1ª edición: Editorial Proyección / Uruguay / 1993, en colaboración con la
Universidad de Poitiers.
1ª edición virtual: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020, con el
apoyo de la Universidad de Poitiers.
Traducción del francés: Hugo Giovanetti Viola
PRIMERA PARTE
UN IMPERATIVO ESTÉTICO Y MORAL: LA CREACIÓN DE LA NOVELA
URBANA
CAPÍTULO PRIMERO
I. PRIMER PERÍODO:
EL ORO RECÓNDITO DE LA CIUDAD O LA VISIÓN MÁGICA DEL MUNDO URBANO (4)
Pese a algunas reservas, el mundo urbano de estos relatos de juventud se nos muestra bañado por una atmósfera dichosa. Y no hay ninguna afectación en las escenas descritas. Ni tampoco un estetismo complaciente: la ciudad debe su belleza a su riqueza cromática pero también a ese dinamismo natural que parece impulsarla. Recordemos al respecto el pasaje -citado más arriba- donde se mezclan las sensaciones producidas por el mundo cerrado de la pieza de Raucho con las que vienen de la calle: ¿no tiene por función el zumbido el romper “a golpes” y animar la excesiva inmovilidad de la escena? El carácter tumultuoso de la ciudad aparece aun de un modo más evidente a través de verdaderas composiciones poéticas, desprovistas, hablando con propiedad, de valor referencial, donde la realidad, transfigurada, adquiere a la vez una coloración y una pujanza admirables. Es el caso de esta inspirada descripción de Los niños en el bosque, cuya originalidad es tan sorprendente que no pudimos evitar extraer una larga cita:
Casas trazadas con un
carbón de pulso inseguro se vienen corriendo hacia la esquina. Sobre el filo
mellado de la piedra, curva el farol su cuerpo en danza, víbora de hierro
plegada para el salto. Dos casas nuevas aplastan el muro desconchado donde
negrea la puerta enana y se abaten gajos de limón. Enfrente, se llena de moscas
la vidriera empapelada del almacén. Apunta al cielo con nubes y hojarasca el
negro en curda; sonríe baboso, aniñado y en éxtasis. El dedo alzado sobrenada
la burla de los vagos melancólicos que entran y salen, más tristes y más
amargos, del Bar, Café y Billares (…) Lentos, van
llegando los dueños de la esquina. Se apoyan perezosos en el muro, el árbol
torcido, se sientan con aire de perros, con sueño, enfilados en el cordón de la
vereda. Saca una silla de enea la vieja vecina a la frutería. (…) La
población de la esquina se espesa. (…) Indiferente, la tarde desentinta
y baja sobre la visión del negro borracho, las formas amontonadas en la
esquina, el vigilante bigotudo que se aleja despacio, tendida la oreja hacia
atrás. La viejita recién peinada que sonríe en la silla y el farol retorcido y
ciego, coinciden mirando la callejuela en diagonal. La ven irse, tortuosa y
amarilla de plátanos, desempedrada y sucia, hasta estrellarse con su carga de barracones
sórdidos y conventillos broncosos en la gran pared encalada del Asilo (46).
El particular enfoque de
la escena explica por lo demás la presencia de ciertos rasgos específicos:
percibido por un corazón simple, por un estado mental que inspira -fenómeno
excepcional en la obra de Juan Carlos Onetti- la beatífica borrachera de vino,
el mundo urbano se presenta bajo una luz insólita. A diferencia de lo ofrecido
por las descripciones precedentes -un chisporroteo de notas impresionantes
sobre la calle, los “conventillos”, la vía férrea o los escaparates de los
negocios- aquí nos enfrentamos a un verdadero cuadro donde los múltiples
componentes del espectáculo de la calle se articulan en una visión unitaria.
Cuadro cuya intensidad alucinada, dinamismo y sabia arquitectura no dejan de
recordar los mejores momentos de la pintura y tal vez más aun del cine expresionistas:
la escena comienza con un efecto de aceleración del ritmo -las casas de trazado
bastante irreal parecen precipitarse sin razón hacia un destino desconocido- y
termina con un recrudecimiento frenético del movimiento que simboliza el
rompimiento de la calle, enloquecida, contra el muro blanco del asilo. Entre
esos dos momentos extremos se presenta un mundo urbano -de una notable
cohesión- donde cada elemento ocupa gradualmente su lugar: las fachadas de las
casas, los negocios, los comerciantes, los mirones, etc. En una palabra, todo
un universo familiar unido -más allá de una miseria a veces cruel- por la risa,
el humor y la bonhomía, se anima ante nuestros ojos. Lo que se evoca aquí es la
vida de “barrio”, calurosa y casi familiar. La ciudad se hace íntima, humana.
