HACERSE CON LO VISIBLE DE CARA A POETIZAR EL CAOS-MUNDO :
METAMORFOSIS DE LO ÉPICO FRONTERIZO
EN TODA LA TIERRA, DE SAÚL IBARGOYEN ISLAS
(Prólogo a la edición francesa de Toda
la tierra, preparada por el Atelier de Traduction Hispanique de l’ENS de
Lyon. La versión española de este trabajo se publicó en el marco del homenaje a
Fernando Ainsa en el volumen El escritor y el intelectual entre dos mundos /
Cécile Chantraine-Braillon, Nora Giraldi del Casi, Fatiha Idmhand, eds.)
PRIMERA ENTREGA
Si no tiene caso demostrar la extensión y hondura de
la obra crítica de F. Aínsa, es porque viene alimentándose de cuantos libros significativos
produce el continente latinoamericano, y porque su incansable autor sabe
restituir, luego de tantas campañas de lectura de altura, lo mismo
interpretaciones globales que análisis particulares, elaborados por el rasero
de su enciclopédico saber.
Por tanto, nos parece justo empezar subrayando el
carácter decisivo de este tipo de obras para los traductores. Sin tales
fundamentos analíticos de grandes dimensiones (periodización, evolución de los
géneros, tendencias temáticas y estilísticas…), la lectura previa a cualquier
intento de traducción sufriría estrechez de miras, cuando no pobreza, y la
producción de un texto nuevo, que sólo aparenta remitir a lo microscópico,
quedaría sometida al azar y a la miopía.
Con este enfoque, lo que sigue puede aparecer como
un efecto particular (esperemos que fecundo) de la lectura de un autor tan
original como es Saúl Ibargoyen y de su novela Toda la tierra a la luz de los aportes críticos y la sensibilidad
poética de Fernando Aínsa. Procuraremos aclarar en qué medida pertenece dicha
obra a la nueva novela histórica latinoamericana, y nos preguntaremos por las
posibles afinidades entre el pensamiento crítico que la apuntala y alguna que
otra corriente del pensamiento humanístico actual.
F.A. demostró las limitaciones de las referencias
directas a la epopeya homérica en cuanto se trata de adueñarse y dar cuenta de
la historia nacional. Los hechos cuya existencia supone la citada novela
uruguaya, contemporáneos de Acevedo
Díaz, se narran desde el año 2000. Ya no se trata, pues, de proveer al país de
una literatura nacional según un modelo hegeliano de la épica, “en la que la
voluntad y el sentimiento resultan una totalidad indivisa”[1],
y en la que se ve infinita la distancia entre el aedo (portavoz del poder fáctico)
y una nación en agraz. Hoy por hoy, importa saber cómo se ejerce la intención
no de recobrar una imposible objetividad del pasado sino de encaminar una
sociedad hacia el porvenir gracias a una reflexión sobre su pasado[2].
Según F.A., dicho planteamiento se justifica por el hecho de que « en el estallido actual de las formas y
modelos de representación del tiempo, tanto del pasado, presente o futuro, el
sentido histórico de una obra resulta mucho más ambiguo y contradictorio [pues]
las formas del tiempo de la conciencia individual, con las que se asocia en
general la ficción novelesca, y el tiempo de la conciencia colectiva, al que se
atenía la historiografía tradicional, han intercambiado buena parte de sus
roles»[3]. Y efectivamente, F.A.
busca en la novela latinoamericana del siglo XX la prueba de una voluntad
compartida de « rastrear la “historia verdadera” de que hablaba el mismo
Uslar »[4]. Tamaña empresa colectiva
y proteica de relativización de la verdad histórica admitiría opciones como el
descomedimiento delirante de un personaje ficticio (Don Juan de Mañozga en Los cortejos del diablo), la parodia (Zama, según Saer), la reescritura de
novelas anteriores con vistas a la “revisión” y a la desacralización por el
humor (Ibargüengoitia al subvertir y reelaborar en Los pasos de López el personaje de Hidalgo presentado por L.
Castillo Ledón en Hidalgo : la vida
del héroe)[5].
Todo ello no merma la libertad de los autores de denegar el valor
ontológicamente “histórico” de algunas de esas novelas. Éste es el caso de
Uslar quien, movido por su escepticismo de historiador ante un auténtico minué
mimético de monigotes emperifollados, se distanció (sin encastillarse en ningún
esprit de sérieux) de esa “novela
histórica” y pasó a hablar de sus propias obras como de “novelas en la
historia”, con un enfoque comprensivo e interpretativo del Hombre[6]. No a otra conclusión
llega F.A. al declarar: « Esta es la característica más importante de la
nueva novela histórica latinoamericana: buscar entre las ruinas de una historia
desmantelada por la retórica y la mentira al individuo auténtico perdido detrás
de los acontecimientos, descubrir y ensalzar al ser humano en su dimensión más
vital, aunque parezca inventado, aunque en definitiva lo sea.»[7].
