos, me llevó al dormitorio y se quedó
observándome al lado de la cama. Lentamente volvía yo ahora de un mundo ingentemente
extraño a mi realidad cotidiana familiar. El susto fue cediendo y dio paso a
una sensación de felicidad y agradecimiento crecientes a medida que retornaban
un sentir y pensar normales y creía la certeza de que había escapado
definitivamente del peligro de la locura.
Ahora comencé a gozar poco a poco del inaudito juego de colores y formas que se prolongaba tras mis ojos cerrados. Me penetraban unas formas coloridas, fantásticas, que cambiaban como un calidoscopio, en círculos y espirales que se abrían y volvían a cerrarse, chisporroteando en fontanas de colores, reordenándose y entrecruzándose en un flujo incesante. Lo más extraño era que todas las percepciones acústicas, como el ruido de un picaporte o un automóvil que pasaba, se transformaban en sensaciones ópticas. Cada sonido generaba su correspondiente imagen en forma y color, una imagen viva y cambiante.
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