1ª edición bilingüe: elMontevideano Laboratorio de Artes / 2020
Prólogo de MARYSE RENAUD
Traducción al francés: CARL D’ABLEIGES
para Bénédicte Froissart
DOS: EL PALO EN LA PIÑATA
y del olfato físico con que oro
y del instinto de inmovilidad con
que ando
me honraré mientras viva -hay que
decirlo.
César Vallejo
Quien lucha con monstruos cuide de convertirse a su vez en un monstruo.
Cuando miras largo tiempo a un abismo el abismo también mira dentro de ti.
Friedrich Nietzsche
La única maldad del psiquismo humano consiste en no poder unir o
reconciliar los distintos fragmentos de nuestra experiencia. Cuando aceptamos
todo lo que somos -incluida la maldad- hasta el mismo mal se transforma. Cuando
logramos armonizar las distintas energías de nuestro psiquismo el rostro
sangriento del mundo asume el semblante de la Divinidad.
Andrew Bard Schmookler
LA ENTRADA en la banlieue-sud se produjo al amanecer, y Abel parecía el
joven Proust saltando de un compartimiento al otro del tren para enfocar los
recovecos de la magia plateada que constelaba los suburbios. Lloviznaba. Los
últimos tramos me los perdí sentado en el toilet, sin embargo: de golpe me
empezaron a doblar unos tirones peores que los de una parturienta. En la gare
de Lyon me las arreglé como pude con los bultos y terminé tomando un taxi hasta
el hotel Saint-Michel. Esperaba que Madame Salvage no me reconociera. No me
reconoció. Me tocó una linda chambre, donde me tiré a fumar antes de salir al
ruedo. Después guardé el cuchillo en un cajón de la mesa-escritorio y llamé por
teléfono a Bugeia. En la casa me dieron el número del Commissariat donde podía
encontrarlo.
Marc pareció realmente emocionado al escucharme. “Viejo” resopló: “Qué
vacaciones largas se tomaron. Alguna gente a la que le conté la anécdota de tu
S.O.S. ya me tenía loco con que me había dejado estafar -como casi todo el
mundo en París- por un sudamericano”. “Tengo trescientos para darte” dije: “Lo
demás te lo pago con clases”. “Andá a hacerte cortar la cabeza” dijo Marc. “Sí.
Estoy en eso. Pero antes precisaría hablar contigo. Ahora mismo, si podés”. “Oh
la la. Qué apuro, Monsieur le Privé” se puso en guardia Marc, estrellando una
humareda contra la alcantarilla del teléfono: “Vas a tener que esperar un par
de horas, por lo menos. ¿Dónde nos vemos?”. “En un boliche que hay en la place
de la Sorbonne: el Escholier” elegí al azar.
Eran las nueve de la mañana. Fumé otro cigarrillo en el vestíbulo del hotel
y me animé a llamar a Bénédicte. Cuando sonó el sexto timbrazo casi cuelgo,
pero esperé uno más. La chiquilina atendió completamente dormida y Abel se
hubiera conformado sólo con escucharla. Estuve a punto de quedarme callado,
incluso -como hacen los adolescentes durante sus más recalcitrantes metejones-
pero ella se aguantó firme en un silencio que terminó por desnudarme. “Cómo te
va, cosita” pregunté de golpe. “Dónde te habías metido” retrucó Bénédicte, con
un tono más dolido que tierno: “Te llamé como veinte veces al Stella”. “Nos
demoramos en Saint-Tropez” expliqué: “Fue una temporada complicada al
principio, pero al final tuvimos mucho trabajo”. “Qué lástima”. “¿Qué lástima
por qué?”. “Por nada. ¿En dónde estás viviendo?”. “En el hotel Saint-Michel: 19
rue Cujas. Muy cerca del Stella. ¿Cuándo nos vemos?”. “Hoy no puedo” murmuró
Bénédicte. “Bueno, cuando vos quieras” dije: “¿Andás mal?”. “No. Estoy muy
bien” dijo la chiquilina: “¿Me podés ir a esperar mañana al Lux, a eso de las
tres de la tarde?”. “Está bien” acepté, devolviéndole un Salut sedosamente
frío.
Me quedé otro rato en el vestíbulo, algo desconcertado. Entonces decidí
llamar a Ramón, para seguir haciendo tiempo: tenía que localizar a Pedrito y al
Cordobés, y solucionar lo más pronto posible el asunto laburo. Ramón se alegró
de oírme. “Las bestias están aquí. Pero están durmiendo, todavía” dijo:
“¿Viajaste bien?”. “Bárbaro” dijo Abel: “Y volví al Saint-Michel como en los
viejos tiempos”. “Ta bien” roncó Ramón: “¿Pensás quedarte ahí?”. “Sí” contesté:
“Lo que no pienso es quedarme mucho tiempo más en París”. Se hizo un silencio.