Otros estudios, contemporáneos de Reescribir
el pasado, o posteriores, como la tesis de Marta Cichocka –quien lo cita de
manera significativa en varias ocasiones, explicaron las características de la
nueva novela histórica. Queda claro que poner en tela de juicio la posibilidad
de que exista una verdad única, tildando de sospechoso a quien la cuenta, no
sólo destruye la Historia sino que obliga a reelaborar otra verdad y a
preguntarse a la par por el devenir del estatuto del narrador.
“No conocemos
nuestro país sino después de haber visto otro.”[8]
Escritas las más de ellas
desde el exilio, las obras de Saúl Ibargoyen que hablan de la frontera quedaron
de inmediato interpretadas por F.A. –igual que las de Rulfo, Roa Bastos,
Barreiro Saguier y Guimarães Rosa que giran en torno a otras minorías indígenas,
en su intención fundamental: « captar e incorporar aspectos esenciales de
la identidad de estas minorías, a partir de una operación de “integración” de
la identidad por el lenguaje[9] ». En 1986, S.I.
sólo tenía publicados dos libros: uno de cuentos, Fronteras de Joaquim Coluna (1973), y una novela, La sangre interminable (1982), pero F.A.
percibió sus mejores quilates, que confirmaría toda la obra de S.I.:
« Desde el momento en que[dichos autores] no se sienten fuera, sino dentro
del lenguaje, no se trata de ”copiar” un sistema con verosimilitud sociológica,
como hacían regionalistas y realistas sociales, sino de “crear”, a partir de su
realidad plurisémica, una dimensión literaria que desborde los límites de una
comunidad marginada para hacerla parte de la
“totalidad”[10]». En numerosos cuentos y
varias novelas –Toda la tierra, en
particular, el autor interpretó una comunidad fronteriza que reúne sin barreras
las ciudades de Santana do Livramento (Rio Grande do Sul, Brasil) y Rivera
(Uruguay), al formar una pasarela económica y mercantil entre ambos países, un
microcosmos político, cultural y lingüístico (portuñol riverense, o sea
hibridación con alternancia de códigos, léxico prestado -incluso del substrato
indio…).
Toda la tierra. La acción de esta novela polifónica abarca las
tres generaciones posteriores a la independencia y llega por alusión a los años
1920-1930, adoptando por telón de fondo la época de construcción de las
identidades nacionales. En Brasil, el imperio de Pedro 1ero y Pedro
2do, la República positivista, favorable a los caudillos y fazendeiros. Mientras tanto, la Banda
Oriental intenta controlar el propio destino a través de una alianza con la
Argentina para vencer el anexionismo brasilero (Guerra Grande de 1825-1828);
una vez independiente, se reúne con sus dos potentes vecinos para vencer a
Paraguay (Triple Alianza de 1865-1870). Pero ni la victoria militar ni la
independencia pueden con la endémica inseguridad del interior, ni con las
incursiones de los «hacendados del Rio Grande do Sul, lanzados a la conquista
de tierras uruguayas, [ni con] el banco Maua que encauza la vida financiera»[11]. Al contrario de
Paraguay, que construye su identidad aislado y pese al exterminio de las tres
cuartas partes de la población, Uruguay lo hace a despecho de las anexiones y
la porosidad de sus fronteras, asumida mal que bien hasta hoy. El presidente
Latorre intentaría poner fin a esa situación, libertaria en demasía[12]…
Pueden repartirse las acciones de la novela en tres épocas. La fundación de la historia familiar consiste en que José Cunda abandona Canguçueiro, el pueblo de sus antepasados, y cruza la frontera. Víctima de la xenofobia y la barbarie del propietario de la cantina en que pensaba solazarse en camino, lo salva de la muerte la dependienta del lugar, Juana Mangarí. De su unión nacerá una hija, Almendorina Coralina. Pocos años después de la guerra de Triple Alianza, José Cunda le compra la hacienda Siete Árboles a Timeo, un militar que la adquirió al amparo de las circunstancias bélicas. La segunda época empieza con Almendorina en edad de merecer. Germina la tragedia con la llegada de su primo, el ambicioso Juanito Bautista, último miembro de la rama familiar brasileña, desaparecida en circunstancias sin aclarar. Del matrimonio de conveniencia nacerán una mujer y siete varones, sin contar unos cuantos hijos ilegítimos, uno de los cuales, Lucasio Adán, se hará cura de una de las parroquias de Rivamento. El paso de los años, su matrimonio y la “adquisición” de 7 haciendas gracias a un juego de influencias civiles o militares, y por el tráfico ilícito de bienes convierten a Juanito Bautista en Don Yócasto, conde de Canguçueiro. Se hace más y más obvio el sacrificio de las aspiraciones utópicas de su tío (subrayadas por el edénico nombre de Siete Árboles) en aras de su propio anhelo de poseer “toda la tierra”. El acontecimiento clave de la tercera época es el asesinato de uno de sus hijos, Bautista Benjamín, mientras se ventila unos de los mayores tráficos de Yócasto. Del suceso se derivan una presunta encuesta y un desencadenamiento de violencias, sufrimientos y agonías. El fangoso remolino se lleva a un pintor (que supo entender la personalidad de Yócasto), a los tres culpables designados por Almendorina, a Timeo, a los dos fundadores y al propio Yócasto.