Acerca y reúne a los seres; crea entre ellos una grata connivencia. El mundo
urbano se sitúa, sintomáticamente, bajo el signo unitario de una “constelación
de puntas de cigarros” (47, luminosa metáfora que proyecta sus fuegos sobre la
declinación del día.
Además de la riqueza
cromática del mundo urbano -¿no se tiñe por momentos audazmente la calle de
amarillo bajo una lluvia inesperada de gajos de limones (48)?-, y el dinamismo
poético de ciertas escenas callejeras, la creación de un espacio narrativo
dominado por la curva y la metáfora constituye sin ninguna duda uno de los
principales atractivos de Los niños en el bosque. Parecería, en efecto,
que nada puede resistirse a la influencia de la curva. Las primeras páginas del
relato, signadas por lo imaginario y la intensa vida fantástica del joven
Raucho, ya presagian el papel determinante de esta forma geométrica: las “rondas”
infantiles que vuelven a la memoria del adolescente y los “remolinos
vertiginosos” de una canción que lo obsesiona señalan el nacimiento de un tema
-la circularidad- llamado a ampliarse significativamente con el correr de las
páginas. Más adelante, en efecto, surgirán los “redondos campanazos de la
iglesia en el atardecer” (49), asociados a los desbordes tradicionales del
Carnaval -músicas, risas, silbidos estridentes- que acompañan los recuerdos
punzantes del muchacho. A partir de ese momento preciso del relato, podríamos
afirmar que todo, hasta los más ínfimos detalles, se somete a la tiranía de la
curva. Así, las puertas del parque, en la famosa escena de “la prueba del
bosque”, son “negras y combadas” (50)
El espumar de las olas,
en un fugaz recuerdo de Raucho, resulta igualmente “combado” (51). El
espectáculo de la calle con su vía férrea es definido como “ondulante” (52); el
puente de ladrillos entrevisto en la lejanía como “curvo” (53) y los penachos
de humo que escupe una pequeña locomotora animosa, digna de una percepción
infantil, revelan una vez más simpáticas redondeces:
Iba y venía la pequeña
locomotora entre alaridos, serpeando. Al detenerse, mientras volteaban
indecisos los émbolos preparando la marcha atrás, la chimenea soplaba el humo
de vellón en redondos montones. El gran ojo apagado perseguía en el cielo el rebaño
cambiante. En la arena tostada sombras cálidas mezclando negros sucios con oros
recónditos. Los galpones con el detonante lamido en las chapas de hierro,
casas, casitas, chalets de cartón perdidos en un paisaje mal pintado. Giraba el
gesto curvo y enladrillado del puente. Alegre y sin fatiga resoplaba la pequeña
máquina. Disparaba veloz, riendo en el jadeo, ayudándose con los molinetes del
émbolo, el ojo grueso y redondo abierto hacia el capricho del humo (54).
Detengamos la enumeración
de todos los epítetos que implican la circularidad -sin olvidar no obstante
que, según el mismo Juan Carlos Onetti constituye “un pequeño ensayo sobre el
adjetivo y la composición- y examinemos el significado de la proliferación de
la curva.
Notas
(46) Los niños en el bosque, p. 128.
(47) Ibíd., p. 128.
(48) Ibíd., p. 128
(49) Ibíd., p. 115: “Dam
dam dam, estaban los redondos campanazos de la iglesia en el atardecer,
haciendo temblar el aire del gran patio de piedras del colegio y del galpón del
refectorio abandonado. Afuera, en la sinuosa calle arbolada era el carnaval,
sonaban matracas y músicas. Las graves campanas de la tarde habían abierto sus
grandes círculos encima suyo.
(50) Ibíd., p. 134.
(51) Ibíd, p. 113. “Era
una tarde del verano reciente, en la playa, con un sol abriéndose y cerrándose
en el abanico, papeles sucios y arrugados, botellas vacías, trenzados macizos
de arbustos q ue hacían la sombra para
la pereza de la siesta. Temblaban, combadas, las líneas blancas del oleaje”.
(52) Ibíd., p. 116.
(53) Ibíd., p. 122.
(54) Ibíd., p. 122.
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