“¿Ray anda por aquí?” me animé a preguntar, por fin. “Anda” dijo el gigante,
como restándole importancia: “Viviendo a lo clochard en la camioneta de un
gitano piojoso. De noche lo agarrás en el Morvan, a eso de las ocho. Cuidado
con los piojos”. “Sí” le dije: “No te preocupés. Decile a los muchachos que me
llamen, cuando se despierten”. “Chau, Principito” ladró Ramón, con pena.
Esa pena me hizo mal. Abel bajó hasta el Escholier dejándose platear la
calva por la llovizna y pidió un café-crème y un sándwich-jambon y trató de
leer un cuento de Chandler en francés sin usar diccionario. Pero al terminar la
primera página bajó al subsuelo y se agachó adentró del gabinete de un toilet
agarrándose la cara y moviéndose acompasadamente. “He aquí a tu hijo” murmuré
varias veces: “¿Por qué tengo que verlo?
¿Por qué hay que ver la Gárgola? Ahora no es miedo, padre: ahora es la
humillación. Vi la señal remota parí la llamarada entreabrí el paraíso y lo
único que importaba era esto, al final: quedarse
en la batalla. Abel se lavó la cara varias veces y subió a esperar al
Inspector Bugeia con dos chispas de humildad cuajadas en los ojos.
EL INSPECTOR estaba tostado y parecía contento no solamente de verme. “Me
tomé algunos días a principios de setiembre” dijo: “Pesqué bastante. Y a la
vuelta pescamos nada menos que a la asesina de Sinclair. Y de un solo zarpazo.
¿Estás enterado de cómo fue, no?”. “No” dije: “Ni siquiera sabía que-”. “Ah,
pero es increíble. Touché alors, Monsieur le Privé” sonrió Marc, ordenando un
aperitivo: “Fue hace muy poco. Muy poco antes de que la ex-mujer se ahorcara
allá en Saint-Tropez, incluso. Cuando la cantante de los tiempos de Django
Reinhardt y el pianista-mamut alquilaron la chambre 22 algo empezó a oler mal.
Bueno: y de ahí hasta el knock-out las maniobras fueron muy sencillas. Hay que
reconocer que tuvimos bastante suerte, además: los allanamos mientras no
estaban y encontramos el arma mortal adentro del piano. Mademoiselle Mich
confesó casi enseguida: un poquito obligada, pero en fin-.”
“¿Mademoiselle Mich lo mató? ¿Pero no tenía coartada?” preguntó Abel, con
real cara de bobo. “¿Coartada? Me extraña en usted, Marlowe. Tenía coartada de
Favela: de ahí se entraba y se salía sin que te viera ni Dios. Nadie tenía una coartada como la gente:
te lo digo ahora. Además esa noche actuó Lilith, también. Y la Mich tuvo tiempo
de encajarse una de sus pelucas (la platinada por supuesto, a ver si de refilón
todavía la confundían con la reina de la colmena) y escurrirse para ir a
sacarle la guita al poeta por última vez -antes de que él volviera a morir a
Uganda, como los elefantes- y partirle la cabeza y esconder la cruz en el piano
apolillado. Lo calculó muy bien, además de que ligó bastante: el pelirrojo
estaba en lo del escenógrafo y ustedes laburando, y la chambre quedaba siempre
sin llave. Imaginate el despelote que se hubiera armado si hubiéramos sido lo
suficientemente vivos como para registrarle la chambre a ustedes. ¿Qué por qué
lo mató? Por odio, viejo. Dijo que fue por puro odio, nomás. Que esa clase de
tipos -dijo- no merecen seguir viviendo porque le joden la vida a los que están
más desesperados que ellos. ¿Qué te pasa? ¿Por qué ponés esa cara?”. “Por nada”
dije: “¿Y cómo anda el Cosmósfero?”. “Encerrado, por supuesto” torció la boca
Bugeia: “Tiene un problema con los nazis y otro con la guerrilla griega, no sé
bien cómo es”. “Bueno” murmuró Abel: “¿Cuándo empezamos las clases?”. “El
sábado, como siempre. ¿Está bien?”. Abel escarbó en su bolsillo y le alcanzó al
Inspector trescientos francos mendicosamente apelotonados. “Gracias” me sonrió
él: “¿Cómo anduvieron tus líos?”. “Bien” suspiré: “No lo vi más al tipo”.
“¿Pero anda por aquí? ¿Por qué quisiste verme tan rápido?” insistió Bugeia,
poniendo ojos de policía. “Debe andar” le dije: “Pero no me preocupa demasiado.
Te llamé rápido porque sabía que me ibas a invitar por lo menos con un Kir,
después que te devolviera los trescientos francos”.
ALMORCÉ FUERTE, y me fui a dar una vueltita por el Luxembourg antes de
dormir la siesta. La llovizna había aflojado. Abel caminó hasta la Closerie des
Lilas y volvió exactamente en sentido inverso, observación la gradación de los
ocres en las hojas podridas. Los otoños de París: ¿qué se ficieron? Mozart
maldito -pensé: Lo asombroso es cómo hace para no estar cuando pasan las cosas. Pero ya va a caer: no te
preocupes, Eugeñito. Gracias, Bianchon. Siempre admiré sinceramente tu corazón
no burgués. ¿Toma otra, Sosa? Tomé un par de calvados en un mostrador y me fui
al Saint-Michel.