Pese a la sencillez de lo
narrado, discernir el exacto fluir del tiempo así como las instancias
narrativas plantea dificultades: además de un relato raras veces lineal y de
una estructura dispersa, el tiempo se somete a una arritmia significativa. Cada
capítulo surge de su propia lógica memorial o testimonial, y va marcando los
tumbos de la historia y de los destinos personales. La época fundacional
(1850-1875, aproximadamente) queda evocada en dos capítulos (9, 14), la de la
expansión (1875-1920, más o menos) en ocho (6, 12, 11, 20, 17, 23, 30 y 19 si
nos ajustamos a la cronología probable de los hechos), y la de las violencias
que acaban con la dinastía en más de veinte: 7 y 29 ; 5 y 16, luego 21,
13, 26, 36 ; 3, 10 y 15 ; 2 ; 24 y 28 ; 34 ; 33 ;
35 ; 25 ; 31 ; 1, 4, 29, 32 ; 8 y 22 ; 18 y 27, que
reagrupamos de este modo para tomar en cuenta tanto del punto de vista de los
personajes como de la cronología, y en la medida en que fijar un orden
secuencial es más relevante que poner fechas. Por otra parte, S.I. trastorna la
diacronía de modo que su lector quede atrapado y salga desde un principio en
pos de la explicación de estas violencias finales. Por lo cual, no escribe ni
una novela histórica de tipo decimonónico, ni tampoco una novela a lo Uslar (La visita en el tiempo), sino que
reinventa un tiempo existencial, múltiple y fragmentado por relatos y
testimonios entrecruzados, que sólo podrá captar su lector si acepta
reconstruir una concatenación, hipotéticamente causal, de acontecimientos. El efecto producido, si adoptamos la fórmula de
María Ezquerro en Théorie et fiction,
es que: « Le temps référentiel, le temps historique en
l’occurrence, loin d’avoir pour fonction d’ancrer le temps du roman dans une
durée précise et consistante, se trouve être un temps mort, en marge du temps,
une durée vide, désertée de sens, où rien d’important ne se produit. »[13]. Por obra y gracia de este esfuerzo de des‑composición, S.I. reniega
definitivamente de la idea de que ninguna verdad histórica pueda conseguirse sur le mode du reflet.
La crítica de las fuentes ha de apuntar como una huella de historicidad
la alusión a la condición de militar del abuelo de S.I. en el coronel
Ambrosiano Ilha. Asimismo, Saúl Ambrosiano corresponde a un primer
desdoblamiento del autor en personaje ficcional, figura proyectada en el pasado
de un periodista fronterizo dedicado a “asuntos culturosos”. Esta
representación exterior hace las veces de contrapunto al aedo Olavio Brás, de
nacionalismo estrecho y rimbombante (p.49-50), presa de los acostumbrados
arranques del romanticismo al uso. S.I. ejerció una actividad periodística,
política y sindical, y ha sido víctima de la represión y el exilio. Esto da pie
para que evoquemos paralelamente a Acevedo Díaz, fundador de varios periódicos,
opositor a Lorenzo Latorre en las trincheras, conocedor de los calabozos y el
exilio en una época en que, según José Pedro Varela, después de 19 revoluciones
en 45 años, « la guerra [era] el estado normal de la República »[14], lo cual le confiere al
personaje novelesco una sustancia existencial decantada en el lavador de los
episodios nacionales. Pero de ahí no pasa la comparación: mezclando ironía y
auto-irrisión, la evocación de Acevedo Díaz, de quien numerosas « páginas
épicas son, sin lugar a dudas, representativas de los mejores esfuerzos por
reconocer cuáles son los elementos forjadores de una nacionalidad »[15], pone de manifiesto la
distancia invencible entre lo épico fundador de un pasado mítico e inalcanzable
de uno y las piruetas culturosas de otro. Por fin, relativizando más aún, este
personaje desdoblado no posee el estatus de narrador omnisciente y se aparta en
llegando otras voces, también dedicadas a la misma indagación.
El trabajo de la memoria en la caída de la casa del conde de Canguçueiro constituye la esencia de la novela y los relatos « de tan entreveradas escrituras » (17) que ofrece, y el juego con el contrato de lectura que implica hace imposible cualquier contínuum narrativo. Al lector se le avisa enseguida (« distintas voces han entretejido este relato », p.9), y cada capítulo brinda un cuadro aparentemente independiente. Uno de los narradores da la primera arremetida contra la pereza eventual del lector-oyente, evocando el raspado palimpséstico para el que se prepara, hic et nunc: « Este cuento ya se contó o lo contaron, usté lo sabe o sabrá, en los papeles de otra historia. Y si no lo sabe, pues mire nomás, que tiene que aprenderlo. Y estudiarlo, sí, con palabras que se asujetan a la saliva del mero aire de todos nosotros. Que no es, no, ni nada, la babosidad negra y azulosa o hasta roja, como una tinta que muerde mezcladas papelerías sin música y sin ruido.» (21) Aquí y ahora, contigo o con Usted, lector-oyente. Cuentista de la cultura oral, cuya palabra, improvisada y conativa, vibra entre tradición e inspiración, el narrador actúa con conocimiento de causa, a conciencia plena desde nuestra época y chista a su público (la “cour” o asamblea del cuento criollo martiniqués o guadalupeño) para confesarle en voz alta las dificultades metodológicas que le salen al paso en ese trabajo de rememoración: « Este cronista tuvo el temor de no memorizar [unas coplas] en lo correcto, y en saliendo para la redacción de la Notembó Tribune, empezó a preguntar al personal […y] aquí temerosamente se transcriben porque toda verdad de cada uno debe tener, al menos, un poco de sombra. » (144).
Se abulta la sustancia
novelesca, como una fruta de la encuesta y la remembranza del narrador
principal, y se enriquece y prolonga horizontalmente con otros relatos y
testimonios adventicios en la lengua mestizada de la frontera, con puntos de
vista externos, equivalentes ya del coro, ya del bufón, sin dejar de lado el
prosopopéyico mapa que esgrima una reflexión sobre la historia con vistas a
derrotar al poetastro local y la retórica oficial, partidaria, destructora de
las utopías del pasado pues, nos dice, « para mí todos los lados son como
las caras del viento » (137).
Más que un relato
des-construido, tenemos una construcción rizomatosa ante la cual adivinamos una
imagen del desorden del mundo. Pero si bien estaba en un callejón sin salida la
novela histórica tradicional, cabe preguntarnos en qué medida supera la crisis la
propuesta sauliana.
Cécile Quintana propuso dos pistas de
reflexión analizando una novela anterior, Noche
de espadas (1987), tanto más útil de recordar que se refiere a ella una
nota de Toda la tierra (151): la
verdad del propósito –retomar un elemento épico, el de la campaña de
pacificación interior bajo las presidencias de Latorre y Santos para darle
forma de mito, está determinada por el hecho de que esa verdad no se concibe
como el contrario de una mentira sino del olvido ; y por otra parte, el portador
de esa verdad estructurante, su doble ficticio, el Poeta o auctor, la expresa
por obra y gracia de su arte, una “habilidad mágica” parecida a la del pintor[16].
[1] Hegel, 1965
:140; traducimos.
[2] Aínsa, 2003 :
125
[3] Aínsa, 2003: 68
[4] Aínsa, 2003 : 78
[5] Aínsa, 2003:
108-111
[6] Márquez Rodríguez, 1990, p. 148
[7] Aínsa, 2003, p. 111-112
[8] Aínsa, 2000, 57
[9] Aínsa, 1986, p. 105
[10] Aínsa, 1986, p. 105-106
[11] Halperin Donghi, Tulio
(1972) : 151 ; traducimos.
[12]
Halperin Donghi, Tulio (1972) : 158.
[13]
Citado en Cichocka (2007) : 110
[14] Citado por Rubén Cotelo en su Historia de la literatura uruguaya. (Aínsa, 2003: 118)
[15] Aínsa ( 2003) : 131
[16] Epicidad y heroísmo en la literatura hispanoamericana, “Saúl Ibargoyen: la escenificación del distanciamiento épico”, pp. 183-201.
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