El teléfono me estranguló la siesta: era Pedrito, para variar. “¿Nos vemos
en el Morvan a eso de las siete, nono?” me dijo con cariño: “Habría que ir esta
noche mismo por la taberna ¿no le parece? Nuestro amigo el guerrillero tiene
miedo de perder el laburo”. “Yo también” dijo Abel: “A las siete nos vemos”.
Faltaba media hora. París ya estaba negro como el demonio y Abel fumó un Peter
Stuyvesant pensando en el cuchillo que tenía guardado en el cajón de la
mesa-escritorio. Lo dejé allí, sin embargo. El alcohol del mediodía no me había
raspado el estómago, de modo que camino al Morvan entré un momento al bar-tabac
de la esquina del hotel Stella. La Tabaquita no atendía más el mostrador, por
lo visto: hasta esa clase de desgracias debíamos enfrentar. Pero cuánto bebí, donde lloré -pensó
Abel, haciendo fondo blanco con un calvados: Monótonos satanes, / del flanco brincan, / del ijar de mi yegua
suplente. Otro calvá: fondo mucho más blanco. Se dobla así la mala causa, vamos / de tres en tres a la unidad; así /
se juega a copas / y salen a mi encuentro los que aléjanse, / acaban los
destinos en bacterias / y se debe todo a todos. Tercer calvados y ni asomo
de valentía artificial. Basta de copas, hombre: vamos a ver la Gárgola y a otra
cosa, por Dios.
Lloviznaba otra vez, mansa y molestamente. Caminé por la vereda izquierda
de la Monsieur-le-Prince y encontré a Pedrito y al Cordobés esperándome en una
mesa del Morvan. El Cordobés estaba acollarado por la golilla de la belleza.
Pedrito usaba sombrero de cow-boy. “Qué lo parió: la mina tenía el bulo que era
un lujo, guaso” fanfarroneó el zorro: “Vengo de dejar las cosas allí. Te juro
que con un bulo y una mina como Martine te dan ganas de que venga el invierno,
nomás”. Abel sonreía casi sin oír. Estaba escrutando la vereda de enfrente, a
ver si distinguía algún sobretodo negro. “Recién vimos a Ray” dijo Pedrito:
“Venía para acá”. A Abel se le cayó el cigarrillo de la boca, aunque no alcanzó
a quemar a nadie. “Dónde lo vieron” pregunté. “En el Danton” dijo Pedrito:
“¿Qué le pasa nono, que se le anda cayendo el Puerto Rico?”. “Nada” dije: “Ya
vengo. Espérenme un cacho que ya vuelvo”.
No necesité caminar hasta el Danton. En el exacto vértice del carrefour vi
el sobretodo negro, bajo un paraguas negro: caminaba hacia mí. Nos encontramos
al costado de la boca del métro. Ray levantó el paraguas y me ofreció la mano,
con una sonrisa verdaderamente bondadosa. “Abelito” me dijo: “Cómo te va,
campeón”. Pero en los ojos estaba la Gárgola: empozada y verde, y atravesándome
con el brillo del alfiler que le apunta a la barriga de la mariposa. “Bien” le
dije: “¿Y vos?”. “Bien” sonrió Ray: “Me hice clochard, por fin. Mientras espero
el giro para tomármelas de una vez: este mes me lo mandan, parece. En realidad
soy nomás que un clochard de camioneta, pero algo es algo. ¿Tomás un
cafecito?”. “Sí” dijo Abel. Entraron al boliche de la esquina. Ray tenía la
melena muy larga y no demasiado canosa. Abel lo miró perfilarse para pedir dos
cafés y encontró todo suavizado: los ojos de lagartija la nariz de mono y la
facha de leoncito. Ahora sí que es un sosías, pensé: Y hasta debe andar por ahí
haciéndose el monaco rosso y predicando la revolución y todo. Podría apostar.
Ray bajó la cabeza y empezó a jugar con un cigarrillo. “Estuve pensando
mucho en todo lo que pasó” dijo al rato: “Nunca me había pasado algo igual en
la vida, loco”. “A mí tampoco” dijo Abel. “¿Seguiste escribiendo?” murmuró
entonces el riverense, y subió una cara de facciones profundamente preocupadas
y ojos profundamente esperanzados en que yo hubiera dejado de escribir para
siempre. “¿Por qué no me preguntás si seguí respirando?” contestó Abel. “Está
bien” dijo Ray: “Me alegro, entonces. Nos vemos cualquier día de estos. Venite
por la camioneta: estamos estacionados en un quai pero mañana nos trasladamos
aquí a la vuelta, atrás de la Facultad de Medicina. Ya empieza a hacer un frío
infernal, cuando amanece”. “Bueno” dije: “Cómo no. Yo vivo en el Saint-Michel.
Cuando quieras venir estoy a las órdenes, loco”. Ray me miró sonriendo,
bondadoso y con odio. Cada cual pagó lo suyo.
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